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TRATAMIENTO SICOÉTICO EN LA EDUCACIÓN

(Nueva York, 1996)

Publicado en

Mis meditaciones desde el modelo genético,

Fundación Fernando Rielo, Madrid 2001, 73-120.

CUESTIÓN PREVIA

—I—

El tema Tratamiento sicoético en la educación necesita ser clarificado en sus términos con el objeto de contribuir a su sedimentación semántica al amparo de mi concepción genética de la metafísica.[1] Tres son los conceptos fundamentales del título: “tratamiento”, “sicoética” y “educación”. Si me refiero a “tratamiento”, más que significar “sistema o modo de curación”, es la forma de trato, de acercamiento al otro para ponerse a su disposición, conocerlo, ayudarlo en sus necesidades espirituales, sicológicas, morales y sociales. Esto es lo que quiere decir en su acepción original la palabra “terapia”,[2] que, con origen en el sustantivo griego θεραπεία [therapéya], tiene la significación de “servicio”, “atención”, “solicitud”, “cuidado religioso”. El médico que “trata” al enfermo debe poseer una capacidad, una aptitud y una competencia, que vienen refrendadas por su título oficial para ejercer la medicina. Nadie puede, legalmente, arrogarse “tratar” a un paciente sin estos requisitos. El ser humano, en otro ámbito más significativo, necesita, para ayudar y “tratar” al otro, poseer cualitativamente algo valioso con que poder acercarse a él y ofrecerle su ayuda. Qué sea este “algo” esencial digno del ser humano es lo que iremos exponiendo a lo largo de nuestro estudio. Me es suficiente, en este momento, evocar lo que en una de mis conferencias denominé “culto dúlico”.[3] Entiendo con esta expresión la forma de “trato” o terapia educacional que debe ejercer un ser humano con otro ser humano para que se haga presente en la sociedad una forma cultual de convivencia que impulse a educadores y educandos a luchar con superación creadora por la promoción incansable de los más altos valores que puedan concebirse. Esta dedicación religante constituye el más hondo compromiso que, a modo de antropología transcendental o teandrología,[4] se proyecta en todas las dimensiones del ser humano sin limitarse a alguna de ellas, ya sea a la social con pretensión de la sola adaptación al medio,[5] ya sea a la sicológica constreñida a la sicoterapia o al sicoanálisis,[6] ya sea a la ética que con su exceso de norma puede cercenar los más altos valores espirituales y morales,[7] ya sea a la biológica o física que se conforma con la cura del cuerpo.[8]

La sicoética me es nueva rama del saber que contribuye también a la eficaz formación integral del ser humano. Esta nueva área, como la moderna “bioética”, ofrece una novedad terminológica y conceptual que hace necesaria una breve reflexión para aproximarnos a su campo. Los dos términos que comprende, ψυχή [psique] y ἠθική [ética], no son dos conceptos yuxtapuestos, antes bien, interactivos. Si la sique con sus enfermedades, desequilibrios y malformaciones, no puede restringirse exclusivamente al área de la actividad médica, la ética tampoco podrá prescindir de la complejísima problemática planteada por estas graves limitaciones de la sique. La sicoética, contrariamente a la bioética, no es, en mi opinión, una de las ramas del saber ético, ni una ética que se funda en la sicología;[9] antes bien, la sicoética es ciencia que estudia las relaciones de dos campos, la sicología y la ética, que encuentran su razón de ser en un tercio incluso, la ontología o mística,[10] en el que aquéllas echan sus raíces.

La ética no podrá, de este modo, concebirse sin una apertura que adquiere dos proyecciones: formal, hacia otras ciencias afines, en especial a la sicología [11] porque ésta aporta a la ética el conocimiento, no sólo de la autenticidad o inautenticidad del sentido moral, sino también de los condicionamientos que, de toda índole, tienen lugar dentro de la persona misma; transcendental, hacia una metaética que, formándose en la ontología, sea el aval fundante de la ética y, a la vez, interrelacione las implicaciones fronterizas que obtiene de la imbricación con las demás ciencias. Esta doble proyección hay que afirmarla de la sicología: formal, apertura a la ética porque aquélla no puede prescindir de la responsabilidad del acto humano; transcendental, apertura a la ontología o mística porque a ésta corresponde determinar el origen y fin del acto humano. Esta transcendentalidad ontológica exige una definición del hombre que incluya sus dos límites irreductibles: formal, su apertura a la compleja finitud humana; transcendental, su apertura a la escondida infinitud divina. Los dos límites comportan, inseparables, dos experiencias inconfundibles: formal, intramundana; transcendental, intradeitática.[12]

—II—

Nos instruyen acerca de esta transcendentalidad ontológica los nuevos problemas que acucian a la ética y a la sicología relacionados con el entorno médico, el ámbito cultural, el mundo de las ideologías y las convicciones religiosas. Enumeramos algunos: el problema de los trasplantes, los métodos de acortar o alargar la vida o el problema de la eutanasia, las posibilidades humano-genéticas de manipular los caracteres hereditarios, el rechazo o preferencia por la fecundación artificial, las influencias sobre el comportamiento por medios mecánicos y químicos, los procedimientos sicológicos de suscitar necesidades, de cambiar la moda, de influir a capricho en la opinión pública y en las convicciones personales, la manipulación de las creencias, la libertad religiosa, política, cultural, ideológica… ¿Cómo determinar la constante y las variables de la eticidad junto con los condicionantes sicológicos si son tan diversas las sensibilidades y las formas de concebir la libertad, la responsabilidad, el comportamiento, no sólo entre las distintas culturas históricas, sino en los estadios evolutivos de una cultura determinada o, incluso, en las diversas etapas de desarrollo de un mismo ser humano? ¿Es el ser humano, a pesar de sus diferencias y desemejanzas conductuales, constitutivamente ético? ¿Qué aportan la sicología y la ética a la educación y, en general, a la formación humana? ¿Cuál es la dirección y el sentido que debe tener la sicoética en la educación de un ser humano que necesita, para su desarrollo, de la sagrada atención de otro ser humano? Añadiré que el pesimismo emblemático de Hobbes, homo homini lupus [el hombre es lobo para el hombre], queda por mí transformado en el supremo derecho y deber fundamental del que dimanan todos los demás derechos y deberes humanos:[13] _homo homini sacralitas esto es, el hombre debe ser sacralidad para el hombre.

La formación humana, integradora de los conceptos de educación y pedagogía,[14] no puede concebirse sin esta sagrada relación interpersonal. No debe existir, bajo ningún respecto, un solipsismo educacional o pedagógico: cualquier sistema o técnica supuestamente educativos que intentaran romper, no sólo esta relación interpersonal, sino también la “forma transcendente” de darse esta relación, estarían abocados al más rotundo fracaso.

La sicoética enseña que, en esta relación interpersonal, es buen educador quien, no sólo se comunica con el educando, sino que sabe hacer de la educación “arte extasiológico”,[15] esto es, un ars educandi que produce un estado activísimo de la libertad, inteligencia y voluntad del educando en tal grado que hace a éste salir de sí para unirse, con sentimiento de admiración y júbilo, a los ideales y actitudes que le son transmitidos. Formar esta conciencia extática, capaz de amar, de contemplar, recrear, asimilar y convivir el mejor bien, verdad y hermosura posibles, es el eje de todo progreso y desarrollo en la educación.

El concepto de éxtasis [del griego ἔστασις] es el de acto ontológico o energía constitutiva de la persona humana que, rompiendo la identidad [16] de la persona consigo misma, abriéndose por ello a la infinitud, se une con sus semejantes bajo aquella forma de unión con la que la exigencia necesaria del sujeto absoluto la define. La negación de esta definición del sujeto humano por el sujeto absoluto formante de esta energía espiritual o extática, que dirige y forma las fuerzas pulsionales de la sique, introduciría en la sicoética un reduccionismo sicológico y moral de carácter materialista. La conciencia extática es, en mi opinión, signo de normalidad, no sólo espiritual y ética, sino también sicológica.[17] La etimología de la palabra εκ - στασις [ek-stasis], teniendo el significado originario de “salir de para ir a”, esto es, de “elevar algo a un referente transcendental que, definiéndolo, lo enriquece”, es ajeno a las patologías significadas por los conceptos de sublimación o de enajenación. La razón es precisa: estos estados anómalos no tienen referentes o relatos transcendentales, antes bien, seudorrelatos formales de carácter ficticio o imaginario.

El educador que, por prejuicios inconfesables, se abstuviera de testimoniar su propia fe en los valores que deben inspirar su propia vida, o proyectara los disvalores de su mal ejemplo, no sólo perdería una ocasión preciosa de influir positivamente en el educando, sino que se convierte en σκανδαλίζων [skandalitson], esto es, en un seudoeducador que ha convertido su oficio en el antiarte de la manipulación y de la emboscada [σκανδαλος (skándalos)] [18] sicológica y moral. El saber moral no produce por sí mismo una auténtica madurez en la persona humana [19] como tampoco lo produce un determinado tipo de comportamiento.[20] Vincula sólo el saber que, por medio de la sensibilidad extática de la conciencia, penetra en el recinto sagrado de la persona permitiéndole captar, experiencialmente, la verdad, el bien y la hermosura de todo lo que favorece su propio destino celeste. La negación del término transcendente unitivo de la energía extática degenera en las más variadas formas de suplantación proyectiva de carácter coseístico.[21]

CUESTIÓN CRÍTICA

—I—

Si queremos abordar, sin amnesias culturales, el estudio de la sicología, de la ética o de la pedagogía, no tenemos más opción que observar estoicamente su compleja formación y fragmentación [22] dentro del marco de una historia de la filosofía cuya policromía dispar nunca ha superado un oscurantismo racionalista.

Estas disciplinas se pusieron al amparo de la razón filosófica porque creyeron que ésta les proporcionaba generosamente el estatus autonómico que, de momento, necesitaban. Buscaban las razones últimas de las áreas tomadas al ser humano: su diferencia con los animales, la justificación de su comportamiento o el fin que debía tener su educación. La inoperancia de la razón filosófica con su acentuada fragmentación y la aparición de la razón tecnológica hicieron que estas áreas del pensamiento volvieran sus ojos a las expectantes posibilidades de independencia y de progreso que, como ciencias experimentales,[23] les ofrecía el método matemático relegando como excedente inútil los problemas no susceptibles de experimentación científica.[24] La filosofía eligió, perdido su prestigio, ser el árbitro de las ciencias a cambio de que éstas [25] le dejaran abiertas algunas vías de comprensión a los problemas más preocupantes de la existencia humana: las variadas posibilidades de justificación que presenta la vida abocada a la muerte con el tema de la felicidad, la justificación racional del sometimiento a unas normas comunes, las diversas interpretaciones sobre la elección de ideales personales o compartidos, y, en general, la búsqueda de sentido respecto de las contradicciones, azares y absurdos con los que se enfrenta el hombre.[26]

La filosofía, intentando anular la metafísica, no ha conseguido desprenderse aún de su vocación metafísica a pesar de los tres anuncios modernos que, en mi opinión, han ejercido un enorme influjo a la hora de poner en tela de juicio la validez sistemática del excedente científico: la muerte de la metafísica con Hume, el requiem aeternam Deo de Nietzsche y la muerte del hombre significada por las tendencias estructuralistas. Este profetismo nihilista ha ayudado, sin embargo, a que las nuevas doctrinas, reaccionando a la descalificación hacia los valores transcendentes, respiren el frescor de los nuevos aires humanistas.

Es competencia de la sicoética recoger, precisamente, el excedente no matematizable, excedente que, ciertamente, pertenece también a aquella experiencia incuantificacional [27] que exige dar explicación del origen, esencia y fin del mismo objeto, el ser humano en todas sus dimensiones, que estudian la sicología, la ética, la pedagogía, la sociología, la medicina, la biología… Todas las ciencias estudian o tienen como última referencia al hombre. Este optimismo cientificista [28] nos ha conducido de forma irreversible, evocando el πάντων χρημάτων [pánton chrematon] de Protágoras, al πάντων έπιστήμων [pánton epistémon] que nos ofrece la nueva definición reduccionista del homo mensura: “el hombre es la medida de todas las ciencias”.[29] Mi concepción genética de la metafísica desarrolla, frente a esta razón técnica, la razón ontológica o mística.

La sicoética, lejos de enfrentarse a las conquistas del método experimental, reconoce y se sirve del mérito de estas ciencias, poniendo, sin embargo, de relieve que el ser humano es, en su intimidad constitutiva, un “yo+” sagrado capaz de ejercer, descubriendo y valorando su destino, su potestad personal. Este “yo+” es ajeno a la concepción de un ser humano que, resultado de dos conciencias, sicológica y moral, actúa también con el auxilio de sus inherentes conciencias colectivas [30] en relación de vital pertenencia con un ambiente y una sociedad. Rechazo esta concepción colectivista de conciencias, o de muchos “yo” en la persona humana, por mi concepción genética del “yo+” donde el “+” indica la apertura del “yo” a un referente infinito que, distinto de él, lo inhabite constitutivamente, divina presencia constitutiva, adquiriendo, de este modo, las diversas formas de comportamiento motivacional del “yo+”, religioso, ético, social…, no sin la dura condición de las fuerzas estimúlicas de la sique.

Es un hecho experiencial que el ser humano, lejos de buscar o refugiarse en su propia identidad, tiene conciencia de que no es sólo conciencia de sí, ni obra sólo “para sí”; es, más bien, alguien con conciencia de alguien y que obra para otro alguien. La ruptura que, por diversos medios, puede hacerse de esta constitutividad relacional lleva, entre otros trastornos, a gravísimas patologías de orden sicológico. El ser humano posee, de este modo, energía teándrica, esto es, fe en la posibilidad de codescubrir un destino con dirección y sentido, de concienciarlo,[31] correalizarlo y convivirlo. Las otras ciencias no poseen la órbita de esta intimidad constitutiva pero la sicoética se sirve de sus hallazgos.[32] La sicoética informará, por ejemplo, a la ética que una filosofía de la libertad deberá tener presente las tendencias oscuras y poderosas que surgen de la misma base del siquismo, del inconsciente [33] con sus invasiones clandestinas, con sus disfraces, sustituciones, contaminaciones… y con la imposibilidad de que el ser humano, contrario al lema socrático, pueda conocerse a sí mismo. El imperativo simplista “conócete a ti mismo” queda desmentido por las distintas falsificaciones que, por intrusión de ideas utilitarias o deformes, ha ido descubriendo la sicología:[34] la seudobondad de un débil, la seudobediencia de un pasivo, la seudoindignación de un envidioso, la seudomoderación de un mediocre, la seudopureza de un impotente, o el dinamismo sicológico de muchas ilusiones a las que se refieren, por su conocimiento profundo de la sicología, los místicos cuya experiencia tienen en cuenta los tratadistas de la vida espiritual. ¿Dónde acaba la sicología y dónde empieza la eticidad? ¿En qué consiste una conciencia moral que inconscientemente mistifica o falsea lo que la perturba sin querer reconocer su existencia?

—II—

Debemos considerar que la responsabilidad del individuo, a pesar de los atenuantes de las graves inclinaciones y tendencias anormales de la sique, no queda, en absoluto, eliminada.[35] Estos atenuantes sicológicos desmienten, centrándolo en sus justos límites, un concepto rigorista de una ética que, fundada en la esencia del hombre, exige una dimensión inamovible y válida para todos los tiempos y circunstancias.[36] Mi enunciado es preciso: no está el hombre al servicio de la ética; la ética está al servicio del hombre.

No me refiero, siguiendo el tema de la responsabilidad moral, a las anomalías que estudia la sicopatología como la paranoia o la esquizofrenia con el desdoblamiento de la personalidad, ni a las formas obsesivas graves como la sicastenia; antes bien, a ese otro montón de pequeñas manías, supersticiones, temores, extravagancias, impulsos irreprimibles… que trata también la siquiatría y que, de algún modo, influyen en el comportamiento ético.[37] Estas anomalías de naturaleza obsesiva, no grave, han aportado la distinción entre “conciencia de realizar una acción” y “responsabilidad atenuada”. Las ideas obsesivas, por ejemplo, dejan subsistir, contrariamente a la locura, la lucidez de conciencia porque son advertidas y combatidas sabiéndose, al mismo tiempo, que son falsas. Penetran, sin embargo, tan hondo en la emotividad de la persona que ésta queda inquieta acusándose a sí misma con sentimiento de culpabilidad sin poder liberarse de él. Su reacción con carácter de sinceridad, frente a quien desee excusarla o justificarla, viene a ser siempre la misma: “pero yo lo sabía”, “yo era consciente de ello”.

Entran en estas anomalías los diversos mecanismos de justificación del comportamiento cuyo signo originario se halla ilustrado en el pasaje del Génesis sobre el pecado original (Gn 3:1-24). Nuestros protoparentes proyectan su propia responsabilidad: Adán, a Eva; Eva, a la serpiente. Yahvé, sin embargo, no reprocha esta actitud justificativa porque, en el fondo, con la justificación proyectada se está reconociendo la propia debilidad del autoengaño en tal grado que la responsabilidad se vería acompañada del eximente justificativo de la culpa.[38] La justificación pertenece al mecanismo de autodefensa donde los verdaderos móviles de la acción se ocultan detrás de racionalizaciones y compensaciones, o también donde se da el desplazamiento de las fuerzas pulsionales hacia un referente que ha formado parte, o se cree ha intervenido por algún influjo, en la complejidad de la acción.[39] La responsabilidad, sin embargo, aunque puede llegar a ser mínima, en ningún caso queda destruida.

Grave importancia adquiere en la educación el sentido sicológico de la culpa. Cuando éste es patológico y causa de violenta agresividad es necesario ayudar a eliminarlo con una educación que no frustre las exigencias pulsionales. La pulsión es una fuerza vital del hombre que no se la puede destruir o regular de modo puramente voluntario. Esta fuerza bruta que anida en el ego, sede de las fuerzas pulsionales, tiene carácter estimúlico, manifestándose, por esta causa, sin dirección y sentido. Las fuerzas pulsionales necesitan, frente a esta carencia, el carácter motivacional que, poseyendo diversas graduaciones, pertenece a la potestas personae marcada por la libertad con su función intelectual y volitiva.[40] El educador tiene que descubrir, por tanto, nuevas metas humanamente aceptables y valores existenciales hacia los cuales orientar aquellas energías: sublimación llamó Freud a esta orientación; canalización la llaman algunos sicólogos personalistas.

Es de suma importancia, junto con la actitud de amor y afecto, la moderación de los padres y del educador. La forma de relación amorosa que los padres establezcan con el niño en las primeras etapas de su vida decidirán el grado de madurez afectiva que pueda llegar a alcanzar facilitando o entorpeciendo el proceso de personalización y socialización. Educador y padres no deben precipitarse en sus juicios o en sus formas de proceder sin tener en cuenta que la ética o la verdad sicológica con sus logros de orden científico, les plantean la adquisición de unos conocimientos y comportamiento sicoéticos que sean fuente de una sana sensibilidad en el trato y de una actitud confiada que son necesarias para que la formación pueda tener éxito. Según la sicología moderna es tan perniciosa la excesiva severidad como la excesiva indulgencia: son hechos negativos que llegan a idénticas consecuencias de represión. Una expresión de cólera o un permisivo dejar pasar, puede entenderlos un niño,[41] incapaz de relativizar sus sentimientos, como odio o abandono, representando así una frustración efectivamente patógena. El afecto, el amor, la aceptación y la decisión que el educador comparte con su educando son las características infalibles que pueden llevar la formación integral, no sólo del educando, sino también del educador, al mejor puerto seguro.

—III—

¿Qué se dice, finalmente, en la frontera de la sicología y la ética acerca de la conciencia moral? ¿Actúa la conciencia dentro de unos condicionamientos determinados?

El hombre, afirma la siquiatría, se presenta desde su nacimiento invadido por fuerzas pulsionales indestructibles y a la deriva sin otro fin que buscar una satisfacción material y afectiva. Estas fuerzas chocan con las prohibiciones impuestas por el exterior, sobre todo por los padres de los cuales depende el ser humano en los primeros años de su vida. El miedo imaginario a perder el afecto paterno hace que el hijo no sólo bloquee la acción prohibida, sino que introyecte y haga suya la instancia prohibitiva, creándose una especie de conciencia síquica que apela a la sola angustia y remueve de su campo cualquier representación del objeto prohibido. Esta angustia es decisiva para el paciente por cuanto que la prohibición repercute en la conciencia, más que como un hecho aislado, como sentimiento de rechazado total de su propia persona. Se mezclan, se superponen y se agitan, de este modo, una serie de pulsiones que, al ser reprimidas y no pudiendo ser destruidas, se revuelven contra el sujeto, de modo insistente y obsesivo, en forma de sentimiento de culpa. La superación de este desorden emocional puede acontecer cuando el paciente canaliza estas pulsiones pasando por la reflexión la correspondiente instancia prohibitiva. Se daría cuenta, entonces, de que los mecanismos de prohibición no quieren bloquear la fuerza del deseo o anularle como persona, antes bien, encauzarle y orientarle hacia fines reales constructivos y hacia un equilibrio afectivo para la adquisición de una sensibilidad capaz de percibir el valor ético de sus actos.[42] No es, sin embargo, tan simple la formación de la conciencia moral. Ésta se presenta, a veces, dormida, distraída, confusa, sabiendo conservar astutamente este estado para que no pueda brotar la claridad de la decisión.[43]

La valoración ética, de este modo, parece iniciarse en un sentimiento moral primitivo, específico, independiente de la percepción o apreciación intelectual del sujeto. Esto indicaría al moralista que no es suficiente, en orden a provocar una adhesión vital a la norma, el solo conocimiento frío y abstracto de las verdades morales. El juicio intelectual tendrá que ir acompañado de una reacción afectiva que, tocada por una fuerza inexplicable,[44] repercute ampliamente en su misma capacidad de captar la verdad moral y de adherirse a ella con certeza.

¿Cómo explican los sicoanalistas el origen y la formación de la conciencia moral?

El ser humano parece encontrarse bajo el dominio de fuerzas impersonales e irresistibles reunidas en la libido donde, según Freud, actúa, mediante mecanismos de introyección, el instinto primordial del complejo de Edipo realizando los elementos asimilativos y agresivos para transformarlos en conciencia moral. Este reduccionismo edipista, impulsor de la conciencia moral mediante el conflicto permanente entre los deseos instintivos y las normas interiorizadas de la sociedad,[45] es contestado por los discípulos de Freud: Yung, con su teoría de los arquetipos del inconsciente colectivo y el impulso creador del individuo; Adler, con el estilo de vida que emana del complejo de inferioridad y la voluntad de poder para la adaptación del individuo a las necesidades sociales; Fromm, con el desarrollo de las diferentes dimensiones del hombre orientadas a la realización de la libertad auténtica.

El sicoanálisis ha quedado, de este modo, escindido en métodos y doctrinas que pretenden dar razón de las anomalías del comportamiento ético con origen en aquellos mecanismos del subconsciente [46] que los sicoanalistas denominan, simplificando, complejos. Éstos mantienen al individuo en estado de parálisis mental o de transferencia de actitudes y emociones hasta que queden desalojados y disueltos, no sólo por el conocimiento, sino, sobre todo, porque se está dispuesto a afrontarlos.

Este reduccionismo sicoanalítico, que no tiene en cuenta un concepto ontológico de la persona capaz de dar a esta sicología su sentido preciso, ha redescubierto, sin embargo, lo que ya había puesto de manifiesto la doctrina cristiana por medio de la conciencia del pecado original: una naturaleza humana que, padeciendo el desorden interior, exhibe, junto a su señorío sobre toda la creación, cierta impotencia e incapacidad ante el lado obscuro y tenebroso de su conciencia.

La conciencia moral no puede, por otra parte, concebirse sin una multitud de condicionantes que inciden en la valoración del acto moral y en el ejercicio de la libertad. Estos condicionantes tienen su origen: en factores orgánicos, como el sistema endocrino y nervioso, determinaciones fisiológicas temperamentales de tipo hereditario…; en factores ambientales, como el influjo cósmico, geográfico y climático,[47] el influjo familiar sobre todo en los primeros años,[48] el influjo social, cultural o histórico…

Esta multitud de condicionantes que actúan con la conciencia moral ayudan a tener un conocimiento más eficaz del hombre, a contemplar sus diversas posibilidades de realización, y al impulso de una educación que oriente debidamente las inclinaciones por el camino que le ofrece mayor riqueza y amplitud. No queda, sin embargo, aquí el conocimiento del ser humano: su ser desborda todo afán taxonómico y determinista; su actuar es imprevisible. Toda presión, ya sea sicológica, caracterológica, medioambiental, puede ser desafiada y desconcertada, no sin la dura condición de estos condicionantes, por los recursos que proporciona al ser humano la energía extática de su espíritu inhabitado por la divina presencia constitutiva que hace de éste, a imagen y semejanza de la Santísima Trinidad,[49] un dios místico que puede establecer una comunicación inmediata como se hace, para entenderse, entre iguales. Si negamos este carácter deitático a la persona humana, le habríamos amputado, no sólo lo mejor de sí misma, sino su propia razón de ser y existir: su comunión con el Absoluto que determina, no sin la dura condición de su complejidad sicológica y biológica, la esencia de su comportamiento y comunicación con sus semejantes. La sicoética comporta, de este modo, el supuesto de una ontología o mística que, lejos de incurrir en el antropocentrismo ingenuo del método científico, se adentra en el hondo misterio que, abierto al infinito, le ofrece una antropología constitutivamente deificada.[50]

CUESTIÓN FORMAL

—I—

Toda concepción ética, sicológica, pedagógica o filosófica que solape la definición del hombre se circunscribe dentro de lo que he venido en denominar “teorías débiles”, que, carentes de compromiso, no sólo ontológico, sino también metafísico, prefieren asentarse en la insuficiencia de las diferentes formas de la convencionalidad. Si todas las concepciones acerca del ser humano utilizan el concepto de persona, la pregunta no se hace esperar: ¿en qué consiste la persona? Es evidente que nadie pone en duda que la persona es la suprema expresión del ser: el ser humano no “es” piedra, ni “es” árbol, ni “es” caballo; sencillamente, “es” persona. El ser humano, de este modo, “es +” que piedra, “es +” que árbol, “es +” que caballo, “es +” que ser…, pero no “es +” que persona porque no hay un término superior a la noción de persona que defina a la persona. Este “ser +” es la estructura abierta del “ser persona”, esto es, no existe el ser persona clausurado en sí mismo, antes bien una persona debe ser definida por otra persona. Se hace, en este punto, necesaria la siguiente pregunta: ¿en qué consiste la noción metafísica de persona? La metafísica es la ciencia cuyo objeto es el referente último de una definición que puede videnciar [51] nuestra inteligencia abierta al infinito. El máximo nivel intelectual de la definición de persona es, por tanto, de dos términos: no menos de dos, porque habríase destruido la definición de persona; no más de dos, porque un tercer término es excedente a un nivel absoluto que no puede traspasar su carácter simplicísimo. Este es el contenido, rota la identidad de incomunicación de una persona en su persona, de mi concepción genética del principio de relación [P1≑P2] consistente en dos personas [P1] ∧ [P2] en inmanente complementariedad [=] intrínseca, que, definiéndose entre sí, constituyen único sujeto absoluto, única naturaleza, única esencia… La forma genética de la relación de [P1≑P2] es la de los dos términos con sus lugares metafísicos: [“1”], un Padre con su Hijo; [“2”], un Hijo con su Padre. El enunciado es preciso: la relacional constitutividad inmanente del Padre es el Hijo, la relacional constitutividad inmanente del Hijo es el Padre. Nuestra inteligencia, abierta a este Sujeto Absoluto, denominado por la Teología “Dios”, no puede pasar de esta “videntia rationis” de la concepción genética del principio de relación [P1≑P2].[52] Corresponde a la revelación sobrenatural proporcionarnos dos datos fundamentales e inseparables que pasan, por ello, al campo de la fe: primero, Cristo revela ser Él mismo el [P2] de la concepción genética del principio de relación; segundo, Cristo revela una tercera persona [P3], Espíritu Santo, que, excedente a nuestra inteligencia, incorpora a la concepción genética del principio de relación [P1≑P2≑P3].

No puede existir, por otra parte, una definición ontológica de la persona humana sin que aquello que la constituye no sea bajo el supuesto metafísico de la concepción genética del principio de relación. Si el Sujeto Absoluto es abierto ad intra en virtud de la concepción genética del principio de relación [P1≑P2≑P3], también es, supuesta la creación del sujeto humano por el propio Sujeto Absoluto, abierto ad extra a este sujeto humano. ¿En qué consiste la forma genética de esta apertura? En dar ontológicamente al ser humano la categoría de persona. ¿Cómo? Por la inmanente presencia constitutiva de las personas divinas en el espíritu humano. Ninguna mediatización existe entre las personas divinas bajo la razón de Sujeto Absoluto y entre la persona humana bajo la razón de sujeto humano. Esta divina presencia constitutiva no puede conocerse, por tanto, por medio de argumentos: se esconde a toda búsqueda, a todo intento de conceptualización o categorización, porque la divina presencia constitutiva es lo que nos es, no sin la dura condición de las facultades y del complejo de funciones y disfunciones sicosomáticas, inmediatamente dado para alcanzar la categoría de “personas”.[53] No es el ser, ni la realidad, ni ningún otro concepto, sino la divina presencia constitutiva, lo que viene impuesto y supuesto en nuestro actuar, nuestro pensar, nuestro querer, nuestro sentir; es aquello que da forma de verdad, bondad y hermosura al comportamiento humano. La persona tiene en su conciencia, estado en que queda su espíritu inhabitado por la divina presencia constitutiva, la potestad organizadora y rectora de sus impulsos, de las fuerzas sicosomáticas y exteriores. La conciencia es un concepto relacional, del griego συν - οἴδα y del latín “con- scire”, que significa etimológicamente “saber o conocer con” o “conocer juntamente”. Queda rechazado por mí el disgenético lema socrático “conócete a ti mismo” por la genética locución teresiana “conócete en mí”. La persona humana no puede entrar sola en el enmarañado bosque de su conciencia: tiene necesidad de entrar acompañado, esto es, de confesarse con alguien.[54]

¿Qué significa la divina presencia constitutiva? “Personarse”,[55] esto es, las personas divinas se “personan”, hacen acto de presencia en nuestro espíritu creado para constituirlo como tal persona. ¿Qué es lo que hacen las personas divinas con el espíritu que crean? Una personificación, una prosopopeya ontológica,[56] esto es, una recreación de sí mismas.[57]

La divina presencia constitutiva consiste, por tanto, en el datum intrínsecamente constitutivo, patrimonio genético de la persona humana, que tiene las siguientes funciones: dar carácter personal al espíritu humano; proveer el disposicional a la libertad; presentarse a la inteligencia como “ley del conocimiento”; proporcionar el querer a la voluntad; organizar, categorizar y conceptualizar, sin necesidad de ser organizado ni categorizado ni conceptualizado; proporcionar, finalmente, al espíritu humano la ἐνέργεια, la energía extática, que lo pone en comunicación inmediata con el sujeto absoluto. La energía extática o acto del espíritu es, por tanto, una acción teándrica,[58] esto es, la acción de Dios en el hombre con el hombre.

La divina presencia constitutiva otorga al espíritu humano dos acciones que forman la energía extática: fundante, la creencia; transformante, la fe.[59] a) La primera manifestación de esta energía supuesta en la creencia es la “actitud óntica” mediante la cual el ser humano tiene la potestad de “aceptar” que está formado por una divina presencia constitutiva que le otorga la categoría de persona. Esta aceptación es compromiso ontológico: primero, de estimarse “dios místico” del “Dios metafísico”; segundo, de verificar el comportamiento que se sigue de pertenecer a este divino linaje.[60] La potestad de la persona humana es una διάθεσις [^61] [diathesis]; esto es, un “disposicional” o “radix virtutum” que, proyectándose en la inteligencia, en la voluntad y en la libertad, dispone al ser humano, no sin la dura condición de las fuerzas estimúlicas de la sique, en su recto ejercicio comunicativo con las personas divinas y con sus semejantes. b) La energía transformante de la fe, siendo elevación de la creencia al orden de la gracia santificante, pone a la creencia en estado selectivo de creer en las personas divinas, subordinando a éste los demás objetos de creencia. Dios, bajo la razón de “Santísima Trinidad”, esto es, de tres personas divinas, hácese de este modo, para el cristiano, objeto propio e inmediato de esta virtud teologal que, con la esperanza, viene formada por el amor.

—II—

La estructura formal de la naturaleza humana es, supuesta la divina presencia constitutiva, la de un espíritu sicosomatizado,[61] esto es, la unidad de tres entes, espíritu, sique y cuerpo, en la que el espíritu, inhabitado por la presencia constitutiva de las personas divinas, es la sede del yo que, con su potestas, asume, ontológicamente, la complejidad de funciones de la sique con su integral somático. La forma ontológica del acto del espíritu es la energía extática o potencia de unión que tiene como atributos la libertad con sus dos funciones: la inteligencia y la voluntad. El acto libre participa, entonces, del carácter de sus dos funciones: consciente y voluntario. La responsabilidad, atribuida al ejercicio de la libertad, consiste, por tanto, en la integridad del acto libre, imposible sin la inteligencia y la voluntad que, a su vez, actúan no sin la dura condición sicosomática de la imaginación, sentimientos, afectos, impulsos, temperamento, sentidos internos y externos… en los que ejercen su influencia la mentalidad, la cultura, la instrucción y las diversas formas del ambiente cósmico y social.

Una ética que tuviera en cuenta una especie de acto puro al modo de la razón pura kantiana, sin apercibirse de la gran variedad de condicionamientos y “persuasores ocultos” a los que el hombre está sujeto,[62] es ajena a la realidad integral del hombre; del mismo modo, una sicología que tuviera en cuenta una especie de etiología determinista, sin apercibirse de que debe quedar espacio al comportamiento ético responsable,[63] es ajena al concepto de persona humana.

¿Cuál es, entonces, la constante de la conciencia ética [64] ? ¿A qué variaciones está sujeta para que resulte el juicio teórico y el juicio práctico, los criterios de discernimiento y los criterios de decisión?

Es cierto que la persona humana tiene, por el disposicional de su energía extática, la obligación de obrar basándose en lo que hic et nunc considera mejor. También es cierto que la malitia cordis es independiente del hecho cultural de la actitud teísta, atea, o del estado de creencia en cualquier religión, de las disgenesias sicosomáticas de naturaleza biológica o síquica, o de otro tipo de condicionantes ya enumerados. Cristo corrobora el hecho de esta malitia cordis como constante del acto inmoral: “Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda hacerle impuro… Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y hacen impuro al hombre” (Mc 7: 15. 21-23).

La energía extática, por otra parte, contiene en sí el genético “votum implicitum in re”, esto es, la “buena fe”, la “buena voluntas” (Lc 2,14), que debe suponerse en toda persona humana, en virtud de la cual podría actuar, removidos todos los obstáculos sicosomáticos, culturales, educacionales, o ambientales, que lo impiden, según su propia constitucionalidad mística o deitática.

El acto moral, sin embargo, requiere los criterios constitutivos para su madurez. La libertad no es criterio suficiente: ésta necesita la capacidad de valoración ética de la acción y la capacidad de decisión, no sin la dura condición de los diferentes factores sicosomáticos, educacionales, culturales y ambientales.

Las fuerzas pulsionales sicosomáticas, siendo estimúlicas y sin propia autonomía, antes bien, abiertas al espíritu inhabitado por la divina presencia constitutiva, necesitan ser movidas direccionalmente, motivadas por la energía extática.

La acción inmoral, no es en sí misma el resultado de la transgresión de una norma ética, antes bien, tiene como supuesto inmediato la malicia del espíritu humano [65] que, degradando esta su constitutividad ontológica o mística, se despersonaliza, en diferentes grados según la fuerza de esta malicia, en ningún caso, según la dimensión de la acción. Toda acción inmoral es la manifestación de una disgenesia [66] que adquiere las características del autoengaño o de la “mala fe”, malitia cordis, que enmascara y tergiversa toda verdad, toda bondad, toda hermosura. Su consecuencia inmediata es el síndrome ontológico del anarcós del que derivan toda suerte de trastornos y anomalías en el espíritu con resultado proyectivo a la sicosomatización de las fuerzas pulsionales que, actuando sin dirección y sentido, dan lugar a manifestaciones internas o externas de las llamadas pasiones o vicios capitales. Este síndrome conduce al delirio del “yo” con exclusión de toda norma y disciplina degenerando, al final, en impotencia e inapetencia mental o emocional

—III—

Mi concepto de libertad, lejos de un determinismo transcendental, es el de una libertad formada por el amor con sus dos funciones: la fe y la esperanza. El acto inmoral nos ofrece, contrariamente, un concepto de libertad deformada o libertinaje cuya consecuencia ontológica es la patología del yo que, con su egoísmo,[67] puede degenerar, con la increencia y desesperación, en manifestaciones egofrénicas [68] y egolátricas [69] agresivas o depresivas.

La negación, por mi concepción genética del principio de relación, del seudoprincipio de identidad abre perspectivas de apertura y fundamentación al sicologismo y a la siquiatría. Quedarían superadas con el supuesto de mi concepción genética de la metafísica: una siquiatría del alma en el alma, por una siquiatría del alma en el espíritu; y una ética autónoma, heterónoma o teónoma, por una ética teandronómica.

El enunciado es preciso: la sicoética es la ciencia que estudia la acción teándrica en las estructuras síquicas y éticas del ser humano, iluminadas por una ontología propia del espíritu cuya dínamis es el éxtasis o extasiología. Esta ciencia supone, como ya he afirmado, dos condiciones constitutivas de la libertad: la capacidad de valoración ética y la capacidad de decisión en cada uno de los actos teándricos. Ahora bien, la sique posee un ego, manifestación disgenésica del yo o distorsión del yo,[70] cuya dínamis es la neurosis [71] actuante en las fuerzas estimúlicas, más que con la función motivacional de la acción teándrica o con la malicia del espíritu, por medio de las manifestaciones disgregadoras de las disgenesias del yo.[72]

La primera manifestación de la neurosis del ego es el complejo o el síndrome [73] del miedo que se sustantiva en tres estados fundamentales de carácter positivo y negativo: estados de sentimiento o afecciones duraderas y de poca intensidad;[74] estados de emoción pasajeros y más intensos que los sentimientos;[75] estados de pasión o afecciones duraderas sentidas con gran violencia.[76]

El yo no puede valorar y decidir la acción moral sin que pase por la dura condición de la neurosis con su síndrome del miedo y estados de sentimiento, emoción y pasión. Se puede sentir tendencia hacia algo intuitivamente evaluado como bueno o beneficioso, o rechazo de algo intuitivamente evaluado como malo o penoso; pero, al mismo tiempo, con esta atracción o aversión se producen una serie de cambios fisiológicos cuya finalidad estriba en que se pueda llevar a cabo la aproximación o retirada. Múltiples son las anomalías que nos dibuja la experiencia sicoterapéutica: desde la necesidad infantil de seguridad, hasta el rechazo adolescente de las normas morales, o la búsqueda de compensaciones afectivas con graves consecuencias en el carácter y en el modo de relacionarse con los demás, la evasión por medio de las drogas y el alcoholismo, los fenómenos de la delincuencia, y los dimanados de las tendencias homosexuales, de las enfermedades físicas y sicosomáticas conocidas… Múltiples son también las anomalías de orden cultural, político o religioso: desde regresiones a comportamientos primitivos, hasta las diversas formas de terrorismo, o de fanatismos fundamentalistas capaces de la barbarie y el asesinato.

Estos hechos nos dan qué pensar a la hora de reconocer los límites de responsabilidad de los actos y de las actitudes morales. Los hechos y actitudes que se derivan del comportamiento del ser humano no pueden escapar a la experiencia que de éstos tienen los médicos, los biólogos, los sicólogos, los sociólogos, los etnólogos, los pedagogos, los moralistas, los filósofos…, porque la persona humana es una realidad tan compleja que no hay ciencia única que pueda atribuirse el conocimiento de la validez y responsabilidad absolutas de la acción moral.

¿Incurrimos, por ello, en un relativismo ético? No. La razón ya la hemos reiterado: la energía extática o potencia de unión se proyecta en la libertad bajo la forma del amor, en la mente bajo la forma de la fe, en la voluntad bajo la forma de la esperanza. Estos son los disposicionales diatésicos que, no sin la dura condición de las múltiples disgenesias de orden espiritual, síquico y somático, deciden, implicando el concepto de destino, la verdad, bondad y hermosura de la acción moral.

—IV—

El tema, tratamiento sicoético en la educación, me lleva, finalmente, a intentar dar respuesta a una pregunta: ¿dónde radican las disgenesias que tienen su asiento en las funciones sicosomáticas? Hemos afirmado que es la neurosis con su síndrome del miedo, en ningún caso la libido, ni el complejo de Edipo, ni el complejo de inferioridad, ni otros supuestos en los que pretenden apoyarse las distintas teorías siquiátricas, el impulso estimúlico de las fuerzas de la sique. La perturbación angustiosa del ánimo porque suceda algo contrario a lo que se desea, o por cualquier peligro real o imaginario que se presenta a la sicología o al espíritu humanos es el síndrome donde se originan todos los complejos.

La inseguridad, por ejemplo, surge del miedo a perder algo que ya poseemos o de no poder alcanzar lo que deseamos. Si la inseguridad no da paso a la seguridad, toma las características del complejo de superioridad. Este complejo no es otra cosa que una falsa seguridad como nos instruyen sus diversas formas anómalas: la fanfarronería, la jactancia, la infravaloración de los demás, ataques a la reputación de los otros, celos, agresividad…

Otra de las consecuencias del miedo es el sentimiento de culpa con su ley proyectiva en dos movimientos con los que el individuo intenta eludir la responsabilidad: a) introspectivo o introyectivo,[77] proyección [78] hacia sí de todos los males de los que se siente culpable, de aquí las expresiones “soy el peor del mundo”, “no soy nadie”; extrospectivo o extrayectivo, los demás, la sociedad, un chivo expiatorio, es quien tiene la culpa de sus males. Este hecho está hoy, de alguna manera, reflejado también en los medios de comunicación social e, incluso, en el derecho penal.

Sin tener en cuenta los conocimientos del sicoanálisis o sicología de lo profundo es difícil resolver el complejo problema de la culpa moral. Pero tampoco es suficiente el conocimiento del complejo y su aceptación por el interesado. El hombre que hace tal o cual acto no es en su raíz ni en todos sus aspectos una tabula rasa, sino que se halla ya dirigido en cierto modo e influenciado bajo muchos aspectos que ya hemos analizado. Ni siquiera el propio educando puede hacer de sí lo que quiere, como tampoco puede hacer nada en él sus padres o educadores para que el educando supere dicho complejo. Se requiere, además de la aceptación y disposición para resolverlo, la acción divina de la gracia, esto es la mística teandría: acción de la gracia en el ser humano con el ser humano.

CUESTIÓN FINAL

—I—

La divina presencia constitutiva del sujeto absoluto es patrimonio genético del espíritu humano, herencia ontológica dada al yo humano, para constituir su personalidad: cuanto más personalice el ser humano la divina presencia que le es constitutivamente otorgada tanta mayor riqueza, tanta mayor personalidad tendrá. La personalización del yo en cuanto yo, intentando rechazar esta constitutividad, tiene el signo de una despersonalización en la que todo actuar es, en última instancia, un “sin motivo” como afirma Cristo: “Me odiaron sin motivo” (Jn 15,25); “Padre, perdónales, porque no sabe lo que hacen” (Lc 23:34). Esta actitud despersonlizante comporta una aversio a Deo y una conversio ad creaturam.

El espíritu humano inhabitado por la divina presencia constitutiva tiene la potestad de verificar su mística acción teándrica formada por la divina acción teándrica de Cristo. Cristo es, por tanto, el supremo maestro de una sicoética que no puede pasar desapercibida a ninguna de las modernas concepciones de la ética y de la sicología con sus métodos. No puede desmentirse una histórica que, con fundamento en el discurso, el testimonio y la vida de Cristo [“yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6)] ha producido una cultura de la cual todas las concepciones occidentales son, de uno o de otro modo, deudoras. Si no ha ejercido el positivo influjo que debiera, hay que pensar, más bien, en los eximentes que tienen su raíz en las innúmeras anomalías que padece el ser humano; en ningún caso, a la misión apostólica y redentora de Cristo que, Hijo del Padre, ha querido actuar con la fuerza del Espíritu Santo en la persona humana con la persona humana [«la prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abba, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios» (Gá 4,6s.)]. La aceptación o el rechazo implícitos o explícitos de este actuar redentor, por medio de la energía extática o la malicia del espíritu, fundamenta y determina todo criterio de validez o falsedad del juicio y actuación éticos: “El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama” (Lc 11,23).

La aceptación puede ser por medio de la cultura o por medio de la gracia: lo primero, es virtud de la razón; lo segundo, es virtud de la fe. La razón por la que no se ha entendido a Cristo, incluso racionalmente, nos la esclarece Él mismo: “¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Sencillamente, porque no queréis aceptar mi palabra” (Jn 8,43). Debemos aceptar algo, esto es, prestar atención, tomarlo en serio, si queremos entenderlo. Rechazar la actitud monologante, especie de autismo verbal, es una de las reglas pedagógicas fundamentales de la comunicación entre personas. La atención y la escucha, el tomar en serio al niño, al joven, al adulto, que tengo delante, es el paradigma de la actitud dialogal.

—II—

Los discípulos de Cristo modifican al seguirle o confesarle su propio comportamiento y su forma de entender (Mt 16,21). La relación que los une con su Maestro no es, exclusivamente, de orden intelectual; antes bien, es un hecho concreto de seguimiento que supone ruptura con el pasado. Esta relación amorosa no se circunscribe a una idea, un querer o un sentir; antes bien, es un acto de amor en el que va la vida entera, una vida que Él mismo va formando con la sucesiva incrementación del éxtasis.

Uno de los tantos rasgos de suprema sabiduría pedagógica de Cristo es que no dejó, personalmente, libro escrito con el fin de que los seres humanos colaboráramos con la gracia significada por el Espíritu Santo para ser instruidos con la doctrina que, a través de los siglos, fuéramos capaces de asimilar: sólo cuando los impedimentos o disgenesias sicosomáticas queden reducidas a cero ontológico [79] con la muerte, el Espíritu Santo revelará al bienaventurado la plenitud de la verdad.

Las Sagradas Escrituras subrayan, por último, los límites humanos, lo trágico de la vida, la falta moral… El hombre está llamado a tomar conciencia de esto, a expresar y confesar su propia culpa, a abandonar sus propias máscaras. El verdadero impedimiento para recibir el don de la liberación por la gracia no son las transgresiones más o menos graves y voluntarias, sino la pretensión humana de la autosuficiencia, de la autonomía total, que esconde la propia desnudez radical (Gén 3). De esta pretensión surge la búsqueda ansiosa de una seguridad basada en la propia justicia como el endurecimiento del corazón y la autojustificación del que rehúsa reconocerse limitado. Esta negativa a reconocer la propia limitación y compleja ignorancia (Jn 9,40) impide la acción de Dios. La acción ética cristiana no puede producir la ilusión de creerse justo por sus méritos y de aislarse de los demás y menospreciarlos.

La actitud pedagógica de Cristo es la de un “no temáis” que produce el efecto positivo que quiere significar dicha expresión. ¿Por qué? Porque es una actitud que tiene todas las virtudes de la energía extática: el amor, la paz, la sinceridad, la seguridad, la confianza, la generosidad… La creencia y la fe controlan el miedo con sus derivados complejos en tal grado que son inversamente proporcionales: a mayor creencia o fe, menor miedo; a menor creencia o fe, más miedo. Las expresiones del lenguaje común “voy a poner fe en esto”, “creo en esta persona”, “tengo mucha fe en que esto saldrá”, etc. son disolventes del miedo que ocultan porque la creencia y la fe son hábitos de dominio en los que el miedo va tomando la forma de aquellas virtudes que se han ejercido por causa de dominar el complejo: valor, humildad, sinceridad, confianza, prudencia…

La sicoética que plantea Cristo en orden a la educación en el éxtasis y la forma de comportamiento con el otro no se centra en normas para dirigir el comportamiento, ni en métodos de terapia sicológica para curar con eficacia. Su único principio es el amor. Pero no un amor cualquiera, sino la forma suprema de cómo debe ser este amor: “amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13:34). La razón es sencilla: Dios es amor y si Dios es amor, el hombre, deidad también a imagen y semejanza de Dios, es también constitutivamente amor, un amor cuya principal característica es dar la vida: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15:13). Esta amistad que afirma Cristo, amigo de pecadores y marginados de todo tipo, es la concepción, no de un “homo homini lupus”, antes bien, de un “homo homini amicus”, esto es, de una amistad que tiene las características de la universalidad: el amor a los enemigos, a los débiles, a los oprimidos bajo cualquiera de los condicionamientos síquicos, culturales, sociales… Un amor incondicionado, capaz de suscitar confianza, que sabe soportar, perdonar, tolerar, prever, acoger…, un amor que acepta al otro, al niño, por ejemplo, como es, amándolo incondicionalmente, y no a condición de que sea como el interesado, padre o educador, quiere que sea. Ésta incondicionalidad del amor es la característica de la geneticidad espiritual, lo que sirve de transmisor infalible para que la energía extática, esto es, la gracia divina haga del ser humano plenitud personal.



  1. Para un conocimiento general de mi concepción genética de la metafísica, ajena a una concepción biologista o procesualista, véanse mis conferencias, “Hacia una nueva concepción metafísica del ser” y “Concepción genética de lo que no es el sujeto absoluto y fundamento metafísico de la ética”, publicadas en ¿Existe una Filosofía Española? y en Raíces y valores históricos del pensamiento español, Varios, F.F.R., Constantina (Sevilla), 1988 y 1990 respectivamente. Una exposición breve de mi pensamiento pedagógico está también recogida en varios estudios presentados en años anteriores en el Ciclo de Pedagogía: “La persona no es ser para sí ni para el mundo”, publicado en VARIOS, Hacia una pedagogía prospectiva, F.F.R. Sevilla, 1992; “Prioridad de la fe en la educación”, en Prioridades y ética en orientación (1993); “Función de la fe en la educación para la paz” en Educar desde y para la paz (1994); “Formación cultural de la filosofía” en el Ciclo Filosofía y educación del pasado año.
  2. La terapia ha venido a ser una parte de la medicina que enseña los preceptos y remedios para el tratamiento de las enfermedades. Se sirve del diagnóstico que es el arte de conocer la enfermedad mediante sus síntomas y signos.
  3. Cfr. conferencia que lleva por título “La persona no es para sí ni para el mundo” en Hacia una pedagogía prospectiva, F.F.R. Constantina (Sevilla), 1992, p. 105s.
  4. Término compuesto de Θεός [Dios], ἀνήρ [hombre] y λόγος[estudio, tratado], incorporado a mi concepción genética de la metafísica y de la ontología o mística que significa “estudio de la actuación de las personas divinas en la persona humana con la persona humana”. Se ha dividido la Historia humana en dos tendencias irreconciliables: teocentrismo y antropocentrismo. Lejos de estos dos extremos, mi afirmación conciliante es precisa: “no puede entenderse la Historia humana sin la manifestación cultural de la acción sinérgica, teandrofanía, de Dios con el hombre”.
  5. La llamada “terapia ocupacional”, por ejemplo, tiene como objeto el tratamiento de diversas enfermedades somáticas y síquicas, que tiene como finalidad readaptar al paciente haciéndole realizar las acciones y movimientos de la vida diaria para su adaptación al medio social.
  6. La sicología y el sicoanálisis se sirven también de otras ciencias del hombre, incluso de problemas éticos determinados. Es conocido que muchas de las investigaciones de Freud, Piaget, Bandura y otros han abordado, desde escuelas y con métodos diferentes, cuestiones específicamente éticas.
  7. La normativa ética no puede por sí misma iluminar la complejidad de la conducta humana de acuerdo con unas circunstancias que, en aras de la sensibilidad y madurez cultural, pueden variar. La acción consuetudinaria, por ejemplo, es forma usual y permanente de conducta que tiene la eficacia de crear, descubrir, explicar o cambiar leyes con el objeto de que éstas no repriman los más altos ideales a los que, por su misma naturaleza, aspira el ser humano. Mi sentencia es precisa: el destino del hombre no está al servicio de la ética; antes bien, la ética es la que está al servicio del destino del hombre.
  8. Es de suma transcendencia la actitud humanista de un médico con su paciente. La misión de un médico no es tratar un cuerpo, antes bien, la enfermedad que, con fundamento biológico o físico, padece una persona humana implicándola en todo su ser con manifestación de su estado anímico, sus angustias y miedos.
  9. Esta última tendencia es la pretensión originaria de la “sicopedagogía”, rama del saber, también de reciente origen, que propugna una pedagogía fundamentada en la sicología del niño.
  10. Hago distinción entre metafísica y ontología o mística: metafísica, estudio de la concepción genética del principio de relación en su actuación ad intra; ontología o mística, estudio de la concepción genética del principio de relación en su actuación ad extra en la persona humana.
  11. Sin la sicología el discurso de la ética se presenta, no sólo irrelevante, antes bien, vacío porque ésta debe tener en cuenta, no sólo las motivaciones e intenciones que presiden las actitudes y los juicios morales y la génesis y evolución de estos, sino también las formas normales o sicopatológicas de sentimientos específicamente éticos como el deber, la culpabilidad, el arrepentimiento, el remordimiento, etc. El desarrollo de la moderna sicología ha abierto, de este modo, nuevas perspectivas a la valoración de la acción responsable del ser humano.
  12. La energía extática, constitutiva y santificante, proyectada en la inteligencia es la energía de la creencia o de la fe que hace que todo ser humano posea una “actitud óntica” mediante la cual ejercita la potestad de “aceptar” que está formado por una divina presencia constitutiva que le otorga la categoría de persona. Esta aceptación es compromiso ontológico: primero, de estimarse “dios místico” del “Dios metafísico”; segundo, de verificar el comportamiento que se sigue de pertenecer a este divino linaje. la experiencia intradeitática consiste en este hecho experiencial de carácter transcendente.
  13. Mi concepción genética del derecho, afirmando su carácter constitutivamente relacional, rechaza una teoría de derechos que no posean su deber correspondiente, o una teoría de deberes que no posean, asimismo, su derecho correspondiente.
  14. El concepto de educación conserva una estrecha relación con los de “pedagogía” y “formación”. El concepto de formación humana es, sin embargo, más amplio porque viene a ser el común denominador de lo que significan la educación y la pedagogía. La razón es sencilla: el sustantivo “formación” viene del verbo “formar” o “dar forma” al actuar de alguien que necesita ayuda de otro alguien, que es la característica esencial de la educación y de la pedagogía.
  15. El primero que introduce en la cultura cristiana este concepto, e[kstasi~, es Tertuliano con el significado de “fuerza de la razón obtenida por gracia divina”.
  16. No debe confundirse, ontológicamente, los conceptos de “identidad” y “singularidad”: la identidad, llevada a sus últimas consecuencias, es el resultado de cerrar la persona en su propia persona en tal grado que, sacada o separada [ἀφαίρεσις = abstracción] de aquello por lo cual es constituida, queda reducida a un seudoconcepto en el que se destruye toda comunicación, apertura o progreso; la singularidad necesita, al menos de dos términos en los que “cada cual” no es completo [σύνολος = concretus] sin el otro. El concepto de singularidad significa, por tanto, el carácter concreto, completo, que tiene un “cual” abierto a otro “cual”.
  17. La normalidad síquica —según Freud— consiste sustancialmente en el frágil equilibrio entre satisfacciones y renuncias que se van determinando en el desarrollo histórico de las relaciones interpersonales de cada uno. Coinciden la mayoría de los sicólogos, exceptuando a los que se inscriben en la antisiquiatría, en que la “normalidad sicológica”, formal o estadística, viene caracterizada por el estado de conducta que manifiesta la mayor parte de las personas. Nadie se pone, sin embargo, de acuerdo en una definición cualitativa, funcional o dinámica. Muchos filósofos, sicólogos y siquiatras se refieren a la experiencia mística como signo de normalidad. Pongo, por ejemplo, a un sicólogo gestaltista, Abraham Maslow, que defiende la experiencia mística como una de las características propias de la normalidad. El mismo K. Jung pone como ejemplo de elevado nivel cultural, no sólo la experiencia mística de ejemplos conocidos, sino incluso la creencia católica de la Asunción de la Virgen a los cielos. Es de sobra conocido el “humanismo frommiano” que acentúa la dimensión religiosa y ética descuidada por el sicologismo científico.
  18. El sustantivo griego σκανδαλος significa “trampa”, “emboscada”. Su verbo correspondiente, σκανδαλίζων, expresa la acción de emboscar, hacer caer en una trampa. Esta semántica pasa al campo moral significando “influjo negativo, manipulación, que, por la palabra o acción, incita a otros a obrar o pensar mal”.
  19. El saber por el saber pasa de largo a la conciencia porque ésta, para vincularse a una forma de comportamiento, necesita ser motivada: “Sólo cuando a través de conocimientos nuevos y auténticos se conmociona la conciencia del individuo particular o de la sociedad, de modo que de forma creativa capte el nuevo valor y quede transformada por él, sólo entonces esta conciencia moral llega a la verdadera norma y se siente vinculada a ella” [Röper A., Morale oggetiva e soggettiva, una conversazione con K. Rahner, Paoline 1972, p. 107s.].
  20. Kohlberg y muchos estudiosos piensan que la madurez moral no la constituyen tanto un tipo u otro de comportamiento cuanto las motivaciones, las actitudes sicológicas y el tipo de conciencia que hay detrás de una determinada forma de actuar. Para hacer frente a fenómenos como la expansión del hedonismo y el recurso a las drogas, particularmente en el mundo juvenil, no basta apelar a las normas éticas conocidas ya de todos, sino que es preciso saber encontrar aquellas motivaciones adecuadas que tienen en cuenta las causas desencadenantes de estas actitudes negativas: la situación económica que determina el paro juvenil, los dinamismos sociosicológicos que favorecen actitudes de pasividad, de resignación, y la incapacidad para percibir valores básicos para un compromiso serio en la vida.
  21. El sujeto que convierte intencionalmente en “cosa” su referente extático se degrada, en mayor o menor intensidad, en lo que se proyecta; esto es, queda también “cosificado”, manipulado, por aquello mismo que cosifica o manipula. Sea suficiente un ejemplo: alguien que, poniendo su razón de ser en el dinero, conforma su comportamiento y su sicología en el poder adquisitivo quedando, por este mismo hecho, atrapado en la dinámica de una riqueza cuantitativa que le exige rechazar, sacrificando valores fundamentales, lo que es obstáculo al imperio del poseer más; en este caso, el comportamiento ético y sicológico degradaría en toda suerte de corrupciones y malformaciones.
  22. Existen multitud de concepciones éticas, sicológicas y pedagógicas dependiendo muchas de ellas de los respectivos modelos filosóficos. Si me refiero a la sicología, aparte de sus divisiones en relación con los modelos filosóficos, podemos observar la enorme fragmentación que ha adquirido bajo los métodos científicos y su canalización en diferentes escuelas: asociacionista, experimental, fenomenológica, funcional, conductista, gestaltista, sicoanalítica, fisiologista, genética…
  23. Me refiero a las ciencias positivas que se caracterizan por el uso de procedimientos experimentales que llevan a resultados cuantitativamente determinables y traducibles a fórmulas matemáticas. Se obtienen de estos experimentos leyes que “explican” los hechos basándose en elementos simples y verificables en cualquier circunstancia permitiendo prever estadísticamente hechos similares.
  24. Yace aquí el problema de los límites de la cuantificación del objeto: ¿hasta dónde es posible que un objeto determinado pueda ser cuantificado? ¿qué clase de validez tiene lo que no es matematizable? La experiencia humana no se agota en lo sensible: hay aún mayor cúmulo de experiencia humana en lo no cuantificable. Esta es la razón por la que lo no matematizable es más valioso y vital para el ser humano. El influjo que deja en la conciencia lo matematizable es espontáneo y pasajero. La mayor parte de las vivencias, el origen de las diversas formas de comportamiento…, exceden al método matemático porque pertenecen a la experiencia no sensible. Este “no sensibilismo” es, precisamente, en lo que consiste la experiencia espiritual u ontológica.
  25. Surgen, de este modo, las diversas filosofías parcelarias: filosofía de la ética, de la sicología, de la pedagogía, del lenguaje…, y, en última instancia, filosofía de la ciencia.
  26. Las formas inauténticas de afrontar estos problemas, según las preferencias filosóficas de turno, han sido también puestas de manifiesto por las ciencias positivas: peligro de convertirse en ideología consoladora; incurrir en una evasión o falta de seriedad ante lo irreductible a categorías lógicas, afirmar un escepticismo en el que todo es justificable… El lenguaje de las ciencias, a su vez, no ha podido desprenderse, por ejemplo, de los juicios de valor negando o afirmando algo que no compete a la razón tecnológica.
  27. La rica experiencia humana de la comunicabilidad tiene diversos modos de objetivarse sin necesidad de recurrir a las estructuras de la lógica y de la matemática; puede acudir, por ejemplo, al lenguaje evocativo y emotivamente denso del símbolo y del mito, que, más que elaborar un pensamiento, “da que pensar”. El excedente no matematizable de la experiencia humana integral es mucho más rico que el de la experiencia sensible o cuantificacional.
  28. Recuérdese que el cientificismo es la teoría según la cual la investigación científica, extendiéndose también a todos los dominios de la vida intelectual y moral, basta para satisfacer las necesidades de la inteligencia humana.
  29. Πάντων χρημάτων έπιστήμων μέτρον εστίν άνθρωπος
  30. Algunos dicen que se dan en un mismo ser humano diversos “yo” yuxtapuestos: el yo de hijo, de padre, de hermano, de amigo, de esposo, de aldeano, de obrero… que pertenecen a nuestra personalidad profunda y radicalmente en tal grado que, si intentamos romper la relación de estos “yo” sociales, quedaríamos en una individualidad abstracta.
  31. El verbo “concienciar” tiene también sentido relacional: del griego συν οἴδα y del latín “con- scire” significa etimológicamente “saber o conocer con” o “conocer juntamente”.
  32. No sería posible hacer, por ejemplo, una buena valoración sicoética sobre la actitud de una mujer que aborta si la biología no hubiese establecido que el producto de la concepción es una realidad viva distinta de la madre desde el momento de la fecundación, o si la sicología no nos instruyera sobre los trastornos que pudieran originarse en la supuesta madre.
  33. El inconsciente es un concepto significativo de todo proceso mental que pueda deducirse del comportamiento de una persona pero del que la persona misma no se percata siendo incapaz de comunicarlo o exponerlo. Según Freud es “la verdadera realidad física; en su más íntima naturaleza nos resulta tan desconocido como la realidad del mundo exterior, y los datos de la conciencia lo presentan de manera tan incompleta como presentan el mundo exterior las comunicaciones de nuestros órganos sensoriales”. Es conocido el diverso trato que ha tenido el inconsciente en varios autores. No podemos, por ello, quedar incursos en un ingenuo “inconscientismo” reductivo de la realidad como quiere Freud y algunos sicoanalistas. No existe, para mí, esa realidad física freudiana llamada “inconsciente”, antes bien, lo que existen son estados de consciencia o de inconsciencia.
  34. Denomino a estas deformaciones “mentira sicológica” que responde a seudonecesidades inconscientes o disimuladas que se mueven en los bajos fondos del “ego”.
  35. La indefinitud de muchas enfermedades síquicas, graves o ligeras, han dejado traslucir, en muchas ocasiones, algunas exageraciones en los desequilibrios que, si bien unas veces escapan al esfuerzo educativo, otras no se ven exentos de ciertos grados de responsabilidad.
  36. Después de las investigaciones de Janet, Dupré, Bleuler, Freud, Jung, Adler, Fromm… se sabe que la estructura y funcionalidad de la sique es una cosa tan compleja que solamente un simplismo injustificado puede detenerse ante la alternativa de responsabilidad o irresponsabilidad del acto moral.
  37. La siquiatría ha descubierto, por ejemplo, formas de superstición de las que uno no puede librarse fácilmente, o temores injustificados (miedo a ruborizarse en público), o esquemas extravagantes (metas especiales que alcanzar como tocar con el dedo una serie de objetos, no pisar la raya al caminar), y, sobre todo, ciertas representaciones impulsivas e irreprimibles que, aunque no se traduzcan en actos, se descargan furtivamente a través de toda una serie de gestos esbozados (tics y palabras truncadas o deformadas que sustituyen simbólicamente la acción que se juzga inmoral).
  38. La neurosis del miedo es, en mi opinión, como hemos de ver en la cuestión formal, la causa radical de todas las anomalías síquicas; en el caso presente, la justificación proyectada de la culpa es el miedo a Yahvé por parte de Adán y Eva. El carácter egocéntrico del sentido sicológico de culpa puede llegar a deformaciones sicológicas que dependen de fuerzas no motivacionales, incapaces de aceptar los límites de lo real y la posibilidad de ser perdonados.
  39. Un mecanismo de defensa particularmente peligroso es la proyección de la culpa en “chivos expiatorios” (judíos o árabes, progresistas o conservadores) contra los que la actitud sicológica se predispone, con carácter de justificación lícita y obligada, orientando hacia ellos el desahogo de deformadas fuerzas agresivas emanadas de la culpabilidad. No estoy de acuerdo con aquellos siquiatras que hablan de un desplazamiento de la “libido normal” a la “libido dominandi” (A. Hesnard, Morale sans péché, Puf, París, 1954, p. 94). La razón es clara: no existe una libido absoluta o cerrada en sí misma como tampoco existe un subconsciente o inconsciente absolutos donde el concepto de responsabilidad ética quedaría totalmente diluido.
  40. La motivación no tiene, en mi opinión, carácter exclusivamente racional; antes bien, afecta a lo más propio de la persona que denomino “potencia de unión” cuyo acto específico es la libertad que, con sus dos funciones, inteligencia y voluntad, es formada por el amor. Motiva lo que se hace por amor, con amor, en el amor…
  41. El niño, o un educando en general, no aprenderá, con estas falsas actitudes del padre o del educador, a enfrentarse con la realidad afrontando los riesgos que la vida exige, víctima de cualquier “droga” [sicológica, moral o física] que le permita la huida a sus conflictos existenciales.
  42. El sentimiento de culpa es superado, a veces, bajo instancias anómalas por medio de la realización del acto prohibido en virtud de que la angustia no nace de actos culpables, sino del conflicto inconsciente entre el deseo y la norma. Para defenderse de semejante angustia, se pueden dar los dos extremos: o cumplir escrupulosamente la norma o rechazarla. El rechazo se observa en las actitudes inauténticas con reiteración impelente de actos prohibitivos como es el caso de delincuentes, de ciertas manifestaciones agresivas, o de fenómenos masturbatorios con los cuales se descarga la angustia nacida de la pulsión reprimida, con el resultado práctico de agudizar el sentido mismo de culpa y de establecer una “coacción a repetir” que implica una dependencia análoga a la causada por las drogas.
  43. Denomino “mentira sicológica” a este estado confuso que se caracteriza por la manipulación voluntaria o semivoluntaria del discernimiento moral bajo un estado de consciente inconsciencia.
  44. Esta fuerza inexplicable excede la competencia de la sicología y de la ética. La teología denomina a esta fuerza “gracia sobrenatural” en el ser humano que le incita, formando su libertad, a concebir y hacer el bien.
  45. La interiorización de normas es un hecho constatado; sin embargo, la forma de interiorización de normas sociales y éticas y, lo que es más importante, descubrir las razones por las cuales el ser humano debe comportarse de una manera determinada, excede al método y concepción del sicoanálisis freudiano que tendría que recurrir, abriendo el campo de la concepción sicoanalítica, a criterios de ontología, que es, precisamente, lo que Freud está rechazando.
  46. El estudio del subconsciente ha producido una gran revolución en orden al campo de la educación y en la creación artística y literaria. El subconsciente no es, en mi opinión, una parcela a modo de facultad humana, antes bien, es, como ya he afirmado, un estado de subconsciencia o de inconsciencia en el que actúa, frente a lo motivacional, la estimulidad.
  47. Importancia en la formación de la vida urbana o rural, el influjo del clima, el paisaje, la lengua.
  48. Se da a esta edad un proceso de absorción de ideas, actitudes, estilos de comportamiento, afecto…
  49. La corroboración de este hecho halla su fundamento en el texto revelado del Génesis: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza (Gn 1,26). Los conceptos de “imagen” y “semejanza” tienen, para mí, el significado ontológico de esta divina presencia constitutiva del sujeto absoluto en el espíritu creado, consistente en dar a éste la categoría de “persona”; esto es, de “hipóstasis filiada” en virtud de la cual se establece un parentesco o linaje, conforme a las palabras de San Pedro “sois linaje elegido” (1Pe 2,9), o de San Pablo “somos linaje de Dios” (Act 17, 29).
  50. Esta mística deificación, deificatio de los padres latinos y θείωσις [theiosis] de los padres griegos, fue defendida por San Atanasio y, de un modo especial, por San Agustín al afirmar Factus est Deus homo, ut homo fieret Deus [Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciese Dios] (Sermo, 128,1).
  51. El verbo “videnciar” tiene el significado de “forma de visión” o “visión bien formada”. Así, cuando se afirma “este hombre tiene visión política”, se quiere significar, no cualquier tipo de visión —visión vulgar, abstracta o informe—, antes bien, una visión bien perfilada y estructurada, de tal modo que, ante la sociedad, este hombre queda cualificado políticamente. La “videncia” metafísica es, por tanto, estado de “visión formada” que la inteligencia posee en virtud de su apertura por medio de la intuición al sujeto absoluto. Esta apertura, que la divina presencia constitutiva del acto absoluto imprime en la persona humana, es genética. Videnciar la concepción genética del principio de relación incluyendo todas sus implicaciones es tener “visión bien formada” de la metafísica genética.
  52. Mi concepción genética de la metafísica rechaza como insuficiente el monismo o monoteísmo unipersonalista. Una inteligencia “bien formada” puede, con sentido metafísico, llegar: con razón de evidencia intelectual, a un monoteísmo binitario; con razón de fe sobrenatural, a un monoteísmo trinitario.
  53. Mi concepción genética de persona consiste en la forma de definición de una persona por otra persona. Ilustro la forma de definición de la persona humana sirviéndome del significado originario del πρόσωπον [prósopon] griego: rostro, talante, carácter o categoría. El rostro o talante por el que el ser humano adquiere la categoría de persona es la divina presencia constitutiva del sujeto absoluto en su espíritu. Esta divina presencia constitutiva es carácter hereditario que hace de la persona humana mística deidad de la divina Deidad. Reside en este carácter hereditario la constitución filial del ser humano en relación con Dios: porque es “hijo de Dios”, el ser humano tiene el aspecto, el talante, el parecido, en una palabra, “la imagen y semejanza” de Dios. Este talante no es una “máscara” exterior, es rostro divino impreso constitutivamente en tal grado que, ontológicamente, “hace resonar”, per-sonare, a nuestro espíritu. Los latinos manifestaron, con el verbo “personare”, lo que yo denomino “acto ontológico personal” hecho posible en virtud de la divina presencia constitutiva.
  54. La Iglesia Católica utiliza, desde antiguo, como medio del progreso interior, la confesión y la dirección espiritual; en los tiempos modernos, recoge esta experiencia multisecular del confesor y confesando la sicología con sus métodos sicoanalíticos.
  55. El verbo español “personarse” significa “hacer acto de presencia”, presentarse personalmente en alguna parte; en este caso, es estar presente constitutivamente dando carácter personal al lugar donde hace el acto de presencia. Este lugar ontológico personalizado es la persona humana.
  56. La personificación o prosopopeya también es una característica del ser humano, sobre todo, en sus creaciones literarias. El niño manifiesta, de modo especial, este afán personalizador o prosopopéyico en los animales y en las cosas. La historia de la cultura y de las religiones constituyen una prueba fehaciente de esta “forma potestatis” que, a imagen y semejanza de las personas divinas, hace “recreativamente” el ser humano.
  57. La divina presencia constitutiva, lejos del inconsciente colectivo de Jung, es la que personalizando al espíritu humano, lo constituye en mística deidad de la divina deidad.
  58. No hay que confundir las acciones teándricas que se predican teológicamente de la unión hipostática de las dos naturalezas, divina y humana, en la única persona divina del Verbo encarnado. Afirmo, por esta causa, que nuestra acción es mística teandría de la divina teandría. La diferencia de las dos teandrías es precisa: en la persona humana, mística u ontológica; en la persona del Verbo, divina o metafísica.
  59. Mi distinción entre “creencia” y “fe” nada tiene que ver con la de Marcel al considerar la creencia como “un creer que” y la fe como “un creer en”. Las estructuras gramaticales “creer que” y “creer en” tienen, mediante las reglas de transformación que pasa por alto Marcel, el mismo sentido semántico. Pongo un ejemplo. El mismo significado posee la oración gramatical “yo creo en la existencia de Dios” que esta otra transformada: “yo creo que Dios existe”. La creencia y la fe no son, para mí, dos especies distintas; antes bien, dos formas o niveles de la virtud de la fe: el primer nivel, el πίστεος ἐνέργεια o “energía pística” que podemos llamar “creencia” es el ámbito general que envuelve, no sólo las religiones y creencias, antes bien, toda la actividad humana; el segundo nivel, fe teologal, “energía fídica” que podemos llamar “fe” no es un acto distinto, antes bien, es la elevación al orden sobrenatural del primer nivel. La afirmación de que fueran dos actos distintos introduciría, teológicamente, en la persona humana dos hombres superpuestos: el hombre viejo y el hombre nuevo. Mi enunciado es exacto: no hay superposición, antes bien, transformación. El sicoanálisis religioso puede moverse en el ámbito de la creencia o primer nivel de la fe. El ámbito propio de la fe sobrenatural es inaccesible por sí mismo a la simple creencia; sin embargo, puede reconocerse por las repercusiones sicosomáticas y otras manifestaciones por el hecho de que el ámbito de la creencia, aunque no es el ámbito de la fe, está abierto por su misma naturaleza, al ámbito de la fe.
  60. La deontología de los derechos y deberes humanos sólo puede fundamentarse con universal carácter apodíctico en este carácter deitático de la persona.
  61. El espíritu humano es creado en el mismo momento de la concepción humana. Pertenecen a la sicosomatización los dinamismos biológicoanimales heredados en parte del precedente homínido; por tanto, subyacen a los caracteres hereditarios.
  62. Las precomprensiones ideológicas y las situaciones sicológicas pueden falsear, por ejemplo, la comprensión del hombre. Estas precomprensiones pueden tener su origen en experiencias y encuentros que han marcado la vida de un ser humano y le han hecho particularmente sensible a determinados valores.
  63. Los procesos del subconsciente o la figura que el ambiente social ha perfilado en los individuos, no hacen un individuo programado de tal modo que no queda espacio para la libertad con su función intelectiva y volitiva. La libertad humana es direccional, disposicional, diatésica [διάθεσις = diathesis]; no es, por tanto, pura indeterminación. Este disposicional viene viciado por las numerosas vicisitudes de los condicionamientos sicosomáticos influidos por condicionamientos exteriores, por ejemplo, estado de nerviosismo a consecuencia del desempleo, la competitividad por el puesto de trabajo. No se trata, por tanto, de saber si un determinado comportamiento es o no ético, sino, más bien, en qué condiciones sicosomáticas y ambientales puede decirse que este comportamiento es expresión de una personalidad moralmente madura.
  64. Siempre hay obligación de obrar basándose en lo que hic et nunc se considera mejor.
  65. La malicia del espíritu adquiere múltiples matizaciones y graduaciones en virtud de que se realiza mediante el ejercicio de una libertad deformada con el concurso de la consciencia de la inteligencia y el consentimiento de la voluntad no sin la dura condición de las condiciones sicosomáticas internas y externas.
  66. Mi sistema lleva la geneticidad más allá de la biología: la geneticidad del espíritu es de distinta naturaleza que la síquica o que la somática; del mismo modo, existen las disgenesias del espíritu, atribuibles sólo a la malicia de éste, y las disgenesias de la sique y del cuerpo que, en parte, tienen el supuesto de aquél.
  67. El egoísmo es el estado de un individuo que, aunque es capaz de actos generosos, pone su yo como centro de interés de todas las cosas. La egología es la parte de la sicoética que estudia las manifestaciones del ego. El ego es proyección en la sique de los estados disgenésicos del yo.
  68. La egofrenia es el estado agresivo o depresivo de un individuo que, disminuida al mínimo su capacidad para acciones generosas, convierte a los demás en una especie de esclavos.
  69. La egolatría es el estado agresivo o depresivo de un individuo que, centrando todo hacia sí, encuentra su razón de ser en el culto a su personalidad.
  70. La manifestación disgenésica del ego es relativa y es susceptible de graduación.
  71. La neurosis es, para la siquiatría, un trastorno sicológico o fisiológico, menos grave que la sicosis, pero lo suficientemente grave como para limitar la adaptación social del paciente y su capacidad para trabajar, que suele atribuirse a algún conflicto emotivo inconsciente. La sicosis es ya una enfermedad mental caracterizada por desarreglos de tipo cognoscitivo tan graves (a menudo con la presencia de ilusiones o alucinaciones) que la adaptación social se hace imposible y el paciente debe ser sometido a vigilancia médica. Admitiendo estas definiciones de la siquiatría, entiendo la neurosis en un sentido más amplio
  72. Las disgenesias espirituales y sicosomáticas que no tienen el supuesto de la malicia del yo no son causa de responsabilidad moral; antes bien, intervienen como atenuantes.
  73. Síndrome es el conjunto de síntomas o de fenómenos anómalos que caracterizan el complejo de funciones pulsionales de la sique con repercusiones frecuentes en lo somático.
  74. Ej.: simpatía, compasión, antipatía, rechazo…
  75. Ej.: impresión por un hecho o acontecimiento, angustia…
  76. Ej.: enamoramiento, venganza…
  77. La introyección es un mecanismo de defensa que consiste en una tendencia a incorporar al yo las cualidades de otras personas.
  78. La proyección se atribuye al mundo externo procesos síquicos reprimidos que no se reconocen de origen personal.
  79. La reducción a cero ontológico no significa aniquilación, pues Dios no aniquila lo que crea. Consiste en esto el principio de la conservación creadora.