DOLOR DEL AMOR

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DOLOR DEL AMOR: En F. Rielo se da una complementariedad, existencial y poética, entre el dolor y el amor. Utiliza frecuentemente la frase: dolor del amor. Y la poesía, le sirve de mediación privilegiada para expresar lo que significa el dolor propio y ajeno: «El poema es cárcel donde cumplen condena los gemidos del poeta»[1]. Como poetiza en su Dolor entre cristales[2]: «El hombre es su dolor: / nace con labio roto / por el que su palabra / se despeña entreabierta. / Su palabra final / ciérrase con la muerte. / Y después de la muerte, / suficiente es su ser / para explicarse a un Dios / que es amor, no lenguaje». Solo la fe y la esperanza, asumiendo la realidad de la muerte, del dolor, y de las sombras, pueden descubrir que en el thánatos humano, transformado en don por Cristo, se da también el germen de una vida nueva cuyo fruto se desarrollará hasta su plenitud. Por eso, cincela en uno de sus proverbios: «No existe muerte sin surco / ni surco sin espiga…»[3].

Ante el dolor, en su pensamiento y en su poesía, nuestro metafísico y poeta habla, con fe firme y arraigada esperanza, de la resurrección de nuestro cuerpo, transformado y glorificado según el modelo del cuerpo resucitado de Cristo. Esta es nítida enseñanza paulina: «Pero nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas» (Fil 3,20s).

Mientras tanto, en esta vida, nuestro cuerpo sufre: «mi carne en su herida permanec»[4]. Nuestro cuerpo queda sometido a la servidumbre de la corrupción, y no sabemos por qué: «Nuestra carne es hermosa criatura / que no entendemos por qué nos duele»[5]. San Pablo lo concibe, unido al cuerpo de Cristo, dotado de incomparable dignidad; por eso, nos exhorta a glorificar a Dios en nuestro cuerpo (1Cor 6,20) porque ha de resucitar como el Señor (6,14), porque es miembro de Cristo (6,15), y porque es templo del Espíritu Santo (6,19). Sin embargo, esta dignidad no alcanza su máxima expresión en esta vida porque porta también la miseria terrena y la corruptibilidad de las que será despojado el cuerpo resucitado.

La ASCÉTICA rieliana, lejos de castigar al cuerpo, se centra, sobre todo, en la mortificación de las pasiones cuando estas no se dejan guiar por el amor en orden a cumplir su fin propio. Nuestro poeta místico no habla en su poesía de la mortificación voluntaria o sobreañadida del cuerpo; le es suficiente ofrecer el sufrimiento y las enfermedades causadas por los sucesos propios de la vida. Los episodios cruentos no le son escasos en sus casi veinte intervenciones quirúrgicas: gastrectomía subtotal, amputación de su pierna derecha, fractura del húmero derecho, herniografías, colecistectomía, prostatectomía, etc. Así nos lo hace saber el propio Rielo en una de sus confidencias: «Todo este estado de invalidez que me ha ocurrido fue debido a un ofrecimiento hecho a Cristo: «sea mi cuerpo altar, holocausto, sacrificio, como el tuyo, con el objeto de poder comunicar al ser humano lo que ya incoadamente es en virtud de tu universal gracia redentora»[6].

La poesía rieliana no tiene una concepción del cuerpo como negatividad; así lo cincela en Dios y árbol: «Dios hizo tu alma con carne / para que tu alma latiera…»[7]. Ni tampoco ostenta un optimismo ingenuo del cuerpo, como nos demuestran dos alejandrinos de Dolor entre cristales: «El hombre no se muere. Muere solo la carne / que en sí misma no sirve para emprender el vuelo»[8]. Sí hay, en cambio, en la poesía de nuestro autor, una sacralización, una concepción mística del cuerpo, como atestigua, por ejemplo, el primer verso del soneto de En las vírgenes sombras: «Acarrea cielos mi frágil carne»[9]. Nada más lejos esta poesía de una concepción laicista del cuerpo como la que leemos en la poesía actual: un cuerpo que, más que servir al espíritu, se queda solo en carne, en sensualidad, en instintividad; por eso, nuestro poeta increpa: «Beso, por favor, no te vistas de carne. / La carne me fastidia»[10].

El dolor penetra en todas las fibras del cuerpo, del alma y del espíritu de nuestro poeta; hasta Dios mismo le duele, sin que, por ello, le falte la alegría. Así nos lo revela en su libro de entrevistas: «Yo no he salido nunca del dolor, por lo menos del dolor de espíritu, agravado, claro, por otras circunstancias físicas, pero es, sobre todo, Dios quien me duele. Yo le digo “Tú eres mi dolor”. Alegría y pena se entrecruzan, de este modo, en mi alma: son los dos brazos de una misma cruz que, clavada en tierra, mira al cielo»[11].

El amor y el dolor están unidos en la poesía rieliana, pero no de cualquier manera. Es el amor quien se lleva la primacía en tal grado que el dolor, todo el dolor de su cuerpo, de su alma y de su espíritu, se transforma en el inefable dolor del amor: «No tengo palabras para poder explicar este desposorio entre el dolor y el amor, la tristeza y la alegría. Solo sé que el dolor y el amor inmolan mi cuerpo, mi alma y mi espíritu»[12].

También la concepción mística de la tristeza es, lejos del carácter sombrío de la tristeza del mundo[13], el estado producido por este dolor del amor, una «forma de dolor —nos confiesa nuestro poeta místico— que siempre me ha acompañado; es decir, el sentir o, más bien, padecer que mi vida en este mundo es un exilio»[14]. Esta tristeza es, además, un estado de íntima soledad que nuestro poeta, por no encontrar hábitat en este mundo, ha sentido desde su más tierna infancia en tal grado que, como él mismo nos narra, necesitaba estar acompañado de su Padre Celeste: «Sentía ya la necesidad, desde niño, de este Ser supremo, que para mí tiene especial referencia al Padre porque se me manifestaba, me tocaba, contactaba conmigo… Siempre nos hemos comunicado. […] …en mis primeros juegos, en mis primeros movimientos de niño, mi Padre Celeste jugaba conmigo y estaba presente en mi cuna. Recuerdo en una ocasión, no tenía todavía un año, cuando, sintiéndome solo en la cuna, Él se me presentó cubriéndome con sus caricias»[15].

¿Y cuál es el sentido último de esta tristeza, de esta soledad interior, que conoce, y va unida, al gozo espiritual? La continua espera del encuentro total con el Padre: «mi alma triste / de esperarte / tanto»[16]; o también esa añoranza de un hogar celeste donde reside su verdadera familia divina: «No busco directamente el cielo ni delectaciones o gozos divinos: solo el hecho de amarles por ser quienes son. Si estoy en un momento que podríamos decir de cierto gozo espiritual, se me hace presente, al mismo tiempo, la distancia, la no visión inmediata, la no posesión explícita: no ha llegado el instante de darles el eterno abrazo. No en vano son mi familia divina y el cielo, mi hogar»[17].

Esta especie de melancolía, esta añoranza por la vida eterna, por la consecución de su destino amante, es una constante en la poesía rieliana que le hace sentir esa tristeza, «imagen de la tristeza que Cristo padeció a su paso por este mundo»[18]: «Oí, Padre, tu voz: tristeza seas quiero/de tu encarnado hermano al pasar por el mundo/incontrito que aliena a mi veraz sendero»[19].

Diríamos que es una tristeza que ha marcado siempre la vida de nuestro poeta; quizás una tristeza, más que anímica, esencial. Atendamos a sus propias palabras: «Se dice de san Francisco de Asís que Dios lo hizo en un momento de alegría. Yo digo de mí mismo que “Dios me hizo en un momento de tristeza”. Hay un precioso verso de César Vallejo [“Yo nací un día / que Dios estuvo enfermo. / Grave”] al que haría, modestamente, la siguiente modificación: Yo nací un día / que Dios estaba triste / tristísimo»[20].

La concepción mística de la tristeza es el contenido de la mística aflicción del cristiano, una aflicción que no es la del joven rico, que se va triste porque prefiere sus riquezas a Jesús (Mt 19,22), ni es la tristeza de los que, hipócritamente, ayunan para ser vistos (Mt 6,16), ni siquiera es la tristeza de aquella señora que, pasando por virtuosa, hace exclamar a san Francisco de Sales: “Un santo triste, señora, es… un triste santo”. La concepción mística de la tristeza se refiere, más bien, a la aflicción por las tribulaciones, persecuciones, trabajos, sufrimiento, justicia, amor al prójimo, etc. por causa de Cristo. De este modo, el contenido de la mística aflicción, el significado más hondo del don de lágrimas es la inmensa tristeza del ser humano unida a la inmensa tristeza de Cristo. La tristeza, entonces, adquiere sentido porque no se queda solo en tristeza; antes bien, se encuentra entre el dolor del amor y la alegría del amor: no existe dolor del amor sin alegría del amor, ni existe alegría del amor sin dolor del amor. Esta aflicción es la tristeza que Cristo eleva a bienaventuranza: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados» (Mt 5,5).

La condición de la experiencia mística es la actitud moral positiva: no puede recibirse la gracia si uno no quiere, porque la gracia puede, libremente, ser rechazada. Por eso, el autor de Los hijos del encuentro nos confiesa que su vivir ha sido ajeno «al denso reino de las sombras»[21]; ha sido el “monje solitario”[22] de su cuerpo, al que acepta amorosamente como es: «si mi carne es polvo, / tú, oh tierra, eres mi amante»[23]; al que consuela en cada instante: «Yo le digo: —Calla, no llores. / Yo le enseño a que ame a los buitres. / […] / Oh cuerpo doliente: —Créeme. / Cree que, aunque yo no soy tú, / al fin te quiero / con todo mi aliento»[24]. ¿Por qué este consuelo, esta ternura con un cuerpo tan lacerado, que tanto le molesta? Porque cada sufrimiento es nueva piedra trabajada, labrada, por ángeles para “nueva morada” de «carne de roca viva / por haber sido manantial / de virgen lágrima inocente»[25]. Y es que las lágrimas, toda lágrima del ser humano, tiene un precio incalculable: «Es más grande una lágrima en el suelo caída / que todo el universo»[26].

¡Cuánta lágrima queda, desde luego, cincelada en el verso rieliano! Algunos de los títulos de sus obras lo demuestran: Llanto azul, Pasión y muerte, Dolor entre cristales… ¿Qué tiene la lágrima para que, místicamente, sea tan valiosa? Una de las transfiguraciones de nuestro autor parece darnos la respuesta: «No hay lágrima de la que Dios/no guarde preciosa memoria»[27]. Si Dios es omnipotente y misericordioso, ¿por qué tanto dolor en un ser humano impotente, arrojado sin remedio a la muerte? Solo la experiencia del místico parece darnos respuesta: «Si me refiero al MAL físico, tengo de él la experiencia mística de no ser por simple permisión divina; antes bien, verdadera ‘concesión’ sobrenatural, rubricada con mi libertad, para un bien personal consistente en la unión incrementativa de amor con el signo de la crucifixión en mí con Cristo para gloria de nuestro Padre común; con la del Padre, concelebrada por el Hijo y el Espíritu Santo, la que por ellos me está siendo comunicada»[28].

Sin embargo, esta gloria divina comunicada al místico es extensiva a todo ser humano en virtud de que la pasión doliente de Cristo asocia, para celeste gloria, su dolor con nuestro dolor. Así se expresa nuestro teólogo místico: «La consustancialidad de la naturaleza humana de Cristo con la nuestra incluye compartir amorosamente su dolor con nuestro dolor de tal modo que Él mismo, haciéndose con todos y cada uno de los sufrimientos del ser humano, transforma el castigo originario del dolor y de la muerte en místico holocausto de amor por la gloria de un Padre concelebrado por el Hijo y el Espíritu Santo (Véase Concelebración). La pasión doliente de Cristo ha sido transformada por Él mismo en celeste gloria para los seres humanos; en este sentido, el dolor humano, unido al dolor de Cristo, es fuente de gloria celeste»[29].

Esta gloria comienza ya, de alguna manera, en esta vida, aunque unida al dolor, pues, in statu viae, no hay gloria sin cruz, ni cruz sin gloria; ni hay alegría sin dolor, ni dolor sin alegría: Cristo crucificado, es cierto, nos une a su dolor, pero con su dolor en nuestro dolor nos aporta una paz y una alegría como no las puede conceder este mundo y, al mismo tiempo, Cristo nos infunde la esperanza ciertísima de la posesión beatífica y la resurrección gloriosa al final de los tiempos. La cruz tiene por fuera un aspecto amargo, pero, por dentro, su savia es caña de azúcar, dulcísima[30].

Tras la victoria de la cruz, viene la gloria; tras la destrucción de la muerte, viene la resurrección. La concepción mística del cuerpo no puede circunscribirse a un cuerpo para la muerte, antes bien, a un cuerpo para la resurrección unida a la resurrección de Cristo. Por eso, san Pablo nos revela que «gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo» (Rom 8, 23); y precisa aún más: «Gemimos en este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celeste» (2Cor 5, 1) ya que hemos sido destinados a que Cristo una a su resurrección “los huesos de los muertos”. Este anhelo de rescate no es sin compartir la agonía de Jesús, sin pasar por un Cristo crucificado que une su sufrimiento, su carne, su muerte, a nuestro sufrimiento, a nuestra carne herida, a nuestra muerte, para resucitar luego con Él: «Si nos hemos hecho una misma cosa con Él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante» (Rom 6,5). Frente a la actitud maniquea, la revelación afirma que Dios no puede ser origen del MAL. El mal ni es un absoluto, ni tiene razón última de ser. Por eso, una teología cristiana concibe que Dios, lejos de desinteresarse por el mal, asume el MAL en Cristo para destruirlo, disolverlo[31]. No es, pues, Dios quien inflige el MAL, antes bien, lo que hace es conceder la gracia que Cristo ha unido al dolor hasta que este quede destruido para siempre: «Dios hace que todo concurra al bien de los que le aman» (Rom 8,28). Y hasta que la muerte no suceda, el alma del poeta es alma que vive en «la carne que trémula le acoge»[32]; es «alma en carne»[33] que, esperando su liberación, cuenta el abrumador tiempo somatizado que le falta: «Tú eres, carne, el tiempo que a mí me falta»[34]; y es también alma de “lágrimas en carne”[35] cuyo amor puede descansar en la carne dormida: «Y el amor descanse en nuestra carne dormida/Mi carne… ¡Pobrecilla!»[36].



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  1. F. Rielo, Transfiguración, FFR, Constantina (Sevilla), 1988, 138.
  2. Los poemarios publicados de Fernando Rielo, y que iremos citando, son los siguientes: Dios y árbol, ed. Rumbos, Barcelona, 1958; Llanto azul, Ornigraf, Madrid, 1978; Paisaje desnudo, Ornigraf, Madrid, 1979; Pasión y muerte, Ornigraf, Madrid, 1979; Dios y árbol, Ornigraf, Madrid, 1980; Noche clara, Ornigraf, Madrid, 1980; Transfiguración, FFR, Constantina (Sevilla), 1988; Balcón a la bahía, FFR, Constantina (Sevilla), 1989; Dolor entre cristales, FFR, Constantina (Sevilla), 1990; En las vírgenes sombras, FFR, Constantina (Sevilla), 1994; Los hijos del encuentro, FFR, Constantina (Sevilla), 1999.
  3. F. Rielo, Transfiguración, ob. cit., 139.
  4. F. Rielo, Los hijos del encuentro, ob. cit., poema 14, 27.
  5. F. Rielo, Transfiguración, ob. cit., 150.
  6. F. Rielo, Diálogo, ob. cit., 76.
  7. Ibid., 67.
  8. Ibid., 26.
  9. Ibid., 122.
  10. F. Rielo, Dios y árbol, ob. cit., 81.
  11. F. Rielo, Diálogo, ob. cit., 103-104.
  12. Ibid., 102.
  13. San Pablo distingue la “tristeza según Dios” y la “tristeza del mundo”: «La tristeza según Dios produce una penitencia de la que no hay que arrepentirse; la tristeza del mundo lleva a la muerte» (2Cor 7,10). La tristeza según Dios o “tristeza mística” tiene la capacidad de transformarse en alegría. Esta es la tristeza de los discípulos de Jesús cuando les anuncia que se va a ir al Padre: «Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría» (Jn 16,20).
  14. F. Rielo, Diálogo, ob. cit., 100.
  15. Ibid., 29.
  16. F. Rielo, Llanto azul, 95.
  17. F. Rielo, Diálogo, ob. cit., 104.
  18. F. Rielo, Diálogo, ob. cit., 102. La tristeza de Cristo es patente en todo el Evangelio: se entristece por el endurecimiento de los fariseos (Mc 3,5), se entristece con lamento por Jerusalén (Lc 19,41), se entristece por la muerte de Lázaro (Jn 11,35), se entristece en la agonía del Getsemaní: «Y tomando consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dice: “Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad conmigo”» (Mt 26,37-38).
  19. F. Rielo, En las vírgenes sombras, 79.
  20. F. Rielo, Diálogo, ob. cit., 102.
  21. F. Rielo, Los hijos del encuentro, poema 5, 18.
  22. Id_._
  23. F. Rielo, Pasión y muerte, 82
  24. Ibid., 80.
  25. F. Rielo, Los hijos del encuentro, poema 5, 18.
  26. F. Rielo, Dolor entre cristales, 45.
  27. F. Rielo, Transfiguración, 153.
  28. F. Rielo, Diálogo, ob. cit., 170.
  29. Ibid., 148.
  30. Ibid., 79.
  31. «Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en una carne semejante al pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado en la carne» (Rom 8,3). Cristo, destruyendo la “carne” en su persona mediante su muerte, ha podido destruir el pecado que en la carne reinaba. Por eso, el hombre unido a Cristo, de carnal se hace espiritual.
  32. F. Rielo, Paisaje desnudo, 22.
  33. F. Rielo, En las vírgenes sombras, 105.
  34. F. Rielo, Noche clara, Ornigraf, Madrid 1980, 39.
  35. F. Rielo, Llanto azul, 53.
  36. Ibid., 93.