DEFINICIÓN MÍSTICA DEL HOMBRE Y EL SENTIDO DEL DOLOR HUMANO

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DEFINICIÓN MÍSTICA DEL HOMBRE Y EL SENTIDO DEL DOLOR HUMANO ## (Nueva York, 1996)

Publicado en

Mis meditaciones desde el modelo genético,

Fundación Fernando Rielo, Madrid 2001, 143-187.

PROEMIO

Se me ha solicitado hacer una exposición concisa sobre mi definición mística del hombre y el sentido que ésta pueda proporcionar al tema ineludible del dolor humano. Mi metafísica con su objeto propio, la concepción genética,[1] dentro del “ser +”,[2] del principio de relación, es, rechazado el seudoprincipio de identidad y excluido el campo fenoménico, el supuesto de una mística u ontología que tiene, a su vez, por objeto la actuación ad extra en el ser humano de este principio genético. Declararé brevemente cuál es, según mi pensamiento, el concepto de metafísica o teología pura [3] y cuál el de ontología o teología mística,[4] su demarcación en la historia del pensamiento, y las consecuencias que se siguen de aceptar la concepción genética de un principio de relación del que es teorema la definición mística del hombre. Esta definición “bien formada”, decidiendo el significado ontológico o místico de la muerte de nuestro cuerpo, puede dar sentido al complejo, hondo y persistente dolor humano.

Divido este estudio en cuatro breves cuestiones: previa, crítica, formal y final.

CUESTIÓN PREVIA

—A—

La actividad de la inteligencia humana posee, en orden a dar forma al contenido de nuestro conocimiento, una constante epistemológica: su connatural tendencia de fundamentación última en el análisis reflexivo venciendo la resistencia del magma sensorial y estimúlico que pesa en el proceso cognoscitivo. Esta forma genética de nuestra intelección,[5] que actúa por elevación de una noción a absoluto, en tal grado que no pueda haber otra que, superior a ésta, dé explicación de la realidad, es una potestas intelligentiae que posee el hombre para justificar la unidad de sentido frente al caos de los datos de experiencia [6] y para dar dirección y ordenamiento [διάθεσις] [7] a un ser personal que, genéticamente abierto a la transcendencia de un sujeto absoluto de carácter singular, no puede, sin incurrir en profundas y múltiples disgenesias del yo,[8] definirse “ser para sí”, ni “ser en sí”, ni “ser para el mundo”, ni “ser en el mundo”, o expresiones semejantes.[9]

Todas las filosofías han utilizado, guiadas por este transcendental carácter genético, la potestas intelligentiae para intentar, verificada la elevación a absoluto, la constitución de un principio, modelo o axioma,[10] que, referente último de todo análisis, pudiera, con la aplicación de un método, crear un sistema interpretativo. El grave problema que ha afectado a los sistemas filosóficos ha consistido en la adquisición viciada de este supuesto principio axiomático. La “elevación a absoluto”, alejándose de su procedimiento metódico “bien formado”, ha incurrido en la oblicuidad o desviación propias de los absurdos ocasionados por el reduccionismo agenético de la abstracción [11] de los axiomas filosóficos: un objeto material [agua, fuego, aire], un hecho de evidencia [movimiento, devenir], una acción totalizante [ser, pensar, existir, vivir], un concepto expresivo [idea, sustancia, yo, realidad], que, fundantes de un supuesto sistema, necesariamente debían, con el objeto de cerrar el paso a una petitio principii,_ tautologizarse: agua es agua con la exclusión de la no-agua, ser es ser con la exclusión del no-ser, yo es yo con la exclusión del no-yo. La consecuencia de esta tautologización, resultado necesario del proceder abstractivo, ha sido una constante insoslayable en todas las filosofías con vocación metafísica: rendir culto intelectual a un seudoprincipio de identidad [12] que se transforma él mismo en su propia petitio principii.

—B—

El disposicional transcendental de raigambre metafísica en la conciencia reflexiva ha llevado a los pensadores al intento de dar respuesta, en permanente esfuerzo intelectual, al tema del hombre con todas sus implicaciones. Este hecho ha dominado en los sistemas filosóficos porque la concepción que del ser humano se posea, desde el pensamiento esencial a la recreación estética, implica, no sólo una forma de comportamiento religioso, individual o social, antes bien, inducción a nuevas formas de sensibilidad, mentalidades, religiones, épocas, pueblos o culturas. Remedo un dicho popular: dime tu concepción del hombre y te diré quién eres.

El parámetro que arroja el sentido que se ha pretendido dar a las definiciones hasta ahora conocidas del ἄνθρωπος sintomático: su vocación a la trascendencia. El relativismo y materialismo inculcados por Protágoras con su definición «el hombre es la medida de todas las cosas», πάντων χρημάτων μέτρον εστίν άνθρωπος, confirman la sed de transcendencia porque este homo mensura se encuentra, con su inquietum cor, rompiendo siempre, a modo de devenir heracliteo, la medida de sí mismo (μέτρον ἑαυτοῢ) sin poder nunca encontrar su propia medida (μέτρον ἴδιον ἑαυτοῢ).

Toda definición sobre el ser humano ha sido un intento desesperado por dar razón de un hecho: el hombre que nace pretende evadirse de la muerte con su dolor. El creyente cristiano afronta un reto que, de múltiples formas, deben asumir las religiones y las diversas formas de pensar: superar, con el mejor esfuerzo con el que nos haya dotado la vida, la barrera de una tragedia que, por causa del pecado original, se cierne sobre las abiertas llagas de nuestra alma propensa a la muerte moral y de nuestro cuerpo destinado a la muerte física. Esta tragedia se encarna cada día en nuestro sufrimiento físico, moral y espiritual, en las desgracias y en las injusticias, en el crimen y en los diversos episodios de dolor y muerte en nuestro más próximo entorno con la certeza inapelable de que nos llegará también nuestro turno sin saber la forma de morir que nos corresponde. La evasión de esta tragedia, inventando, por medio de mecanismos o procedimientos de autodefensa, mundos de evasión para seguir viviendo, posee la estructura propia de un lento suicidio moral, forma paliativa o eutanásica del suicidio físico,[13] que nada resuelve a la dirección y sentido que exige nuestro existir.

Le es dado al ser humano, frente a este estado de estrés causado por su profunda miseria moral y física, una energía potestativa que le puede orientar hacia un cierto optimismo por alcanzar, rechazando la evasión identitática, la razón de una vida que, heredando un estado de postración, también recibe el bautismo [14] de una inteligencia abierta a la fe por la propia fe con el objeto de limpiar las esclerósicas venas de nuestro existir, diluyendo las adherencias oclusivas acumuladas por la identidad teorética y existenciaria.

CUESTIÓN CRÍTICA

—A—

El seudoprincipio de identidad es un antivectorial [15] que denomino: per degradationem libertatis, “pecado original de la religión”;[16] per degradationem intelligentiae, “pecado original de la metafísica”.[17] Su consecuencia inmediata es imposibilitar, llevado a sus consecuencias últimas, toda comunicación, todo entendimiento, toda realización, toda religión, toda sociedad. Cuando el actuar humano se produce en cohabitación con la identidad, ésta le inocula su propia disgenesia portadora de contravalores susceptibles de desarrollar diferentes males: el error, la deformación, la desunión, el desamor, el enfrentamiento, la decadencia, la destrucción… se activan o se solapan en toda afirmación identitática.[18]

La metafísica comenzó ya viciada por este seudoprincipio de identidad que, alojado en el τὸ ὄν ἔστι, en “el ser es” parmenídico, lo dejó inmóvil, estéril e insustancial.[19] La fruta prohibida, que saboreó con Parménides el absolutizante pensar filosófico, se pudrió en la fórmula “el ser es el ser y el ~ser es el ~ser” del seudoprincipio de identidad [20] con sus carentes de sentido sintáctico, semántico y metafísico: sintáctico, porque el functor monádico, mutándose en una seudoestructura oracional, hace incapaz la comunicación de un lenguaje cuya lectura sea la identidad; semántico, porque, supuesta la destrucción sintáctica, toda fórmula identitática, portando la misma validez la afirmación que la negación, queda vacía de contenido; metafísico, porque la identidad, pretendiendo evitar la petitio principii, se transforma a sí misma en la propia petitio principii en tal grado que la identidad nunca puede alcanzar a su propia identidad.

Este pecado original de la metafísica, transmitido por la fórmula el “ser es el ser”, ha contaminado el episodio de la reflexión filosófica en tal grado que, a pesar de destacados intentos por arrojar de sí sus inevitables contradicciones y carencias de sentido, ninguna filosofía parece haberse librado de esta lacra identitática. Ésta es la razón por la que toda noción que, elevada a absoluto, ha intentado constituirse en fundamento interpretativo de la realidad, ha quedado marcada por el seudoprincipio de identidad impreso por Parménides en el ser. Éste es el caso de los mejores próceres de la filosofía griega: Tales, con su “agua es agua”, modela la inmanencialidad dinámica del cosmos; Anaxímenes, con su “aire es aire” o “neuma es neuma”, da forma a la dinamicidad del espíritu frente a la estaticidad de la materia; Heráclito, con su “devenir es devenir”, troquela las bases de la dialéctica existenciaria de opuestos; Platón, con su “idea de bien es idea de bien”, moldea el eticismo filosófico.

Será Aristóteles quien, recibiendo todo el peso de la masa informe del “ser es” τὸ ὄν ἔστι parmenídico en el objeto de su metafísica,[21] el “ser en cuanto ser” (τὸ ὄν ᾗ ὄν), proyecta el seudoprincipio de identidad en el saber sistemático aplicándolo a su teoría de la “sustancia en cuanto sustancia” con sus “categorías en cuanto categorías”. Esta sustantivación del ser, que afecta a la definición de “hombre” obtenida con el criterio taxonómico de la diferencia específica, sirve al Estagirita para unificar el material de las definiciones que hasta entonces se habían dado y habrían de darse, posiblemente, en el suceder de los tiempos. El hombre es una sustancia, un animal diferenciado, que puede decirse, como el ser en cuanto ser, de muchas maneras en las que convergen: en su ζωὸν λογικόν, el animal sapiens, rationale, loquax; en su ζωὸν πολιτικόν, el animal sociale, politicum; en su ζωὸν ποιητικόν, el animal faber, pictor, simbolicum; en su ζωὸν τεχνικόν, el animal tecnicum, scientificum.

La sustantivación identitática del pensamiento griego se habría de imponer a todo el periodo escolástico para recibir el giro racionalista con Descartes que, inaugurando el antropocentrismo sistemático, sustanció el “ser en cuanto ser” en su “yo pensante”, que recogerían, entre otros, Fitchte con su “yo es yo”, Husserl con su “yo transcendental”, Ortega y Gasset con su “yo soy yo y mis circunstancias”. Este giro racionalista habría de quedar atomizado en diferentes ramas que han llevado la reflexión sobre el hombre a auténticos callejones sin salida: la rama empírica, con su culminación en el análisis lógico pasando por el cientificismo; la rama dialéctica, con su culminación en el análisis sociológico pasando por la crítica histórica; la rama lingüística, con su culminación en el análisis hermenéutico pasando por el estructuralismo.[22]

—B—

Este descalabro de la metafísica histórica me ha llevado, con la concepción genética del principio de relación, a nueva forma de concebir la filosofía: el giro místico o teándrico de la ontología, con el supuesto de la concepción genética de la metafísica, frente a los tres paradigmas que, sucediéndose e interfiriéndose entre sí, han aportado una visión sesgada de la realidad: paradigma teocéntrico, donde destaca el panteos con negación del ser humano; paradigma antropocéntrico, donde domina el panántropos con negación de Dios; paradigma morfocéntrico, donde prevalece el panmorfos con negación de Dios y del ser humano.

El morfocentrismo racionalista es el paradigma dominante en nuestra época en la que el hombre, más que nunca, reducido a simples o complejas estructuras, no sabe quién es porque la razón técnica, evadiéndose de la realidad cotidiana, se resiste a aceptar la concepción genética del proceder de un homo viator que, no teniendo hábitat en este mundo, busca, con su indeleble llanto surcado por el dolor y la muerte, otros derroteros de salvación. El resultado de estos paradigmas no puede ocultar la más trágica realidad que el arte aún no ha logrado plasmar con universal éxito: el mundo es el gran hospital donde yace, desahuciado, el agónico existir humano. ¿Dónde su fuerza o su debilidad, su honra o deshonra, su éxito o fracaso, su felicidad o infelicidad, su grandeza o miseria?

¿Para qué, entonces, definir al hombre si de lo primero que éste se ocupa es de ir dejando su vida en el esfuerzo que tiene que librar para su supervivencia? ¿De qué le ha servido a la filosofía el titánico empeño que la inteligencia humana ha tenido que verificar en orden a dar razón del dolor y la muerte? ¿Para qué las artes, los inventos científicos, el desarrollo de la técnica, el afán de poder, de libertad… si todo, al final acaba en despojos? ¿Qué sentido tiene la defensa o impugnación de las libertades, de los derechos humanos, del bienestar social… si más del 80% de la población mundial vive, no sólo en miseria material, sino también en penuria moral y espiritual? ¿Qué importancia se sigue, pues, de afirmar que la esencia del hombre consiste en ser animal racional, si todos, creyendo tener razón “por naturaleza”, son incapaces de imponer la mínima racionalidad que se requiere, al menos, para una pacífica convivencia? ¿Por qué tan alto grado de incomunicabilidad entre los seres humanos, si su esencia consiste en el lenguaje comunicativo, en la sociabilidad, en lo simbólico…?

La razón de esta insatisfacción parece sencilla: el hombre es + que su filosofía, es + que su razón, es + que su pobreza o riqueza, es + que su estado de búsqueda, es + que su cuerpo y que su alma, es + que su yo y sus circunstancias, es + que su dolor y su muerte. Este “+ que sí mismo”, evocado en la locución de Cristo a Santa Teresa «Búscate en Mí»,[23] explica esa mystica potestas, otorgada a todo ser humano, por la que, a pesar de todas las contrariedades y sinrazones impuestas por la vida, mantiene firme el afán de supervivencia, de superación, de elevación, en medios menos aptos que los propios animales. El inquietum cor agustiniano no posee límite, por eso tiene necesidad de un referente transcendental que le defina, que le convenza de qué estirpe es.

¿Qué es entonces el ser humano?

Antecede a toda pregunta y a toda respuesta el acto de creencia [24] como energía constitutiva de la visión ontológica que abre los límites inmanenciales de la inteligencia a formas transcendentes de penetración y ensoñación sin término [25] delatando un celeste destino que, incuestionable, dé razón de su existencia. El primer acto que, desde su más tierna infancia, constituye el ser personal del hombre, distinguiéndolo de los vivientes impersonales, es el acto de creencia en sus padres en tal grado que el niño afirma o niega como verdad o mentira lo que, basándose en la autoridad de aquellos, ha aprendido. Este “creer en” es el constitutivo formante de su personalidad, es la “energía” que le pone en comunicación con sus progenitores señalando o formulando preguntas de estructura ontológica: “¿qué es esto?”, ¿para qué?, ¿por qué?.[26] La actitud interrogante del niño denuncia el quia de un quid est, que encierra una verdadera búsqueda direccional, por medio de la fe en sus padres, de una verdad absoluta que está detrás de sus anhelos. Esta actitud corresponde a la forma genética de comunicación que, de múltiples modos, puede observarse en el ser humano desde que nace hasta que muere: el niño quiere, con la tenacidad de sus continuos intentos y con su propio modo de análisis —destrozando, incluso, sus juguetes— conocer y poseer lo que tiene a su alcance para después rechazarlo porque, en realidad, no busca un conocimiento fragmentado, no quiere poseer algo de cualquier manera, antes bien, esta búsqueda posesiva tiene una constante: la comunicación extática, amorosa, afectiva, no con “algo”, antes bien, con “alguien” que pueda colmar sus aspiraciones; por eso, el niño hace prosopopeya con los animales, e incluso con los objetos inertes. Éste es el primer indicio del carácter genético de la tendencia indagativa y posesiva de la última razón de las cosas que, de diferentes modos, se pone de manifiesto en cada una de las fases por las que transcurre la vida humana. Se inicia ya desde su edad temprana el discurso de una vida humana que, con el signo de las más patéticas adversidades en el orden físico, familiar, ambiental y social, irá forjando su orientación formativa o acentuando sus tendencias deformativas en las diferentes etapas de su desarrollo.[27]

CUESTIÓN FORMAL

—A—

El hallazgo de un concepto “bien formado” para enunciado o teorema que posea carácter de ciencia, debe ser establecido desde la consistencia, completitud y decidibilidad de una metafísica exacta [28] que transmita estas propiedades metodológicas en orden a constituir las diversas ciencias, y en particular, de la ontología o mística. El carácter de exactitud o de autenticidad de las llamadas “ciencias del espíritu” debe regirse, excluyendo el carácter numérico y cuantificable de las ciencias fenomenológicas,[29] por estos tres constitutivos mencionados.[30]

Encuéntrase, en esta forma de proceder, aquella actitud singular de la inteligencia humana que, abierta a la concepción genética del principio de relación por el propio principio de relación, halla su poder fundante en una forma de comportamiento ontológicamente genético [31] que actúa con las características propias que se dicen del vector: intensidad, dirección y sentido. Este comportamiento hace del ser humano un absolutivo singular que, procediendo del Absoluto singular,[32] recibe de éste el patrimonio genético que, formándole a su imagen y semejanza, da razón inconfundible de su origen y destino divinos.

Las propiedades esenciales, que se siguen, entre otras, del carácter racional de la elevación a absoluto “bien formada” de la relación, ponen a la inteligencia humana en estado de videncia [33] de la estructura fundamental de la concepción genética de un principio de relación constituido por dos y sólo dos seres personales en inmanente complementariedad intrínseca []:

  1. La elevación a absoluto debe confirmar el carácter singular, en ningún caso universal, de la relación. Razón: la abstracción, por la que se obtiene un supuesto universal, es un mal procedimiento de la elevación a absoluto porque, en lugar de potenciar una noción y hallar su consistencia, completitud y decidibilidad, se procede por reducción de una supuesta propiedad abstracta [R] que, separada de sus singulares, se tautologiza a sí misma [R] es [R]. El enunciado es preciso: la elevación a absoluto consiste en potenciar al infinito una noción, en tal grado que, con este proceder, se la encuentra llena de abierta geneticidad; la abstracción, consiste en reducir una noción al infinitésimo en tal grado que se vacía, atomizándose, de toda geneticidad. Debe, por tanto, rechazarse, por su acientificidad, el universal.
  2. La relación singular requiere, cuando menos, de dos términos relacionales: no menos de dos, porque habríamos incurrido en la identidad de un sólo término; no más de dos, porque un tercer término es un excedente metafísico de la absoluta simplicidad inherente a la elevación a absoluto de una noción.
  3. Los dos términos relacionales o son nada, o son cosa, o son ser: no pueden ser nada, porque la elevación a absoluto es “de algo”; no son cosa, porque habríamos introducido en la elevación a absoluto lo que es propio de las ciencias de la naturaleza, esto es, la matematización de la complejidad y composición de la materia; son ser por exclusión de la nada y de la cosa. No son, sin embargo, “ser” simpliciter, antes bien, “ser+”, esto es, una vida absoluta que, genéticamente abierta, tiene que ser necesariamente constituida por dos vitales [34] entre sí comunicables.
  4. Los dos seres vitales de la relación, negada por su carácter identitático la oración atributiva “S es S”, no pueden ser intercambiables; antes bien, tienen su propio lugar metafísico [] y [] fundando una sintaxis de acción directa donde la acción agente es origen y la acción receptiva réplica.
  5. Los dos seres [] y [] son realmente distintos,[35] porque, en caso contrario, habríase introducido la identidad absoluta de un solo ser.
  6. Los dos seres realmente distintos [] y [] son personales porque la elevación a absoluto requiere que los dos seres tengan la máxima categoría que deba poseer un ser, esto es, la noción de persona. El principio de relación está, por tanto, constituido por dos personas realmente distintas porque la persona es la suprema expresión del ser.
  7. Los dos seres personales realmente distintos, constituyendo única vida absoluta, se definen activamente entre sí porque no hay otra noción superior a la persona que defina a la persona; por tanto, quedan rechazadas las ideas de pasividad y de oposición. Razón: toda pasividad y oposición entre los dos términos de la relación, elevada a absoluto, adquiriendo también valor absoluto, habría convertido, absurdamente, los dos términos en dos absolutos identitáticos haciendo absolutamente imposible toda comunicación.
  8. El lugar metafísico de los dos seres personales es el indicativo de una definición “bien formada” de vida absoluta, porque ésta adquiere el significado genético de que [] es el origen de [], esto es, [] es la réplica de [] porque [] transmite todo su carácter genético a []. Razón: [] es el gene de [] porque el gene de [], siendo realmente distinto de [], es nueva persona divina [].[36]
  9. La concepción genética del principio de relación es, racionalmente, de dos seres personales que, realmente distintos, constituyen, en estado de inmanente complementariedad intrínseca [≑], única concepción genética de la naturaleza, de la sustancia, de la esencia. La inmanente complementariedad intrínseca significa, confirmando los lugares metafísicos [“1”, “2”], que todo lo que es [] es en [], todo lo que es [] es en [] en tal grado que, extasiándose entre sí las personas divinas, constituyen único amor, única esencia: nada transciende y nada es extrínseco a los dos seres personales divinos en inmanente complementariedad intrínseca. La forma genética de esta pericóresis tiene enunciado preciso: todo el carácter genético [37] de [] es de [] bajo la razón de Padre [“el Padre engendra al Hijo”]; todo el carácter genético de [] es de [] bajo la razón de Hijo [“el Hijo es engendrado por el Padre”].

—B—

El supuesto de la definición que propongo es, frente a la antivectorialidad de la metafísica histórica, nueva metafísica o teología pura con su ontología o teología mística que hallan su dirección y sentido vectoriales en la concepción genética del principio de relación. La identidad “ser es ser” queda sustituida por la congenitud de un “ser +” significado por seres personales en inmanente complementariedad intrínseca que constituyen única concepción genética de un principio de relación que se visualiza en sus dos ámbitos:

1º) ámbito deificans, ecuménico o de la intelligentia creentia formata, que, con razón de suficiencia,[38] viene modelado por el axioma consistente, completo y decidible, de dos y sólo dos seres personales, Santísima Binidad, que, en estado de inmanente complementariedad intrínseca [], se constituyen en único sujeto absoluto: no menos de dos seres personales porque habríamos quedado otra vez incursos en la identidad; no más de dos seres personales porque un tercer ser personal es, racionalmente, un excedente metafísico.

2º) ámbito transverberans, cristológico o de la intelligentia fide formata, que, con razón de satisfacibilidad,[39] viene modelado por el axioma consistente, completo y decidible, de tres y sólo tres seres personales, Santísima Trinidad, que, en estado de inmanente complementariedad intrínseca [], se constituyen en único sujeto absoluto: no menos de tres seres personales porque la revelación de Cristo confirma un tercer ser personal llamado “Espíritu Santo”; no más de tres seres personales porque la ingenitudo generans de [] impide a priori un antecesor [] de [] y la ingenitudo ingenerans de [], réplica de la ingenitudo generans de [], impide a priori un sucesor [] de [].

La videncia de la concepción genética del principio de relación, exigiendo la ruptura a priori de un seudoprincipio de identidad [S≑S] que se oculta, viciándolas, en las distintas filosofías, da razón de este modelo que, consistente, completo y decidible, tiene carácter abierto, dialogal, fecundo, generante, creativo.

El estéril y cerrado “ser en cuanto ser” (τὸ ὄν ᾗ ὄν), impersonal incapacitado en orden a la generación y creación, ha quedado sustituido por el personal “yo soy” (ἐγώ εἰμι) [40] de un Padre divino [] que se extasía en el “yo soy” (ἐγώ εἰμι) de su Hijo divino []: «Tú eres mi Hijo amado; en ti me complazco» (Mc 1,11). El ser, bajo su forma suprema no es, por tanto, un “qué”, antes bien, un “quién” que engendra a otro “quien”: «Tú eres mi Hijo, yo mismo te he engendrado hoy» (Ps 2,7; Act 12,33; Hebr 1,5). La razón parece clara: la persona, suprema expresión del ser, se define por otra persona en virtud de que no hay otra noción superior a ella que la defina.

Cristo, revelándose persona divina, Hijo del Padre, es, para mí, este []; por tanto, el metafísico por excelencia, el único que, rompiendo el abstracto formal del “ser es ser” (τὸ ὄν ἔστι) instaurado por la identidad parmenídica, corrobora la autenticidad positiva de la concepción genética del principio de relación, revelándonos el supuesto transcendente de un “quien” en otro “quién” realmente distinto, «yo soy en el Padre y el Padre es en mí»  (ἐγώ εἰμι ἐν τῷ Πατρὶ καὶ ὁ Πατὴρ ἐν ἐμοί ἐστιν) (Jn 14,10)], y, al mismo tiempo, constituyendo la unidad de única naturaleza: «el Padre y yo somos una misma cosa» (ἐγὼ καὶ ὁ πατὴρ ἕν ἐσμεν). (Jn 10,30). Cristo, además de revelarnos su divina procedencia del Padre, eleva, por medio de la fe en su persona, nuestra inteligencia a la videncia sobrenatural de nueva persona divina [] [41] que, en estado de inmanente complementariedad intrínseca con [] y [], constituye el ámbito cristológico, con razón de satisfacibilidad, de la concepción genética del principio de relación [].

Este modelo metafísico, a nivel deificans o de Santísima Binidad, y a nivel transverberans o de Santísima Trinidad, es el supuesto de la concepción mística de un ser humano que tiene diseñado en su inteligencia, aunque herido por el pecado original, el carácter genético que posee constitutivamente su espíritu creado a imagen y semejanza de las personas divinas.[42] Este lacerado diseño ontológico en una inteligencia abierta a la fe por el don de la fe, en una voluntad abierta a la esperanza por el don de la esperanza, y en una libertad abierta al amor por el don del amor, denuncia que el ser humano, desde su concepción, porta en su espíritu: a) por creación, la comunicación extática,[43] abierta, sobreabundante, con las personas divinas; b) por transmisión del pecado original, la identidad o incomunicación estéril, deformante, egolátrica. Éxtasis e identidad son las dos ramas de un mismo árbol hereditario: el de la ciencia del bien y del mal. Reside en este hecho su grandeza y su miseria, su verdad y su mentira, su gracia y su desgracia, su dicha y su dolor.

—C—

Hago distinción entre metafísica y ontología o mística. Las dos ciencias estudian, en diferentes ámbitos, el mismo objeto: la metafísica, la adintreidad de la concepción genética del principio de relación; la ontología o mística, la proyección ad extra de la adintreidad de la concepción genética del principio de relación en la persona creada.

Esta ontología teoremática o teología mística,[44] procedente a imagen y semejanza de una metafísica axiomática o teología pura, tiene por objeto la actuación ad extra, en el creado espíritu humano, de la concepción genética del principio de relación.[45] Es, por tanto, la ciencia suprema que define al ser humano en sus dos niveles: el ecuménico o de la inteligencia formada por la creencia correspondiente al horizonte deificans, bajo la razón de la divina presencia constitutiva; el cristológico o de la inteligencia formada por la fe correspondiente al horizonte transverberans, bajo la razón de la elevación de la divina presencia constitutiva al orden de la gracia santificante o mística procesión.

Esta actuación ad extra de un ad intra genéticamente abierto de las personas divinas, constituyendo entre sí único Sujeto Absoluto con aniquilación a priori de la identidad “vacío de ser es vacío de ser”,[46] forma el constitutivo genético de un ser humano creado a imagen y semejanza de este Sujeto Absoluto (Gén 1,26). La persona humana es imagen y semejanza de las personas divinas porque recibe de éstas, constituyéndose en único principio de operación ad extra, su propio carácter genético, esto es, su divina presencia constitutiva.[47]

Tengo que advertir tres hechos que aparecen con la creación del espíritu humano desde el primer instante en que es biológicamente concebido. La negación de estos tres hechos denuncia un absurdo identitático absolutamente cerrado e incomunicable:

  1. el espíritu humano es + que su creación ex genetica possibilitate porque si fuera sólo creado resultaría “creado en cuanto creado”, por tanto, imposibilidad de la creación;

  2. el espíritu humano es + que espíritu humano porque quedaría en “espíritu humano en cuanto espíritu humano”, por tanto, imposibilidad del espíritu;

  3. el espíritu humano no puede ser sino persona formada por la divina presencia constitutiva porque, en caso contrario, resultaría “persona en cuanto persona”, por tanto, imposibilidad de la persona. La divina presencia constitutiva, que por naturaleza es increada porque Dios no puede crear su propia presencia, transciende el concepto de persona creada elevándola a rango deitático. «Cristo es el único que ha dado la más sublime, transcendente y sagrada definición mística del ser humano corroborando con su palabra nuestra mística deidad: “dioses sois” (Jn 10,34)».[48]

La persona humana tiene, por tanto, dos elementos: creado, el espíritu por el que el hombre es abierta naturaleza creada; increado, la divina presencia constitutiva por el que el hombre es abierta deidad increada. Esta genética apertura es el fundamento de una mística relación, comunicación extática, del ser humano con el Sujeto Absoluto que, a su vez, es la forma genética de comunicación con los otros seres humanos y, en general, con toda la creación.

—D—

La estructura formal de la naturaleza humana es, supuesta la divina presencia constitutiva, la de un espíritu sicosomatizado,[49] esto es, la unidad de tres entes, espíritu, sique y cuerpo, en la que el espíritu, inhabitado por la presencia constitutiva de las personas divinas, es la sede del yo que, con su potestas, asume, ontológicamente, la complejidad de funciones de la sique con su integral somático. La forma ontológica del acto del espíritu es la energía extática o potencia de unión que tiene como atributos la libertad con sus dos funciones: la inteligencia y la voluntad. El acto libre participa, entonces, del carácter de sus dos funciones: consciente y voluntario. La responsabilidad, atribuida al ejercicio de la libertad, consiste, por tanto, en la integridad del acto libre, imposible sin la inteligencia y la voluntad que, a su vez, actúan no sin la dura condición sicosomática de la imaginación, sentimientos, afectos, impulsos, temperamento, sentidos internos y externos… en los que ejercen su influencia la mentalidad, la cultura, la instrucción y las diversas formas del ambiente cósmico y social.

La divina presencia constitutiva consiste, finalmente, en el datum intrínsecamente constitutivo, patrimonio genético de la persona humana, que tiene las siguientes funciones: dar carácter personal al espíritu humano; proveer el disposicional genético a la libertad; presentarse a la inteligencia como “ley del conocimiento”; proporcionar la forma del querer a la voluntad; otorgar al espíritu humano la ἐνέργεια, la energía extática, que lo pone en comunicación inmediata con el sujeto absoluto y con sus semejantes. La energía extática o acto del espíritu es, por tanto, una acción teándrica,[50] esto es, la acción de Dios en el hombre con el hombre. Esta energía extática, constitutiva de la persona humana, es la potestas ontologica que se presenta en los dos niveles: general o fundante, la creencia, energía constitutiva por la que se forja —con la mediación de la diversidad de religiones, doctrinas y modos filosóficos de pensar— la tendencia unitiva hacia una Santísima Binidad que, por causa del pecado original, se nos presenta abscondita a nuestro herido inteligir; selectivo o transformante, la fe, energía cristológica que, elevando la creencia al orden de la gracia santificante, forja, inmediatamente, la unión del espíritu humano con la Santísima Trinidad en tal grado que nos hace mística u ontológica santísima trinidad de la divina o metafísica Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado.[51] El enunciado es preciso: las personas divinas nos conceden la mística potestad sobrenatural de hacernos “hijos del Padre (Jn 1,12) con el carácter personal del Padre, hermanos del Hijo (Mt 12,50) con el carácter personal del Hijo, templos vivos del Espíritu Santo (1Cor 6,19; Rom 8,11) con el carácter personal del Espíritu Santo.

CUESTIÓN FINAL

—A—

El pensamiento cristiano ha echado en olvido, con introducción de foráneas filosofías identitáticas, el paradigma teándrico establecido por Cristo, Verbo encarnado, que, con su afirmación «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6), genetiza, personalizándolos, el método seguro, la verdadera ciencia y el auténtico existir de un ser humano al que Él mismo confirma su extática deidad: «dioses sois» (Jn 10,34):

1º) El método seguro, porque Cristo es el camino que comunica místicamente al ser humano la verdad y la vida de un éxtasis absoluto de amor constituido por un Padre concelebrado por el Hijo y el Espíritu Santo.

2º) La verdadera ciencia, porque el éxtasis absoluto de amor de las personas divinas entre sí es la suprema verdad que, revelada en el Verbo encarnado, da intensidad, dirección y sentido a toda humana sabiduría.

3º) El auténtico existir, porque el éxtasis absoluto de amor de las personas divinas entre sí es comunicado, por medio de la redención de Cristo, a nuestra ontológica deidad constituyéndonos, místicamente, en hijos del Padre, hermanos del Hijo, y templos vivos del Espíritu Santo.

Esta revelación del homo mysticus por Cristo, siendo la más transcendente y sublime que sobre el hombre se ha dado en la historia del pensamiento, corrobora el enunciado ontológico: la persona humana, supuesto su elemento creado, es, a imagen y semejanza del éxtasis de amor de las personas divinas entre sí, mística u ontológica deidad extática de la divina o metafísica Deidad extática. La definición mística del hombre posee por teorema un imperativo moral: si el hombre es mística u ontológica deidad de la divina o metafísica Deidad, el hombre tiene el deber humano de ser mística deidad para el hombre porque el hombre tiene el derecho divino de ser mística deidad para Dios.[52] Este es el supremo derecho y deber fundamental del que dimanan, lejos de todo versátil convencionalismo, todos los demás derechos y deberes del hombre. La petición de Cristo al Padre, «que todos sean uno como nosotros somos uno» (Jn 17,22), comprende este sentido genéticamente activo: «que todos los seres humanos se extasíen entre sí su místico amor como las personas divinas se extasían entre sí su divino amor».[53] Sólo así el ser humano puede llegar a la plenitud de ser místico éxtasis del divino éxtasis.

—B—

¿Qué tiene que ver, entonces, con el dolor una concepción mística del hombre que parece alejarse de la dura realidad sufriente del ser humano? ¡Dónde queda todo el dolor acumulado por la historia humana, dónde el de las innumerables víctimas del aborto, del hambre, de las drogas, del sida, del abandono de los hijos, de las guerras fratricidas, del terrorismo internacional, de los bloqueos económicos que por razones políticas constituyen verdaderos genocidios, de la acumulación de armamentos que imponen impuestos cada vez más graves a los seres humanos, de los accidentes de tráfico y de trabajo, de la marginación e injusticia social, de las diferentes formas de esclavitud, de las discriminaciones raciales, morales, del paro,… y, en definitiva, de todo dolor físico y moral producido por las enfermedades que, diariamente, llevan al ser humano a una muerte irreversible!

Mi definición mística del hombre nada tiene que ver con una concepción identitática del dolor por el dolor, presente en toda reflexión histórica sobre el llamado “problema del mal”. El dolor por el dolor es un mal físico que, como el mal moral, no tiene sentido alguno. Cristo nos revela este sin sentido al referirse a los males morales causados por una despersonalización humana en la que todo actuar es, en última instancia, una sinrazón, «Me han odiado sin motivo» (Jn 15,25), o un estado de ignorancia, «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23:34). Esta actitud despersonalizante, comportando una aversio a Deo y una conversio ad creaturam, nos sumió, por medio del pecado original, en las profundas disgenesias que, de todo orden, habrían de tener el signo de una muerte física y moral portadora también de su correspondiente sufrimiento físico y moral. Adán y Eva violaron, con su arbitrariedad egolátrica, la mística potestad de la naturaleza humana para, saboreando por sí mismos el bien con su felicidad del vivir, y el mal con su dolor del morir, hacer de nuestra mística deidad una deidad herida, deprimida, sujeta al dolor y a la muerte.

La anegación identitática del dolor en el dolor, mal que se encierra en su propio mal,[54] hace del dolor existenciario:[55] un “anticamino” porque el dolor por el dolor es obstrucción que no lleva a ninguna parte; una “antiverdad” porque el dolor por el dolor, careciendo de ser y de sentido, no tiene metafísica ni ontología; una “antivida” porque el dolor por el dolor sólo conduce a la muerte.

Cristo, con su encarnación y redención, rompe definitivamente la inmensa tragedia de la identidad teórica y existenciaria de un dolor del que se han hecho cargo, intentando romper su magma informe, todas las literaturas y religiones. ¡Cuántos seres humanos han soportado el dolor y la muerte con auténtico heroísmo en aras del bien o la vida de su prójimo! El dolor con su muerte, elevado a arte y ofrenda, ha sido la catarsis de la que se ha servido la existencia humana para seguir conviviendo con el dolor y la muerte porque lo que le duele al ser humano es propiedad del ser humano: le duele su cuerpo, le duele su alma, le duele su mundo, le duele su nada, le duele su mal, le duele el bien, le duele Dios, le duele toda injusticia, le duele su indigencia, le duele el dolor de su prójimo, le duele el propio dolor…

Cristo da sentido al sin sentido de un dolor humano que hace consustancial con el suyo, recapitulando en sí mismo todo el dolor físico, síquico y moral de la naturaleza humana para abrirla a la más alta consideración del amor: «No hay mayor testimonio de amor que dar la vida por los amigos» (Jn 15,13). Consiste, en esta potestad de dar la vida, la personalidad o señorío humanos. La profesionalidad del médico o del sanitario, conviviendo más de cerca con el dolor del enfermo, exige esta personalidad incondicionada, generosa, desinteresada, que, inscrita en nuestra herida deidad, es, para su sanación, la pauta segura de actuación del ser humano con el ser humano.

Cristo mismo puso en holocausto por la humanidad todo su amor divino haciendo de nuestro dolor “místico dolor de su divino dolor”. Nuestro dolor quedó, de este modo, consustancializado con el dolor de nuestro Hermano divino: un dolor viador abierto al amor, un amor viador abierto al dolor. Él nos ha dado, en esta vida, la mística potestad de hacer de todo dolor humano místico dolor de amor del divino dolor de amor. Sólo así el holocausto queda transformado, vencido el dolor y la muerte, en gloria celeste porque detrás de cada dolor ofrecido se esconde, en heredad, un aumento de gloria como nos atestigua San Pablo: «herederos del Padre y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con Él, para ser con Él también glorificados» (Rom 8,17).

El dolor del amor es compasivo, es servicial, es paciente, no busca su interés, todo lo perdona, todo lo soporta, todo lo acomete,[56] porque el primer fruto del dolor del amor es, a imitación de Cristo, aliviar el dolor del prójimo. Todo ser humano, sea médico, sea personal sanitario, sea abogado, sea profesor, tenga o no alguna profesión, cada uno conforme al don, la experiencia o la especialidad que le haya otorgado la vida, tiene este sublime cometido: aliviar, curar las heridas dolientes del cuerpo y del alma de sus hermanos los hombres para que se manifieste, ya en este mundo, la celeste gloria de un Padre común concelebrado por el Hijo y el Espíritu Santo.

DOXOLOGÍA

Concluyo esta conferencia con aquellas palabras que hace algunos años dirigí al II Congreso Internacional de Medicina y Migración:

«El Divino Fundador de la religión católica, Cristo, por razones que no vienen al caso, no ha elevado su religión a una especie de laboratorio donde se despachan fórmulas mágicas para curación en este mundo del dolor que sufre el hombre entre cuyas causas más relevantes es el propio hombre; antes bien, le entrega que sea él mismo quien se dedique, por cuestión de principio, a la investigación y hallazgo de las fórmulas políticas, técnicas, sociales y culturales a fin de que sea el propio hombre quien tenga el mérito de continuar su redentor sacrificio».

Quiero decir una cosa muy sencilla que, posiblemente, carece de error: «Cristo ha hecho depositario al hombre de su poder taumatúrgico que va ejerciendo progresivamente con el esfuerzo de su interés por el prójimo. ¿No es el más grande milagro que los hombres entre sí, santificadoramente, se reconstruyan?”.[57]



  1. de orden síquico, las relacionadas con la egofrenia, que es estado agresivo o depresivo reductor de la capacidad de amorosa donación al otro convirtiéndolo, mental y afectivamente, en el objeto de transferencia y proyección de las propias anomalías;

  2. de orden moral, las relacionadas con el egoísmo, que es estado de un individuo que, aunque capaz de algunos actos generosos, pone su yo como centro de interés en detrimento del otro;

  3. de orden ontológico, las relacionadas con la egolatría, que es estado agresivo o depresivo de un individuo que, centrando todo hacia sí, encuentra su razón de ser en el culto a su personalidad.

Hago distinción, por otra parte, entre el carácter “estático” y la apariencia “dinámica” de la identidad. El carácter estático, impreso en las formulaciones conocidas de la identidad, es asumido por los defensores de la identidad como principio metafísico y lógico: desde Parménides, con la formalidad de su enunciado “el ser es el ser y el no ser es el no ser”, hasta los filósofos que sostienen, no sólo de modo explícito, sino también implícito este supuesto principio. Los negadores de la identidad incurren también en los mecanismos seudoanalíticos de este supuesto principio: una apariencia dinámica parece subsumirse en los análisis de los impugnadores de la identidad como principio metafísico y lógico. Cierto es que Hume rechaza, en su Tratado de la naturaleza humana, la cuestión de la identidad por considerarlo el problema más abstruso de la filosofía; que Hegel en Ciencia de la lógica dice que la identidad no es más que “la expresión de una vacua tautología” que carece de todo contenido; que Wittgenstein afirma, en su Tractatus Logico-Philosophicus, que la fórmula “A→A” es un seudoenunciado pues la identidad ni es propiedad de nada ni es tampoco ninguna relación; que Husserl impugna la identidad por su carácter absolutamente indefinible; que Lacan confirma que la proposición “A→A” no sólo no es verdadera, sino que es absurda…

Todos estos autores quedan incursos también en la identidad porque lo que realmente están negando, no es la identidad, sino sólo su supuesto carácter estático con el cual la identifican. No pueden desprenderse de lo que están rechazando porque permanecen envueltos en la identidad a la que transfieren el seudodinamismo que les dicta su propio método. La dialéctica hegeliana, pongamos por caso, de la superación de las tesis y antítesis en las síntesis introduce dinámicamente tres identidades que se incluyen y se excluyen mutuamente. En la superación de contradictorios, como es el caso del ser, “ser∧ ~ser” en la noción de devenir, introduce dos identidades “ser→ser” y “ser→ser” que se superan en la de “devenir → devenir”. Esta identidad dialéctica nos lleva al absurdo de una atomización en progresión geométrica al seudoinfinito. Mi estudio “Concepción genética de lo que no es el sujeto absoluto” en Raíces y valores históricos del pensamiento español, F. F. R., Constantina (Sevilla), 1990, págs. 100ss., contiene un amplio análisis crítico de los seudoprincipios de identidad y de contradicción.

No hay acuerdo en cuál es el sentido metafísico y cuál el sentido lógico del supuesto seudoprincipio de identidad: mientras que, para la Escolástica, el principio lógico de identidad es reflejo lógico del principio metafísico de identidad, sin saber en qué consiste cada uno de ellos, para otros, o bien niegan el nivel metafísico o el nivel lógico, o bien uno y otro nivel vienen a ser lo mismo. Autores hay que hablan, además, del principio sicológico de la identidad. La identidad puede mutarse en multitud de fórmulas donde se confunde lo lógico y lo metafísico: “A es A”, “yo soy yo”, “A=A”, “yo=yo”, “p→p”, “A es igual a A”, A es idéntico a A”, “A es lo mismo que A”, “A pertenece a todo A”, “todo A es A”, “todo es igual a sí mismo”, “*x, x=x”, y otras semejantes. Añadimos aún otras expresiones, no recogidas tradicionalmente como identitáticas, tales como: “A en cuanto A”, “A en A”, “A por A”, “yo soy en mí”, “ser para sí”, “ser en sí”, “si A, entonces A”, “si algo es, algo es”, “ser porque ser”… La razón se debe a que todas estas formas tienen la misma estructura: se reducen a un functor monádico con un solo término que requiere ser reduplicado: pongamos, por ejemplo, “yo soy en mí” es equivalente a la fórmula “yo soy en yo” cuyo functor monádico “soy en” reduplica el término “yo” con sus carentes de sentido sintáctico, semántico y metafísico. Débese tener en cuenta que la “ecuación” de términos distintos, “A=B” no es identitática porque es una expresión de functor diádico: en este sentido, la ecuación “el Hijo es igual al Padre” y “el Padre es igual al Hijo” no son expresiones identitáticas porque, en mi concepción genética de la metafísica, la forma de esta ecuación o igualdad es la inmanente complementariedad intrínseca; esta forma ecuacional, afirmando la unidad de sus términos con la misma fuerza que su distinción real, indica además que estos no son intercambiables porque tienen cada uno su propio lugar metafísico.

  1. Para un conocimiento general de mi concepción genética de la metafísica, ajena a una concepción biologista o procesualista, véanse mis publicaciones Teoría del Quijote. Su mística hispánica, Porrúa, Madrid, 1982; Homenaje a Fernando Rielo (Georgetown University-Washington D.C., 1989), F.F.R., Constantina (Sevilla), 1990; Fernando Rielo, Un diálogo a tres voces (Libro de entrevistas por la Dra. Marie-Lise Gazarian, Nueva York, 1993), F.F.R., Constantina (Sevilla), 1995; también mis estudios publicados por F.F.R., Constantina (Sevilla): “Hacia una nueva concepción metafísica del ser” en ¿Existe una Filosofía Española? (1988), “Concepción genética de lo que no es el sujeto absoluto y fundamento metafísico de la ética” en Raíces y valores históricos del pensamiento español (1990), “La persona no es ser para sí ni para el mundo” en Hacia una pedagogía prospectiva (1992), “Prioridad de la fe en la educación” en Prioridades y ética en orientación (1993), “Función de la fe en la educación para la paz” en Educar desde y para la paz (1994); “Formación cultural de la filosofía” en Filosofía y educación (1995), “Tratamiento sicoético en la educación” en Educación y desarrollo personal (1996).
  2. Mi concepto de “ser +”, con la grafía siempre del signo “+”, nada tiene que ver con el “ser más” de Teilhard de Chardin o su contraposición al “tener más”, traído de aquí y de allá, en diversos autores contemporáneos. El “ser +” es, en mi pensamiento, un símbolo que indica la ruptura de la identidad “ser es ser” en tal grado que éste se constituye en abierta relación intrínseca de seres personales.
  3. El concepto de “metafísica”, aunque atribuida su denominación a Andrónico de Rodas en el siglo I a. C., tiene en Aristóteles un objeto fluctuante: el “ser en cuanto ser” (ὄν ᾗ ὄν), propio de la filosofía primera (πρώτῃ φιλοσοφία), y la “sustancia separada e inmóvil”, propio de la filosofía teológica, (φιλοσοφία θεολογική). Numerosas son las ocasiones en que el Estagirita identifica filosofía y teología. La Escolástica hereda este carácter fluctuante separando, con la subordinación de la razón a la fe, la metafísica y la teología. La metafísica, estudiando su objeto a la luz de la razón, ha adquirido dos formas: metafísica ontológica, estudio del “ens quatenus ens”; metafísica teodicente, estudio del “Deus quatenus Deus”. El objeto de la teología ha consistido en estudiar, a la luz de la revelación, a Dios y las cosas creadas en cuanto que se hallan en relación con Él. El intento de Pedro Fonseca de unir en la metafísica los post naturalia y los super naturalia no clarifica los ámbitos de la fe y de la razón. Escoto y Avicena conciben la precedencia de la metafísica a la teología porque, siendo la metafísica ciencia del ser, el conocimiento de este último es fundamento del conocimiento del ser infinito. Múltiples son las opiniones acerca de la metafísica en la época moderna: Bacon sostiene que es “ciencia de las causas formales y finales”; Descartes la considera como “estudio de la existencia del yo y de Dios”; Fitchte la hace “partir del yo es yo”; Ortega y Gasset propugna una metafísica del “saber acerca de la realidad radical”; Zubiri asume, por su parte, una metafísica del “estudio de la realidad en cuanto realidad”; finalmente, el neopositivismo tardío —abandonadas sus posiciones dogmáticas— y las corrientes hermenéuticas, vacían de contenido la metafísica, reduciéndola a un supuesto “referente con el intento de fundamentación última”. Esta variedad de opiniones nos debe llevar a la consideración final, no sólo de la ambigüedad significativa de la “metafísica”, antes bien, del desgaste que, sobre este término, ejerce su uso hiperbólico y oblicuo. Ejemplo de este exceso son expresiones similares a “metafísica de la ciencia”, “metafísica del lenguaje”, “metafísica de la praxis”, “metafísica de la sociedad”, “metafísica del significado”, “metafísica de la cultura”… Mi separación de todas estas formas de concebir la metafísica me lleva a la distinción entre metafísica o teología pura (o simplemente “teología metafísica”) y ontología o teología mística (o simplemente mística) que, bajo sus dos ámbitos entre sí abiertos e inseparables, racional y revelado, estudian la concepción genética del principio de relación: la metafísica o teología pura, su actuación ad intra; la ontología o teología mística, su actuación ad extra. Explicaremos, más adelante, el sentido propio que debe tener, según mi pensamiento, una ciencia metafísica y una ciencia ontológica o mística “bien formadas”.
  4. Quizás no haya un término más preciso que el sustantivo “mística” para designar la actuación ad extra, en la persona creada, de la concepción genética del principio de relación en sus dos ámbitos: racional y revelado. Cierto es que debe liberarse de imprecisiones y ambigüedades la semanticidad del concepto “mística” utilizado hoy en contextos que nada tienen que ver con la verdadera significación de esta palabra. Su sentido originario pertenece al uso que de él hace la Revelación y la Tradición. Este término “mística”, derivado del sustantivo griego “μυστήριον” [mystérion], empleado ya algunas veces en la versión griega del Antiguo Testamento y unas 28 veces en la del Nuevo Testamento, da lugar al sustantivo y adjetivo “μύστης - ου” [mystes] del que, a su vez, deriva el adjetivo “μυστικός ή, όν” [mystikós] de donde procede literalmente la palabra “mística” o “místico”. Nadie debe de extrañarse que este vocablo “mística” pase traducido al latín por la palabra “mysterium” o “sacramentum” sin perder la significación originaria de lo “sobrenatural” y “sagrado”, esto es, lo que, siendo espiritual, queda escondido a la sensibilidad externa. Es a partir del siglo III cuando el concepto “mística” se iría decantando. Orígenes y Metodio son los primeros en emplear la palabra “mística” en el sentido de las verdades religiosas profundas y escondidas; Eusebio de Cesarea recoge del s. IV el término “teología inefable y mística”; en el siglo V, el Pseudo-Dionisio incorpora ya como expresión habitual la de “teología mística”, pasando a ser “lugar común” en los estudios teológicos. La Tradición de la Iglesia ha reiterado el término formando las más variadas expresiones teológicas: “cuerpo místico” en la Bula Unam Sanctam (1302) de Bonifacio VIII [Dz 468]; “mística unión con la Iglesia” en la Encíclica Arcanum divinæ sapientiæ de León XIII (1880) [Dz 1853], “místicas nupcias” en la misma Encíclica [Dz 1854], “místico desposorio” en Octobri mensæ (1891) [Dz 1940a], “místico edificio” en Sagis cognitu (1896) [Dz 1955] de León XIII; la expresión “mística significación del matrimonio cristiano” la encontramos en la Encíclica Casti connubii (1930) de Pío XI [Dz 2236]; la de “unión mística” en la Mystici corporis de Pío XII [Dz 2290] y la de “cuerpo místico” en la misma encíclica a la que da su nombre quedando, por esta causa, canonizado para siempre el concepto de “cuerpo místico” con los principios fundamentales de su doctrina… Podemos, por último, encontrar, entre las distintas expresiones, la de “miembros místicos de Cristo” ratificada por Pío XII en la Encíclica Mediator Dei (1947) para definir la esencia de la liturgia (Cf. Dz 2300). Daremos, más adelante, con el objeto de evitar desviados usos, el sentido preciso de mi definición de “mística”.
  5. Nada más lejos de mi concepción genética de la inteligencia que la concepción zubiriana de una inteligencia sentiente que aprehende, sentientemente, la realidad en su formal carácter de realidad. El seudoprincipio de identidad está presente en el discurso de Zubiri como una sombra que el propio inteligir no puede franquear. La razón es sencilla: el inteligir humano, al presentar las cosas reales como reales, no puede hacer otra cosa que tautologizar. La identidad clásica del “ser en cuanto ser” subyace en la identidad zubiriana de la “realidad en cuanto realidad” con la que se enfrenta el ser humano como “animal de realidades”. El principio clásico del conocimiento Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu es, en todas sus interpretaciones, rechazado por mí en virtud de que los sentidos, lejos de ser el medio o el origen necesarios del conocimiento, son sólo dura condición que acompaña al conocer en nuestro estado viador. La experiencia mística dicta que, lejos del conocimiento por mediación sensorial, hay grados de contemplación extática en los cuales quedan suspensos los sentidos externos e internos.
  6. La experiencia no se agota en el ámbito de lo sensible. La visión del ser humano abarca muchos más ámbitos que el sensible: inteligible, afectivo, imaginativo, memorístico, espiritual… El credo positivista, que constriñe su experiencia a lo sólo cuantificable, degrada la abierta actitud fidencial [actitud general de creencia y actitud sobrenatural de fe] del ser humano que no agota su experiencia en lo sensible. Si el ámbito sensible es lo cuantificable, hay aún mayor cúmulo de experiencia humana en lo no cuantificable. Esta es la razón por la que lo no matematizable es más valioso y vital para el ser humano. El influjo que deja en la conciencia lo matematizable es espontáneo y pasajero, mientras que la mayor parte de nuestras experiencias y formas de comportamiento, entre ellas las espirituales y morales, son duraderas y nos comprometen porque va “nuestra vida en ello”. Estas vivencias exceden al método matemático en virtud de que pertenecen a la experiencia no sensible. Este “no sensibilismo” es, precisamente, la vía por la que discurre la experiencia ontológica o mística.
  7. El concepto de διάθεσις o “disposicional genético” de la persona humana por el que ésta es impelida “direccionalmente” a ejercer su potestad, está desarrollado en mi conferencia “Función de la fe en la educación para la paz” en Educar desde y para la paz (1994).
  8. Mi estudio “Tratamiento sicoético en la educación”, en Educación y desarrollo personal (1996), incluye la concepción del ego como proyección en la sique de los estados disgenésicos del yo. Estas disgenesias pueden ser:
  9. Cfr. mi estudio “La persona no es ser para sí ni para el mundo” en Hacia una pedagogía prospectiva (1992).
  10. Las características esenciales de un principio axiomático, ἀρχή, son las de una pretendida indemostrabilidad y evidencia propias. La negación de estas dos notas habría establecido dos absurdos metafísicos: el pluralismo axiomático con el supuesto convencional de elegir arbitrariamente un axioma y un proceso al infinito de términos con imposibilidad absoluta de alcanzar el axioma que se pretende. Estas dos propiedades, que en última instancia están impregnadas de πίστεος ἐνέργεια o energía pística, tienen un sólo motivo metódico: evitar la petitio principii. Hago distinción entre “energía pística” o “creencia”, que es potestativa de todo ser humano en tanto que persona, y “energía fídica” o “fe teologal”, que es la elevación al orden de la gracia santificante de la “creencia”. Este tema fue desarrollado en mi conferencia “Prioridad de la fe en la educación” en Prioridades y ética en orientación (1993).
  11. La concepción genética de la metafísica afirma, frente al universal abstracto, la singularidad genética de seres y de cosas. La abstracción, forma estrábica de la visión metafísica, consiste en extraer de una pluralidad algo que le es común para, separándolo de sus singulares, formar un supuesto ente universal. El resultado de este supuesto ente no puede ser otro que el designado por este seudométodo: un abstracto carente de sentido sintáctico, semántico y metafísico; esto es, un seudorreferente o concepto vacío. Hay diversos tipos de abstracción —formal, total, dialéctica…— y diversos modos de abstracción — separabilidad, reducción, puesta entre paréntesis…— Algunos tipos o modos fueron tratados en la antigüedad y en la Escolástica; más recientemente, la han utilizado, con cierto sentido pretendidamente distinto, Hegel, Husserl, Frege, Russel, entre otros. Puede decirse que ningún modelo filosófico, hasta el presente, ha podido librarse de la tautologicidad que sólo es producto del disgenésico procedimiento abstractivo de la mente.
  12. La moderna lógica sentencial ha sabido explicar este hecho inevitable de la identidad al formular las tres grandes tautologías que había utilizado ya antes la metafísica: la ley de identidad, contradicción y tercio excluso. Preferimos, sin embargo, atribuir la tendencia tautologizante de la inteligencia al seudoprincipio de identidad A→A, al que se reducen, no sólo los de contradicción [(A∧A)], y tercio excluso [A∧~A], sino también los de doble negación [A⟷~~A], intercambiabilidad o conmutación [(A∧B) ⟷ (B∧A), modus ponens [((A→B)∧A)→B], modus tollens [((A→B)∧B)→A], y las llamadas leyes de distribución, transitividad, bicondicional, leyes De Morgan.
  13. Forma extrema de estas actitudes se encuentra, por ejemplo, en la evasión por el alcoholismo o por las drogas que, fácilmente, conducen al suicidio físico.
  14. Imagen del bautismo sacramental en virtud del cual queda borrado por regeneración espiritual lo que había sido transmitido por generación biológica (Cfr. Dz 791).
  15. Toda reflexión viciada por el seudoprincipio de identidad carece de dirección y sentido. Si carece de dirección, también de método porque todo proceso identitático del pensamiento camina a la deriva. Si carece de sentido, también de ciencia porque toda teoría de carácter identitático le falta la consistencia, completitud y decidibilidad que requiere la ciencia “bien formada”. Si me refiero al ámbito moral, la suprema expresión de la identidad es la egolatría de un yo que, despersonalizándose, hace de sí mismo su propio absoluto: esta degradación del amor de una persona, que requiere la apertura a otra persona, convierte al ególatra en antiabsoluto, esto es, en antipersona.
  16. El diablo, padre de la mentira (Jn 8,24), príncipe del mal (Jn 12,31), emperador de la muerte (Hebr 2,14), es, en nuestra opinión, quien encarna, con su máximo grado de egolatría posible, todo el dominio de la identidad. El pecado original no pertenece al dominio de la sola razón; sin embargo, la razón está abierta a la posibilidad de su conocimiento por los indicios que le presentan sus consecuencias en la historia humana. Es sintomático que este pecado original sea descrito por las religiones y por diferentes manifestaciones mitológicas en todas las culturas. La fe cristiana, con fundamento en el Génesis (2,17 y 3,1) revela su origen en Adán y Eva, que transmiten a sus descendientes en tal grado que este pecado original y sus consecuencias ha quedado inherente a nuestra naturaleza humana.
  17. El pecado original de la metafísica hay que atribuirlo al carácter explícito de la formulación “el ser es el ser y el no ser es el no ser” de Parménides que, considerado padre de la metafísica, lo es también de su desviado planteamiento que se transmitirá, de forma explícita o implícita, a la posteridad de los sistemas filosóficos.
  18. Debemos tener en cuenta que no existen el error, la deformación… absolutos. Todas las filosofías poseen siempre un residuo de verdad tan poderoso que pasan a formar parte de la cultura o historia del pensamiento. No en vano afirma San Juan de la Cruz que “un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo” (Dichos de luz y amor, 34). Este poder de la verdad residual, entreverada con el error, es lo que incita al ser humano a fundar o a adscribirse a diferentes religiones entre sí dispares, y a crear o a dejarse influir por sistemas filosóficos tan opuestos y contradictorios unos de otros.
  19. Parménides, considerado “padre de la metafísica” con la formulación “ser es ser” y “~ser es ~ser”, es el primero que formula el seudoprincipio de identidad a nivel metafísico. Esta formulación parmenídica ser es ser y ~ser es ~ser implicita los llamados principios de identidad [A→A], contradicción [(A∧A)] y tercio excluso [A∧~A]. La contradicción y el tercio excluso son, a su vez, movimientos seudodialécticos de la identidad y, en última instancia, se resuelven en ella. La lógica simbólica acude, para fundamentar la identidad, a la reductio ad absurdum que ya empleaban los matemáticos griegos y Kant en su Crítica de la razón pura. La identidad de “A”, supone la introducción de su contradictorio “~A” para obtener con este supuesto la contradicción “A∧~A”; pero, al no admitirse la contradicción “(A∧A)”, hay que rechazar el supuesto “~A” para afirmar “A”. Asimismo, para fundamentar la identidad de “~A”, por la reductio ad absurdum, debe concluirse la afirmación de “~A”. Se presenta, por tanto, la alternativa que implica el tercio excluso:~A”. Más adelante observaremos que, en la carencia de sentido semántico del seudoprincipio de identidad, la afirmación de “A → A” tiene la misma validez que la afirmación de “~A → ~A”.
  20. La identidad no tiene ningún significado metafísico ni epistemológico. De hecho, las ciencias positivas no utilizan, ni en cuanto al método, ni en cuanto a su objeto, la identidad: ésta no produce ciencia. El significado de la identidad se remite al lenguaje común: reconocimiento por medio convencional de algo o de alguien; caso, la bandera o el documento acreditativo de un individuo. Entran a formar parte de la identidad las expresiones “ser es ser”, “ser en cuanto ser”, “ser en el ser”, “ser por el ser”, etc., porque son meras reduplicaciones de un mismo término [SS] en virtud de carecer de functor diádico (es, en cuanto, en el, por el… son seudofunctores diádicos); por tanto, expresiones que, viciadas por la identidad, carecen de sentido sintáctico, semántico y metafísico.
  21. El nombre “metafísica” ha tenido, desde su bautizo por Andrónico de Rodas en el siglo I a. C. hasta nuestro tiempo muchas discusiones en virtud de la problemática suscitada sobre su objeto propio. Este objeto, que no está claro en el mismo Aristóteles [“ser en cuanto ser” (τὸ ὄν ᾗ ὄν) en filosofía primera (πρώτῃ φιλοσοφία); “sustancia separada e inmóvil” en filosofía teológica, (φιλοσοφία θεολογική)], es discutido y matizado en las diversas corrientes escolásticas y postescolásticas.
  22. La hermenéutica es, para los filósofos de esta rama, una especie de filosofía primera o metafísica: Gadamer y Ricoeur, pongo por caso, llegan a afirmar que la metafísica es el camino válido del filosofar mismo. Menciono, entre otros, a los siguientes autores modernos que, defendiendo un modo propio de metafísica, imponen los siguientes objetos: transcendentalidad hermenéutica y semiótica, en Apel y Habermas; formalización lingüística, en Tugendhat; visión de las cosas como fruto de la imaginación sentida, en Deaño; realismo transcendental o crítico, en Külpe; función de crítica cultural, en A. Schaff; referencia metafórica, en Ricoeur…
  23. Esta locución, que dio lugar al famoso Vejamen de 1577_,_ fue cincelada por Santa Teresa en los conocidos versos «Alma, buscarte has en Mí / y a Mí buscarme has en ti». El sentido de la locución revela la actuación de dos personas en el conocimiento místico, desmintiendo la fórmula socrática y senequista de sabor identitático “Búscate a ti mismo”.
  24. Mi distinción entre “creencia” y “fe” nada tiene que ver con la de Marcel al considerar la creencia como “un creer que” y la fe como “un creer en”. Las estructuras gramaticales “creer que” y “creer en” tienen, mediante las reglas de transformación que pasa por alto Marcel, el mismo sentido semántico. El mismo significado posee la oración gramatical “yo creo en la existencia de Dios” que esta otra transformada: “yo creo que Dios existe”. La creencia y la fe no son dos especies distintas; antes bien, dos formas o niveles de la virtud de la fe: el primer nivel, el πίστεως ἐνέργεια o “energía pística” que podemos llamar “creencia” es el ámbito general que envuelve, no sólo las religiones y creencias, antes bien, toda la actividad humana; el segundo nivel, fe teologal, “energía fídica” que podemos llamar “fe” no es un acto distinto, antes bien, es la elevación al orden sobrenatural del primer nivel. La afirmación de que fueran dos actos distintos introduciría, teológicamente, en la persona humana dos hombres superpuestos: el hombre viejo y el hombre nuevo. El enunciado es exacto: no hay superposición, antes bien, transformación. El sicoanálisis religioso puede moverse en el ámbito de la creencia o primer nivel de la fe. El ámbito propio de la fe sobrenatural es inaccesible por sí mismo a la simple creencia; sin embargo, puede reconocerse en las repercusiones sicosomáticas y otras manifestaciones por el hecho de que el ámbito de la creencia, aunque no es el ámbito de la fe, está abierto por su misma naturaleza, al ámbito de la fe. (Cf. “Tratamiento psicoético en la educación” en Educación y desarrollo personal, 1996).
  25. Una inteligencia incrédula, desconfiada, opaca, obsesiva, se sume en la complejidad del prejuicio deformando y restringiendo la recta visión extática del dominio potestativo de una inteligencia abierta por la fe al infinito. Nuestra inteligencia posee ante el misterio, más que “incapacidad”, capacidad que, aunque limitada por su propia finitud, está constitutivamente abierta al infinito. La inteligencia humana posee, por tanto, dos límites: formal, su finitud per creationem ex nihilo; transcendental, su apertura a la infinitud per imaginem et similitudinem Creatoris. La capacidad de nuestra inteligencia es, por tanto, la de un finito abierto al infinito por la divina presencia constitutiva del Infinito.
  26. Este quid est es pregunta de esencia que abre la inteligencia del niño poniendo a éste en la expectativa de aprehender, mediante la respuesta recibida, aquello que sus padres o sus mayores le enseñan. A la pregunta de esencia se añade nueva pregunta determinada por un quia, un “porqué” que implica dos proyectivos ontológicos: esencial, descubrir las propiedades de lo que pregunta uniéndolas al quid est; direccional, ir al origen o límite al que tiende la sucesión del quia rechazando, a su vez, el absurdo de un más allá interminable.
  27. Cfr. “Prioridad de la fe en la educación” en Prioridades y ética en orientación (1993), y “Función de la fe en la educación para la paz” en Educar desde y para la paz (1994).
  28. Entiendo el concepto “exacto” en un sentido más amplio que el matemático: éste significa sólo orden de todas las funciones numéricas en relación con un conjunto de axiomas. La exactitud metafísica y ontológica se refiere a la formación de todos los enunciados por un solo principio o axioma absoluto: la concepción genética del principio de relación.
  29. El carácter numérico y cuantificable de lo fenoménico pertenece a la ruptura a priori, por el sujeto absoluto, de la identidad “vacío de ser es vacío de ser” en tal grado que su resultado es la constitución ad extra de la “genética posibilidad”, estructurada por leyes teóricas que se hacen constantes fácticas en virtud de la libre creación ex genetica possibilitate, por el sujeto absoluto, de los seres y las cosas. Si negamos la creación, habríamos negado, a su vez, la actualización de la genetica posibilitas, por tanto, la onda genética constitutiva de un espacio y un tiempo que habrían quedado vacíos, contra nuestra experiencia, de historia. Las leyes teóricas constituyen la teoricidad matemática que, con la simbolización algebraica y geométrica de la que participan las llamadas ciencias empíricas, es el objeto de lo que he dado en denominar “metafísica matemática”.
  30. Enuncio, conforme a mi pensamiento, estos tres constitutivos:
    1. Consistencia, porque la negación a priori del llamado principio de identidad hace imposible la carencia de sentido sintáctico, semántico y metafísico del axioma con sus enunciados y teoremas, en tal grado que, dado un enunciado [] bien formado de una ciencia, v.g. la concepción genética de la metafísica (), no es el caso que su afirmación [] y su negación [~] sean, a la vez, teoremas de esta ciencia []: ~().

    2. Completitud, porque el axioma con sus enunciados y teoremas se rigen por las características metódicas de un origen, sintaxis y réplica, en tal grado que estos tres elementos excluyen la petitio principii implícita en toda fórmula tautológica; no es el caso que, dado un enunciado bien formado [] de una ciencia, v.g. la metafísica genética [T], este enunciado [] se explique y no se explique por sí mismo: ~[() ∧ ()].

    3. Decidibilidad, porque es posible decidir, verificado el corte analítico y su procedimiento de la reductio ad absurdum, la resistencia del axioma con sus enunciados y teoremas, en tal grado que la afirmación de un enunciado bien formado de una ciencia, v.g., la metafísica genética, denuncia su carácter abierto y excluye ser obtenido por negación de su contrario: [+] → [~(→~~ )].

  31. El término “genético” es, en mi pensamiento, un concepto abierto que, significando “transmisión hereditaria de valores”, se refiere per communicationem et non per analogiam, no sólo al ámbito biológico, antes bien, al sicológico, moral, ontológico, metafísico. El ámbito metafísico es el que recibe la definición suprema de lo genético: “transmisión de todo el carácter hereditario de [] a [], de [ con ] a [], de [] a [ con ]”. Los demás grados de geneticidad, ontológico, moral, sicológico, biológico, son, supuesta la creación, imagen y semejanza de la geneticidad metafísica.
  32. Hago distinción entre dos verbos o sustantivos: absolutizar o absolutización y absolutivar o absolutivación. Toda absolutización, resultado de la tendencia tautologizante de la inteligencia humana, es un constructo identitático, un εἴδωλον, un ídolo o simulacro, que, separado de la realidad del Absoluto, tiene por seudorreferente un abstracto en el que se autoafirma el yo intelectual del ser humano. Esta autoafirmación identitática es degradación de la genética acción absolutivante de una inteligencia que, abierta al Absoluto, puede construir con el Absoluto conceptos bien formados. Confirman estos supuestos dos ejemplos: si me refiero a la absolutización, la búsqueda de nuestra propia identidad “yo soy yo” nos conduce, haciendo de nuestro yo un absoluto cerrado, a la despersonalización; si me refiero a la absolutivación, la búsqueda de algo + que yo conduce, por genética unión con el Absoluto constituido por personas divinas, a nuestra mística personalidad. El enunciado es preciso: nuestra inteligencia es, supuesta su creación, mística u ontológica inteligencia de la divina o metafísica inteligencia. La razón es sencilla: la inteligencia humana, siendo imagen de la inteligencia divina, es un absolutivo del Absoluto. Lo Absoluto no es, como afirman algunos autores, una noción tautológica: “lo Absoluto es lo Absoluto”. La noción “bien formada” del Absoluto es, en virtud de mi concepción genética del principio de relación, un Sujeto Absoluto constituido: en el ámbito intelectual o dianoético, por dos y sólo dos seres personales, única Binidad, en inmanente complementariedad intrínseca; en el ámbito revelado o hipernoético, por tres y sólo tres seres personales, única Trinidad, en inmanente complementariedad intrínseca. Estos dos ámbitos son por mí denominados de diversas formas: a) son sinónimos del ámbito o nivel intelectual o dianoético expresiones como ámbito o nivel deificans, ecuménico, pístico o de la creencia, general, fundante, de la gratia prima, de la gracia actual o divina presencia constitutiva; b) son sinónimos del ámbito o nivel revelado o hipernoético, el ámbito o nivel transverberans, cristológico, fídico o de la fe, selectivo, transformante, de la gratia secunda, de la gracia santificante o mística procesión.
  33. El verbo “videnciar” posee, en mi pensamiento, el significado de “forma de visión” o “visión bien formada”. Si afirmo “este hombre tiene visión política”, quiero significar, no cualquier tipo de visión —visión vulgar, abstracta o informe—, antes bien, una visión bien perfilada y estructurada, en tal grado que, ante la sociedad, este hombre queda cualificado políticamente. La “videncia” metafísica es estado de “visión formada” que la inteligencia posee en virtud de su apertura, por medio de la intuición, al sujeto absoluto. Videnciar la concepción genética del principio de relación, incluyendo, en orden a su dirección y sentido, todas las implicaciones de la ratio intelligentiae y de la ratio fidei, es tener “visión bien formada” de la metafísica genética.
  34. Hago distinción entre ser y cosa: el ser es un vital que se rige por la divina presencia constitutiva de la vida de un sujeto absoluto que actúa como principio; la cosa es un compositum materiale que se rige por sus propias leyes matematizadas por la actio in distans del sujeto absoluto.
  35. Rechazo la distinción de razón, con todos sus tipos, porque es un proceso analítico “mal formado” de la inteligencia. La razón se debe a que la inteligencia, en oposición a lo real, tiene que admitir acerca de lo mismo dos contradicciones: una supuesta identidad real de dos entes de razón fuera de la razón que son distintos dentro de la razón; una supuesta distinción de estos dos entes de razón dentro de la razón que son idénticos fuera de la razón. El conflicto dispar de la identidad, con sus paradojas y contradicciones, ha entrado en una reacción en cadena de absurdas tautologías: la tautologización del ente contra la tautologizacion de la razón, la tautologización de la razón contra la tautologización de la “no-razón”, la tautologización de un ente de razón contra la tautologización de otro ente de razón, la tautologización de un ente real contra la tautologización de dos entes de razón…
  36. El gene de [] o se identifica con [] o es realmente distinto: si se identifica con [], se incurre en la identidad [] es []; si es realmente distinto, el gene es nueva persona divina, esto es, [].
  37. “Ser +” es fórmula simbólica expresada por el enunciado “el ser tiene gene”, que, a su vez, adquiere el sentido singular “[] es el gene de []. Este enunciado es, aplicando las características metódicas del principio, transformable en los enunciados: “[] engendra a [], [] es engendrado por []”.
  38. Nada tiene que ver mi concepto de “razón de suficiencia” con la “razón suficiente” de Abelardo, Giordano Bruno o su elevación a principio formulada por Leibniz con el que llegará a concebir este mundo como el mejor de los posibles. Dos son las posturas extremas que, en nuestra opinión, arroja la filosofía moderna sobre el grado de certidumbre: la de Leibniz, que instatura, con su “razón suficiente”, un “racionalismo teórico” cuyo límite es el “cálculo infinitesimal”; la de Jacob Bernoulli, que instaura, con su “razón insuficiente”, un “racionalismo tecnológico” cuyo límite es el “cálculo de probabilidades”. Nada más lejos de mi pensamiento metafísico que estos principios que tienen que funcionar con el de identidad y el de contradicción. El intento de romper la identidad con el cálculo matemático ha resultado baldío: ahí permanecen las dos formas del racionalismo contemporáneo que se imponen a toda concepción del hombre con sus implicaciones antropológicas, sociales, políticas… El carácter de suficiencia de la visión metafísica, poseyendo las notas de la consistencia, completitud y decibilidad, tiene el sólo dominio de una inteligencia que, conociendo no sin la dura condición del complejo sicosomático de los llamados sentidos externos e internos y de las llamadas facultades, no satisface a nuestra visión que, aunque abierta al infinito, tiene como límite formal la finitud.
  39. La consistencia, completitud y decidibilidad de la ratio fidei excede al sólo dominio de una inteligencia humana [intelligentia creentia formata tantum] que, abierta por la fe a la infinitud [intelligentia fide formata], es, per viam revelationis, imagen y semejanza de la visión divina de todo el dominio. Sólo la omnisciencia divina posee la visión de todo el dominio. Afirmo, por esta causa, que nuestra visión sobrenatural, siendo imagen y semejanza de la visión divina, es, formada por la fe in statu viae y por la visión beatífica in statu gloriae, mística u ontológica omnisciencia de la divina o metafísica omnisciencia.
  40. El ἐγώ εἰμι, expresión de un ser personal de carácter absoluto, revela, cuando menos, dos singulares personales con el mismo carácter absoluto: la persona de Dios Padre (Ex 3,14) y la persona de Dios Hijo (Jn 8,24). No deben confundirse, ontológicamente, los conceptos de “identidad” y “singularidad”: la identidad, llevada a sus últimas consecuencias, es el resultado de cerrar la persona en su propia persona en tal grado que, sacada o separada [ἀφαίρεσις = abstracción] de aquello por lo cual es constituida, queda reducida a un seudoconcepto en el que se destruye toda comunicación, apertura o progreso; la singularidad necesita, al menos de dos términos en los que “cada cual” no es completo [σύνολος= concretus] sin el otro. El concepto de singularidad personal significa, por tanto, el carácter concreto, completo, que tiene un “cual” abierto a otro “cual”, esto es, un “quién” genéticamente abierto a otro “quién”. El ἐγώ εἰμι singular del Padre y del Hijo es un “nosotros somos” [ἡμεῖς ἐσμεν correspondiente al “Padre y yo somos uno”: ἐγὼ καὶ ὁ πατὴρ ἕν ἐσμεν (Jn 10,30).
  41. El nivel deificans del modelo es abierto al nivel transverberans y éste al nivel deificans, por tanto, pueden presentarse en el nivel deificans indicios, que son revelados de forma plena en el nivel transverberans. Las llamadas prefiguraciones y “antitipos” del Antiguo Testamento, sobre todo los innumerables textos que nos hablan del “Espíritu de Dios”, son corroboración de estos indicios a nivel deificans. El Espíritu Santo como persona divina, realmente distinta del Padre y del Hijo, es un excedente ontológico del nivel deificans de la concepción genética del principio de relación [], sin embargo, la revelación de Cristo ilumina con plenitud lo que sólo era indicio a la razón. Cfr. “Experiencia mística y lenguaje”, ponencia presentada por mí en el Congreso Semiótica del texto místico en la universidad de L’Aquila (1991).
  42. Este diseño divino, que radica en el carácter genético del espíritu, creado a imagen y semejanza divinas, es carácter ontológico de la unión constitutiva y santificante. San Juan de la Cruz se refiere sólo a la unión santificante, formada por las virtudes teologales, cuando afirma: «Pero sobre este dibujo de fe hay otro dibujo de amor en el alma de el amante […] en la cual de tal manera se dibuja la figura del Amado y tan conjunta y vivamente se retrata cuando hay unión de amor que es verdad decir que el Amado vive en el amante y el amante en el Amado. Y tal manera de semejanza hace el amor en la transformación de los amados, que se puede decir que cada uno es el otro y que entrambos son uno» (Cántico 12,7).
  43. El concepto de éxtasis [del griego εκ στασις es el de acto ontológico o energía constitutiva de la persona humana que, rompiendo la identidad de la persona consigo misma, abriéndose por ello a la infinitud, se une con sus semejantes bajo aquella forma de unión con la que la exigencia necesaria del sujeto absoluto la define. La etimología de la palabra εκ στασις [ek-stasis], teniendo el significado originario de “salir de para ir a”, esto es, de “elevar algo a un referente transcendental que, definiéndolo, lo enriquece”, es ajeno a las patologías significadas por los conceptos de sublimación o de enajenación. La razón es precisa: estos estados anómalos no tienen referentes o relatos transcendentales, antes bien, seudorrelatos identitáticos cuya característica es la deformación ficticia o imaginaria.
  44. Hago distinción entre elevación a ontología de la teología mística y elevación a metafísica de la teología pura. El ὄντος, aquello por lo que el sujeto humano es “ser siendo”, pero no un simpliciter “ser siendo”, antes bien, el ontólogo “ser siendo de”, tiene el exigencial de un μετά, aquello por lo que el sujeto absoluto es el metafísico ser + del cual aquel procede.
  45. No existe, por su carácter tautológico, el monoteísmo absoluto unipersonalista; antes bien, en el ámbito de una creencia “bien formada”, el monoteísmo binitario; en el ámbito de una fe “bien formada”, el monoteísmo trinitario. Tanto la Binidad como la Trinidad, que parecen incompatibles con las grandes religiones monoteístas por su creencia en único ser personal divino, pueden ser admitidas, en especial la Binidad, de un modo culto por los indicios que presentan estas mismas religiones. «No cabe duda alguna —decía Wilhelm Wundt, aunque en otro contexto— de que un monoteísmo absoluto no se da propiamente sino en filosofía, y de que, en la religión popular, ni aun en el pueblo de Israel ha existido un monoteísmo estricto» (Elementos de psicología de los pueblos (1912), traducción española de Santos Rubiano, Jorro, Madrid 1926, pág. 316). Sin embargo, la atribución a la filosófica de la invención del monoteísmo absoluto no tiene otra razón que la del vicio intelectual y existenciario de la identidad en los sistemas filosóficos.
  46. La aniquilación a priori del vacío de ser en cuanto vacío de ser por el Sujeto Absoluto es, en mi pensamiento, la genetica possibilitas ad extra, esto es, lo que no es el Sujeto Absoluto, pero no es sin el Sujeto Absoluto; en ningún caso, puede afirmarse, por tanto, el absurdo de la nada absoluta o nihilismo. La creación divina no tiene que ver, por tanto, con el ex nihilo simpliciter que viene del supuesto identitático “nada es nada”, antes bien, con la ex genetica possibilitate que constituye la posibilidad de la creación ad extra. Este tema está desarrollado por mí en “Concepción genética de lo que no es el sujeto absoluto y fundamento metafísico de la ética” en Raíces y valores históricos del pensamiento español (1990).
  47. El concepto “presencia”, del latín praesentia (plural neutro del part. pres. de praesum), tiene el significado de lo que es “en persona”, esto es, de lo actual, inmediato o incondicionado. La divina presencia constitutiva es este “en persona” ontológico porque las personas divinas se “personan”, esto es, hacen acto de presencia en nuestro espíritu creado para constituirlo, a su imagen y semejanza, como tal persona. El verbo español “personarse” significa “hacer acto de presencia”, presentarse personalmente en alguna parte; en este caso, es estar presente constitutivamente dando carácter personal al lugar donde hace el acto de presencia. Este lugar ontológico personalizado es la persona humana. ¿Qué es lo que hacen las personas divinas con el espíritu que crean? Una personificación, una prosopopeya ontológica, esto es, una recreación de sí mismas.
  48. Cfr. “Función de la fe en la educación para la paz” en Educar desde y para la paz (1994). Esta definición mística del hombre no queda reducida sólo al bautizado; antes bien, es propiedad de todos y cada uno de los seres humanos. La deidad es sub ratione gratiæ creationis vel gratiæ creentiae, “binidad” formada por la divina presencia constitutiva del acto absoluto y su sujeto absoluto constituido por dos personas divinas o “Binidad”; sub ratione gratiæ sanctificantis vel gratiæ fidei, “trinidad” formada por la elevación de esta presencia constitutiva al orden sobrenatural [mística procesión] constituida por tres personas divinas o “Trinidad”. La afirmación, por tanto, en relación con la “trinidad”, en el ámbito de la gracia santificante, es que el ser humano es “mística santísima trinidad de la Divina Santísima Trinidad”.

  49. Cfr. “Tratamiento psicoético en la educación” en Educación y desarrollo personal (1996). El espíritu humano es creado en el mismo momento de la concepción humana. Pertenecen a la sicosomatización los dinamismos biológico-animales heredados en parte del precedente homínido; por tanto, subyacen a los caracteres hereditarios.
  50. No hay que confundir las acciones teándricas que se predican teológicamente de la unión hipostática de las dos naturalezas, divina y humana, en la persona divina del Verbo encarnado. Afirmo, por esta causa, que nuestra acción es mística teandría de la divina teandría. La diferencia de las dos teandrías es precisa: en la persona humana, mística u ontológica; en la persona del Verbo, divina o metafísica.
  51. Esta transformación de amor trinitario es corroborada por San Juan de la Cruz cuando afirma: «No sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado (…) y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza» (Cántico espiritual, 39,3).
  52. Este imperativo se opone frontalmente a toda concepción pesimista del hombre como la inculcada por Hobbes que, con su “homo homini lupus”, desacraliza el pecado original; o por el insustantivo optimismo ingenuo propuesto por Rousseau que, con la bondad salvaje de su Emilio, desacraliza el estado de justicia original.
  53. Las personas divinas, en estado de inmanente complementariedad intrínseca, se extasían entre sí constituyendo, a su vez, única naturaleza, única sustancia, única esencia divinas. El éxtasis de amor de las personas divinas entre sí es apoteosis absoluta de su ser, estar y existir. La esencia de la Santísima Trinidad, expresada por el «θεὸς ἀγάπη ἐστίν» [«Dios es amor» 1 Jn 4,16], consiste en esta divina apoteosis del éxtasis de amor de las personas divinas entre sí.
  54. Las actitudes sádicas y masoquistas, relacionadas con el sufrimiento humano a la deriva, nacen de la identidad existenciaria que tienen como término la egolatría.
  55. Quiero decir que todo dolor afecta a la existencia humana.
  56. Cfr. 1Cor 13,4ss.
  57. Mensaje mío al II Congresso Internazionale di Medicina e Migrazioni (Roma 11-13 Luglio 1990).