HOMBRES (instinto-espíritu)
HOMBRES (instinto-espíritu): El “hombre-espíritu” y el “hombre-instinto” son dos tipologías en las que se polarizan el comportamiento y la actitud espiritual del ser humano. El hombre-instinto lo pone bien de relieve el pensamiento nietzscheano y coincide con la concepción paulina de la “carne” como sede de las pasiones y del pecado; el hombre-espíritu es, al contrario, el que encarnan los santos a imitación de Cristo. Si queremos hablar con propiedad del “hombre-instinto” y del “hombre-espíritu”, debemos ver la diferencia entre lo instintivo del alma y el patrimonio ontológico del espíritu. El cuerpo es un compuesto de millones de células, que dan lugar a los diversos órganos, aparatos y sistemas. El alma, por su parte, es compleja, determinada por un conjunto de funciones sicológicas y sicofísicas en las que interviene también el complejo instintivo, sensorial y estimúlico. El espíritu, finalmente, lejos de la compositividad del cuerpo y de la complejidad del alma, es simple, y no puede ser sometido a la CUANTIFICACIÓN ni al experimento. Nuestra alma es espiritual en virtud de que las funciones síquicas son asumidas por el espíritu. Este es la sede de las virtudes y de los valores, PATRIMONIO GENÉTICO espiritual de todo ser humano en virtud del cual es persona a imagen y semejanza del modelo absoluto . Nos es infundido este patrimonio en el momento de la concepción con la libre creación, por Dios, de nuestro espíritu, haciéndonos mística DEIDAD . El espíritu, sumergido en la complejidad instintiva y pasional del alma, queda prácticamente anulado, de tal modo que el ser humano, en esta situación, más parece animal que persona. Según nuestro autor, el alma o sique es asumida, ontológicamente, por el espíritu en tal grado que aquella no posee ACTO ONTOLÓGICO, sino solo lo posee el espíritu; en caso contrario, habríamos incurrido en el “tricotomismo”. Los “hombres-instinto” no son una categoría esencialmente inferior a los “hombres-espíritu”. Su diferencia es solo moral y no ontológica. Los “hombres-instinto” no se comportan conforme a su naturaleza espiritual, sino que la degradan moralmente cuando obran el mal dejándose llevar de sus inclinaciones y pasiones a la deriva, que influyen directamente en el alma.
El fundador de la Escuela Idente se atreve a afirmar que la mayoría de los hombres viven en el mito de la caverna platónica, en la doxa y en las circunstancias existenciales de las que hablaba Ortega y Gasset[1]. Uno de estos individuos es liberado, colocado frente a la luz, y contemplando una realidad más profunda y fundamento de la primera, construida solo sobre apariencias. Este hombre es conducido hacia el exterior de la caverna a través de una áspera y escarpada subida. Después de muchos esfuerzos, consigue salir del antro y se encuentra con el Olimpo (con el cielo). Este otro mundo es de mayor realidad, es un mundo de ser, maravillosamente existencial. Todo en él es auténtico, es ousia; no hay opinión, todo es evidencia. Todo es lo que es, lo que debe ser, lo que tiene que ser, lo que no puede ser de otra manera; sencillamente, porque es. Este hombre extraordinario, una especie de santo, de héroe o de científico, se siente obligado a penetrar otra vez en el interior de la caverna para liberar a sus antiguos compañeros y decirles que hagan su mismo esfuerzo para que vean lo que él ha visto: el existir purísimo, lo inmutable, lo que es siempre del mismo modo, la verdadera vida. Porque él vio que la vida ‘está fuera’; sin embargo, lo que se vive dentro de la caverna es la muerte. La reacción de la humanidad es reírse de él con incredulidad: ‘No es verdad ni posible lo que habla; la luz que dice ver le ha dejado ciego’. ¿Por qué esta incredulidad? – Por el egotismo mental en el que viven muchos hombres y, en consecuencia, por la diferencia entre el instinto y el espíritu: el instinto es la caverna; el espíritu es el celeste Olimpo. El espíritu se muestra como un recién nacido con la luz, y es simple; el instinto es como un ente oscuro, opaco, con complejidad de funciones psicosomáticas y regido por las pasiones negativas, fruto del pecado original y de los propios pecados.
El instinto, también en filosofía, busca la afirmación de sí mismo, el ‘quedar sólido’ como una piedra, o arraigado como un árbol, o instalado como el pez en el agua. Las fuerzas íntimas del espíritu son las virtudes «activantes y energéticas para poder residir en la región de Cristo, en el Olimpo, donde está lo verdadero, lo bueno y lo hermoso». En la caverna está lo falso, lo malo, lo feo, el dolor y la pena. El instinto es mundo, doxa y oscuridad; el espíritu es cielo, poesía y luz. Es la lucha entre el yo espiritual y el ego anímico. A veces, las pasiones instintivas del alma parecen sublimarse adquiriendo cierta luminosidad. ¿A qué se debe esto? – Al rayo de luz propio del espíritu; es la virtud que está presente y presta un servicio a la pasión para hacernos ver que las cosas necias pueden parecer sabias y las mezquinas nobles. Nos hacemos hombres-instinto cuando domina en nosotros la complejidad psicológica, con sus inclinaciones negativas, deteriorando nuestro patrimonio espiritual e insensibilizándonos al mundo de la gracia. Los hombres-instinto son hombres-sombras, con una razón egótica y cerrada. Los hombres-espíritu, con una razón abierta, que es confianza, penetración, e inmensidad, y que han hecho suya la ciudad de la cruz que tanto amaron los santos, son hombres-luz; pues Dios es luz y los justos brillarán como el sol en el Reino del Padre (Mt 13,43).
El hombre-instinto necesita del rayo de luz del hombre-espíritu, para descubrir el estado deitático en el que somos todos los seres humanos por definición, en virtud de la divina presencia constitutiva del absoluto en nuestro espíritu. Los hombre-instinto incluso hacen un Dios a su imagen y semejanza: dicen creer en un Dios Creador, pero no hacen su voluntad; dicen que Dios es la respuesta a su vida, pero siguen apegados a sus propios juicios; dicen que tiene que haber otro mundo donde se hará justicia, pero no hacen nada por conseguirlo. «Dios no puede ponerlos en estado de contemplación, porque solo quieren ser ellos mismos, y solo hablan a Dios de sí mismos»[2].
El hombre-espíritu, el ciudadano de la Ciudad de la Cruz, se agarra a la cuerda que Dios le tiende (la gracia) para salir de la caverna, del mundo instintivo. La santidad es escalar la pared de la caverna, salir de nuestro ego para ingresar en la región celeste del espíritu, y así ser máximo espíritu y mínimo instinto. Este trabajo lo realiza la ASCÉTICA, que es una ética selectiva o especializada en relación con el bien y con el mal, para ser espíritu frente al ego. A esto se llama vivir la santidad. La santidad, más que poseer un conjunto de VIRTUDES, sería el juicio estimativo que hace la persona, con su espíritu, acerca de su destino, que en este mundo es la propia vida espiritual; no es solo un estado moral de vivir[3]. Los santos son los ciudadanos de la civitas crucis, como extraídos de la caverna para que salgan a la región de la luz y testifiquen a los de la caverna la verdad divina que, posada inhabitante, está en nuestro espíritu. Los santos experimentan no solo la muerte física, sino la muerte moral e, incluso, la ontológica, y hablan de la verdad suprema, de un mundo celeste y puro, de la generosidad y del amor: «Testificarás aquello que Yo te estoy dando y que ya eres tú».
Los hombres-instinto hablan solo de cosas de este mundo. Los hombres-espíritu hablan de las cosas de ese otro mundo visto: del mundo celestial: «Tengo visto ese mundo de luz porque trepé por las paredes de la caverna, y apoyando mis pies y mis manos sobre ella, sobre los recovecos, los relieves, los quiebros de ese muro, sujeto a la cuerda que Dios me lanzó, quedé maravillosamente instruido acerca de la luz»[4]. Esta es la filosofía de la luz, de todo cuanto es luminoso, lúcido, maravillosamente hermoso, espiritual, íntegro y que conmueve.
El hombre-espíritu necesita reducir su alma instintiva, estilizarla, para adelgazar su ego y ser más dócil al espíritu y al don divino de la luz. Aunque Dios no es alma, sino Espíritu, y nos llama a ser espirituales como Él, siguiendo las palabras de Cristo (Mt 10,39) de “perder el alma para encontrarla”, que es como decir «no te hagas filosofías con tus instintos, olvida tu alma egotizada… para que tu alma sea verdaderamente espiritual»[5]… «Hazte con el espíritu porque yo soy espíritu y te quiero espíritu también como yo…Reduce el ego de tu alma a su mínima expresión de tal modo que yo la transforme en CARISMA de lo que tú eres: verbo amante»[6]. Hay que hablar el lenguaje del espíritu y nunca el lenguaje del ego, que «no lleva a ningún sitio, no tiene destino, carece de predestinación, es pura doxa fugacísima»[7]. Hay que pedir a Dios: «Líbrame, Señor, del lenguaje del ego y tenme incluido siempre en esa universidad donde eres Tú mismo, personalmente, quien enseñas esta gran filosofía, esa gran filología del celestial lenguaje con el que doctoras a los santos en la civitas crucis. Con eso quiero decir, Señor, que me sumas en una amnesia completísima de la sintaxis y morfología de ese lenguaje y de esa gramática del ego. Que comience ya por no cometer faltas de ortografía… Que seas Tú quien me examine conforme al lenguaje del espíritu; y aquí sí me des sobresaliente con la cruz, porque he ido a vivir de la luz, nunca de las sombras sórdidas de mi ego»[8]. Toda la vida de F. Rielo fue un grito: «¡Padre, te he querido siempre y siempre te querré; me he pasado toda mi existencia pidiéndote auxilio…! ¡Padre, te pido perdón por mis equivocaciones y por las posibles faltas que pueda cometer hoy!»[9]. Los santos vivieron, en este mundo, «el purgatorio y la desesperación de estar locamente enamorados de un Padre al que se adora con toda la mente, con toda la voluntad, y con todas las fuerzas»[10].
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