Concepción mística de la antropología de Fernando Rielo
Concepción mística de la antropología de Fernando Rielo
José María López Sevillano
(Roma, 2012)
Publicado en
Proceedings Metaphysics 2009 Fifth World Conference,
Rome, November 8-10, 2012,
Fundación Fernando Rielo, Madrid 2015, 55-63.
La antropología de Fernando Rielo nos hace caer en la cuenta de que el ser humano no sólo es razón o inteligencia, no sólo voluntad o deseo, no sólo lenguaje o símbolo, no sólo sociedad o cultura, no sólo economía o política, no sólo historia o arte. Por esta razón, nos deja una concepción de la antropología que debe ser integral y suponer una definición transcendente del ser humano que dé unidad, dirección y sentido a todos sus niveles (cuerpo, alma, espíritu) y dimensiones (personal, social, histórica, religiosa, científica, artística). De este modo, podemos tener los distintos caracteres que conforman una antropología que abarca todos los diversos ámbitos: biológico, arqueológico, científico, médico, ecológico, sicológico, siquiátrico, filosófico, religioso, teológico, artístico, social, cultural, político, económico, industrial, etc. No existe ninguna dimensión y nivel del ser humano que pueda escapar a una verdadera y auténtica antropología. Todo lo que es el ser humano y dimana de él debe adquirir el sentido de aquello que lo define transcendentalmente.
La concepción mística de la antropología de Fernando Rielo es potenciante, incluyente, dialogante: una concepción mística que parte de una dimensión universal, ecuménica, que pudiera ser válida para todas las religiones, y que, al final, presenta la cima o plenitud del amor divino en Cristo encarnado, muerto y resucitado por amor al ser humano. Es, por ello, luz prístina, aire fresco que nos compromete a salir de nosotros mismos, y es eso lo que, en el fondo, todos deseamos: el compromiso genético basado en la vida, en la experiencia, y en ningún caso, en la falta de fuerza y de compromiso al que nos arrastran las estructuras y las ideologías. Es más, estructura e ideología son la justificación, el terreno abonado, para que el ser humano, desnortado, se eche al monte despavorido sin saber qué sentido dar a los valores, a la inmensa riqueza que supone la vida y, al mismo tiempo, sin saber qué hacer con las carencias, la enorme problemática en el discurrir histórico de la persona y de la sociedad que comportan sufrimiento y gozo, decepción y entusiasmo, muerte y vida, egoísmo y generosidad.
Debemos darnos cuenta de lo que Fernando Rielo y su Escuela entienden por “mística”. Si acudimos a la etimología griega, viene del verbo μύω, que significa “cerrar los ojos”, “cerrarse”, “callar”; y del adjetivo μυστικόν, que tiene el significado de lo “secreto”, de lo “relativo a los misterios”. Estas significaciones, y la carga semántica que ha ido acumulando en el lenguaje de los escritores místicos, nos lleva a expresar su recto sentido: “cerrar los ojos al egoísmo para abrirlos al amor”, “hacer callar lo que no es Dios para escuchar a Dios, vivirlo y sentirlo”, “entrar en el mundo inefable del amor divino y del ejercicio de la virtud remontándonos sobre el egoísmo y su proyección en la lógica del mundo”. La mística es, por tanto, ajena a toda connotación de exaltación imaginaria, de huida de la realidad, de especulación irracional, de esoterismo. No podemos, además, reducir la mística exclusivamente a los fenómenos considerados extraordinarios[^1], que requieren una intervención divina directa y excepcional. La mística no es sólo la experiencia de esta clase de fenómenos. Estos constituyen un ínfimo apartado del inmenso ámbito de la teología mística, y no debe ser considerado, en absoluto, como el apartado más importante.
¿Qué es, en definitiva, la mística? La acción de Dios en el ser humano con el ser humano. Es una ACCIÓN TEANTRÓPICA.
Dicho esto, veamos quién es la persona humana. Comencemos por la experiencia formal más visible o sensorial: tenemos experiencia del cuerpo o soma con el que nos relacionamos con el cosmos; tenemos experiencia del alma o psique y con ella de nuestros sentimientos, imaginación, memoria, (nuestro cuerpo y nuestra psique la compartimos con los demás vivientes no personales); tenemos experiencia del espíritu, del amor, de la justicia, de la verdad, del bien. No somos tres entes independientes (CUERPO, ALMA Y ESPÍRITU), sino un espíritu sicosomatizado: un espíritu que asume las funciones sicológicas y las funciones orgánicas con el objeto de constituir la unidad de naturaleza. Tendríamos, de este modo, una antropología formal, que estudia el espíritu sicosomatizado, con sus estructuras y proyecciones, con sus funciones sicoespirituales y sicosomáticas, con la instintivación y pulsionalidad, con la estimulación y la sensorialización. Pero no sólo somos un espíritu sicosomatizado, sino que el espíritu posee un estado, una forma, una razón de ser por lo que podemos tender al absoluto, ser capaces de Dios. A esto lo denomina Fernando Rielo, gene ontológico o místico, donde está el patrimonio genético a nivel espiritual. Este patrimonio genético es en virtud de la divina presencia constitutiva del Absoluto, que es donde se dan todos los valores y virtudes en grado pleno e infinito. ¿Qué hace la divina presencia constitutiva en nuestro espíritu? Personarse para genetizarnos, vivificarnos, hacernos personas a su imagen y semejanza. Esta genetización de nuestro espíritu en el momento de nuestra concepción es lo que da lugar al patrimonio genético que nos hace mística deidad, a imagen y semejanza de la divina Deidad.
Con la mística de Fernando Rielo, la religión se nos presenta como lo más natural en el hombre, abierta, sin rodeos, sin falseamientos. Hoy ya no puede ser de recibo un cristianismo que no es vivido ni testimoniado. Así nos lo expresaba vehementemente nuestro autor hace más de una década en uno de sus discursos al Premio Mundial de Poesía Mística: «No debe pasar desapercibida [la experiencia mística de Dios] a aquel que se sabe cristiano, o judío, o musulmán, o budista, o, simplemente, religioso de cualquier religión. El teólogo católico, Karl Rahner, vaticinaba que el cristiano del futuro o será un ‘místico’ o no podrá ser cristiano[1]. Porque la espiritualidad del futuro no se apoyará en convicciones o en ambientes religiosos generalizados, sino en la experiencia de Dios y en la decisión personal. Ya lo había dicho Tertuliano: “Los cristianos se hacen, no nacen”»[2].
Si el cristiano no sabe vivir y dar testimonio del Evangelio en toda su profundidad y compromiso, y tampoco lo sabe expresar como conviene, seguramente tendrá poco que decir a las demás religiones, e, incluso, a muchos ateos o agnósticos que son hombres y mujeres que, practicando un humanismo cualificado, buscan con sinceridad la verdad e intentan vivirla de un modo ejemplar. Cristo no es ajeno a ellos: «También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor» (Jn 10,16). Al escriba que responde con sensatez, le asegura: «No estás lejos del Reino de Dios» (Mc 12,34). En fin, Dios está siempre con quienes tienen buena voluntad (cf Lc 2,14).
Por otra parte, muchos creyentes se sienten, asimismo, débiles o avergonzados de su religión o de sus creencias. El secularismo todo lo invade en la sociedad actual; los medios de comunicación, la cultura, la política, las costumbres, influyen poderosamente en el debilitamiento de la experiencia de la virtud. Se prefiere hacer pasar por verdadero las “delicias” de la “tendencia egotizadora”[3], racionalizándolas, haciendo filosofía del egoísmo y su proyección en la mundanidad. Nos empeñamos en justificar el ejercicio de una libertad a la deriva.
La razón y la libertad se absolutizan sistemáticamente en las costumbres a partir de la Revolución Francesa, aunque ya se habían sistematizado en la filosofía muchos siglos atrás. El racionalismo escéptico y relativista, junto con las teorías de las libertades económicas, culturales y éticas, están presentes en la vida pública como ídolos que hay que alimentar. Frente a este maremagnum de idolatría, hay siempre —qué duda cabe— un resurgir, una renovación, una actuación eficaz del Espíritu que sigue actuando, de diversos modos, a través de los apocalipsis de cada siglo. Hoy —debido a la técnica— casi todas las cosas se conocen de inmediato. Es el vértigo de la vida, de los acontecimientos. Es la ansiedad social, globalizada, que nos invade. Se necesita paz, calma, para asimilar lo que es preciso y dar unidad, dirección y sentido a nuestras vidas. Se requiere experiencia mística; no existe otro camino razonable y liberador.
La sed de Absoluto, la vocación a la transcendencia, la apertura al infinito, son experiencias que, de uno u otro modo, no dejan de acuciar en todo momento al ser humano. A todos nos sobrecogen. De la sed de Absoluto parten todas las culturas, todas las religiones, todas las filosofías; al Absoluto tendemos cada día en nuestro “ser+”. Nadie quiere tender a “ser–”[4]. No nos conformamos nunca, en nuestra interioridad, con lo menos, a no ser que nos suceda algo “disgenético”, algo que no marcha bien en nuestra biología, en nuestra sicología o en nuestro espíritu.
Rielo distingue lo genético en sentido somático o biológico, en sentido sicológico o moral y en sentido espiritual u ontológico. Sin embargo, todo se está confundiendo hoy —y casi siempre— con lo biológico (pan-biologismo), o con lo síquico (pan-siquismo), o con lo espiritual (pan-logismo); quizás más con lo biológico que con los otros dos ámbitos. La vida de nuestra sique, como es la de nuestros sentimientos, deseos, intenciones, fantasía, recuerdos, etc., no pertenece a la vida biológica, aunque tenga relación con ella: lo biológico está abierto a lo sicológico, y lo sicológico a lo biológico. No debe confundirse “apertura” con “integración reductiva”, entendiendo esta expresión como “o todo es biológico integrando en sí lo sicológico, o todo es sicológico integrando en sí lo biológico”; lo cual no es cierto. Lo mismo sucede con la vida del espíritu; a ésta pertenecen la vivencia del amor, de la verdad, de la justicia, de la bondad, de la generosidad. Lo espiritual no pertenece ni a la vida biológica, ni a la vida sicológica, aunque, en la naturaleza del ser humano, lo espiritual tenga relación con lo biológico y lo sicológico. Los tres ámbitos son inseparables, pero inconfundibles. La vida del espíritu actúa en lo específico de la vida sicológica y de la vida somática porque lo sicológico y lo biológico están abiertos a lo espiritual. La geneticidad espiritual asume, por tanto, la geneticidad sicológica y la geneticidad biológica sin destruir o aniquilar las funciones propias de éstas.
Lo ontológicamente genético, lo connatural a todos los seres humanos desde la vida del espíritu, es el “+” con término en el infinito. Este infinito es el Absoluto presente en nuestra consciencia[5] de un modo especial, definiente, desde donde podemos dar unidad, dirección y sentido a nuestras vidas, a lo que nos rodea, a la realidad que todo lo envuelve.
Nuestra relación con el Absoluto, presente constitutivamente —queramos o no queramos— en nuestra interioridad, es unas veces inmadura e infantil; en otras ocasiones, es desviada y falsificada; en otras, podemos creer que estamos en buen camino y seguramente lo estemos; y en otras, nos armamos de razones y sentimientos para rechazarla. Todo inútil. Ahí está y ahí permanece constituyéndonos. Su falsificación y rechazo requiere de los mecanismos de defensa sicológicos para encontrar, si acaso, una cierta homeostasis o equilibrio superficial en orden a seguir viviendo con enfermizo espíritu.
Hoy, más que nunca, debemos todos ponernos de acuerdo en una sola palabra vivida y hecha carne de nuestra carne: el Amor Absoluto. No cualquier amor. No un amor a medias, hecho a nuestra medida, que en general suele ser más pequeña de lo que pensamos. Es un amor que, como nos expresa el mismo Fernando Rielo, no puede incurrir en las ideologías, que reducen, excluyen y fanatizan. El amor auténtico es el que potencia al ser humano y no lo reduce; un amor que es dialogante e incluyente, lejos de cualquier exclusivismo y separatismo; un amor que es abierto y no intransigente, lejos del fanatismo y sectarismo. El amor posee todas las bondades, todas las verdades, todo lo que es bello, todo lo que es educación, todo lo que es buen gusto. El amor con sus exigencias propicia la felicidad del ser humano; contrariamente, el egoísmo con su evasión acaba en su propia infelicidad. El odio y la violencia engendran odio y violencia. Es la anómala experiencia de lo antimístico.
El Evangelio es el código en el cual se encierra el saber y poder de Dios. La clave de este código es la generosidad o el amor por el cual podemos adentrarnos:
a) en la intimidad de un Padre que engendra a su Hijo y lo envía, encarnado en una naturaleza humana, al ser humano;
b) en la intimidad del Hijo que nos dice cómo ir al Padre con su palabra y con su ejemplo;
c) en la intimidad de un Espíritu Santo que, revelado por el Hijo y enviado por el Padre y por el Hijo, nos lleva a la plenitud de la verdad divina y a dar unidad, dirección y sentido a todo lo que es y existe.
La experiencia mística nos tiene que llevar a descifrar la información que nos proporciona este código. El amor, encarnado en Cristo, es el camino, la verdad y la vida, que nos da la clave de este código. Todas las dimensiones del amor están encerradas en el Evangelio, y sólo desde el amor y con el amor se puede vivir y dar testimonio del Evangelio. Ahora bien, ¿cuál es la medida del amor que cada cristiano debe tener? Está mucho más allá de la moral primitiva del ojo por ojo y del diente por diente, y más allá de los mandamientos: «Oísteis que se dijo a los antiguos… pero yo os digo» (Mt 5,20,48). He aquí el código moral de Cristo, que culmina en el Sermón de las Bienaventuranzas (Mt 5,3-12). Tampoco es mandamiento suficiente el amor al prójimo como a uno mismo: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19,18). Este mandamiento fundamental es regla para todas las religiones. La religión cristiana, incluyendo este supuesto, está fundamentada en otro que lo perfecciona llevándolo a su plenitud. Es un nuevo mandamiento por el que el cristiano debe superar una ética tradicional de no hacer a los demás lo que no se quiera que le hagan a uno mismo (Tob 4,15). El mandamiento que debe constituir la forma del comportamiento del cristiano es preciso: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13,34). El amor del cristiano tiene la medida del mismo Cristo; es decir, como afirmaba San Bernardo, «amar sin medida»: perdonar hasta setenta veces siete (Mt 18,22), amar a los enemigos (Lc 6,35). El amor infinito de Cristo es el modelo viviente, humanísimo, dispuesto a dar la vida; su referencia la pone en el Padre Celeste: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36).
Cristo nos enseña a vivir y ser conscientes de una CONCIENCIA FILIAL como nadie lo ha hecho. Nos ha revelado en sí mismo la intimidad de esa CONCIENCIA FILIAL absoluta, y nos ha abierto el camino para vivirla místicamente en su plenitud. Se presenta a sí mismo como el Hijo único de Dios, por tanto, como persona divina, Hijo del Padre; al mismo tiempo, con su encarnación se presenta como Hermano primogénito de muchos hermanos. Nos descubre que nosotros, como Él, podemos ser, en Él, verdaderos hijos del Padre, hermanos suyos y amigos del Espíritu Santo, que nos hace exclamar con Cristo: «Abbá, Padre» (Rm 8,15; Ga 4,6). Pensamos que Fernando Rielo, recogiendo en su espiritualidad la tradición de los Santos Padres, Doctores y Místicos, nos la hace sentir más cercana, nos ayuda a sabernos dar cuenta de la inmensa riqueza que anida en todos y en cada uno de los corazones de los seres humanos.
La concepción mística de la antropología de Fernando Rielo intenta explicar lo mejor del patrimonio genético que ha recibido el ser humano. La razón reside en que la redención de Cristo, llamando a todos a la salvación, lleva a su plenitud con el bautismo el vivir místico que, de forma incipiente, es dado a todo ser humano en el momento de la concepción. Esta riqueza primigenia, pero insuficiente en orden a la salvación, la recibimos todos para que nuestro espíritu pueda, libremente, disponerse u ordenarse a la santificación como don merecido por Cristo para el ser humano. [^1]: Los místicos auténticos han tenido siempre cautela con los fenómenos extraordinarios (visiones, éxtasis, levitaciones, bilocaciones, estigmas, milagros). La mayoría de estos fenómenos pertenecen a las llamadas gracias “gratis datae”, concedidas gratuitamente por encima del poder de la naturaleza y del mérito de la persona; no se dirigen directamente a la santificación de quien las recibe, sino a la de los demás. No es la vía ordinaria de operar la gracia de Dios; por eso, es temerario desear o pedir dichas gracias. Son concedidas sin tener en cuenta el grado de santidad de quien las recibe; por tanto, puede haber personas que no sean santos y estén adornadas de ellas, y personas que son santas en las que no se aprecia ninguna abundancia de estas gracias, y esto no les resta ningún mérito. San Agustín afirma que Dios las ha querido dar independientemente del grado de santidad para que no se haga más caso de estas cosas que de los actos de virtud y de caridad, que son los que realmente merecen: «Non omnibus sanctis ista tribuuntur, ne perniciosissimo errore decipiantur infirmi, existemantes in talibus factis maiora dona esse, quam in operibus iustitiae, quibus aeterna vita comparatur» (De divers. quaest. 83 q. 79: ML 40,92).
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- ↑ «El cristiano del futuro o será un ‘místico’, es decir una persona que ha ‘experimentado’ algo, o no será más cristiano». “Espiritualidad antigua y actual”, en Escritos de Teología VII, Madrid, 1968, p. 25.
- ↑ Fernando Rielo, “Mensaje con ocasión del décimo-noveno Premio Mundial F.R. de Poesía Mística”, Roma, 14 de diciembre de 1999.
- ↑ Significa “inclinación egocéntrica del yo”.
- ↑ Léase “ser más” el símbolo “ser+”; “ser menos”, el símbolo “ser–”. Son expresiones y símbolos utilizados frecuentemente por nuestro autor.
- ↑ Cuando Fernando Rielo utiliza el término “consciencia” se refiere, sobre todo, a su carácter ontológico, mientras que el uso de “conciencia” lo refiere, más bien, a lo moral e intelectivo o capacidad cognitiva relacionada con la atención. En la filosofía moderna, el término “conciencia” ha adquirido también una dimensión sicológica. De todo ello, sirvan, por ejemplo, las siguientes expresiones: “tener mala conciencia”, “conciencia individual”, “conciencia social”, “conciencia emocional”, “estados de conciencia”, “no tenían conciencia de la situación”, “la gente tiene poca conciencia de la política del país”, “alteraciones o trastornos de la conciencia”, etc. La “consciencia ontológica” es mucho más amplia que la conciencia moral y cognitiva, pues parte del espíritu, definido por la divina presencia constitutiva del Absoluto, y se proyecta a las facultades con sus funciones correspondientes. Es la consciencia ontológica la que asume, dando unidad, dirección y sentido, a la conciencia moral y cognitiva.