Complementariedad de metafísica y mística, una propuesta a la luz del pensamiento

De Escuela idente

Complementariedad de metafísica y mística, una propuesta a la luz del pensamiento

de Fernando Rielo

José María López Sevillano

(Roma, 2015)

Publicado en

Metaphysics 2025, Proceedings of the Sixth World Conference,

Salamanca, November 12-14, 2015,

Fundación Fernando Rielo, Madrid 2018, 27-40.

Debemos saber ante todo a qué nos referimos cuando hablamos de metafísica y mística. El modelo y método que utilizo son los de Fernando Rielo. El primer paso que debemos dar es el no incurrir en ideología. Las ideologías, dice Rielo, se caracterizan por la reducción, la exclusión y la intransigencia. La desideologización consistirá, entonces, en la potenciación, en la inclusión, y en el diálogo al movernos en el ámbito metafísico y místico. Una concepción de la metafísica y de la mística que no fuera potenciante frente al reduccionismo, incluyente frente al exclusivismo y dialogante frente a la intransigencia, nos llevaría, ipso facto, al terreno de las ideologías, deformantes de la visión de la realidad. Debemos estar prevenidos a no utilizar, sin apercibirlo, el mecanismo de defensa de la negación de la realidad o evasión de la realidad.

La primera afirmación de este reduccionismo, exclusivismo e intransigencia, en su mayor o menor grado, la encontramos en la concepción autosuficiente o tautológica de estas dos supuestas ciencias. Una visión bien formada nos dice que no puede darse la una sin la otra: la metafísica, desprovista de mística, incurre en el abstraccionismo del ser o de la realidad; la mística, desprovista de metafísica, quédase en pura fenomenología de las vivencias.

Ahora bien, se requiere un modelo de referencia, un modelo metafísico, desde donde formar bien la visión de la realidad o realidades que tratamos, y este modelo, que debemos hallar desde una experiencia bien formada, no puede ser sino potenciante, incluyente y dialogante[1]. Una metafísica abstracta, pelagiana, donde únicamente se parte del ser humano y de sus capacidades, solo puede dar una proyección del Absoluto a imagen y semejanza del ser humano, constituyéndose este en seudoabsoluto, esto es, en una sustitución del absoluto. Esta consecuencia que está larvada en la metafísica histórica, promueve, si no el absurdo, sí multitud de problemas sin resolver. Si apuramos un poco más, habría que afirmar que la metafísica histórica se coloca en una visión protagórica de la realidad; su consecuencia es una metafísica racionalista o seudorrealista cuyo destino histórico ha sido el fracaso.

Juan Pablo II, en su Fides et ratio, nos habla de la necesidad de «una filosofía de alcance auténticamente metafísico, capaz de transcender los datos empíricos para llegar, en su búsqueda de la verdad, a algo absoluto, último y fundamental». Y añade el mismo papa: «Si insisto tanto en el elemento metafísico es porque estoy convencido de que es el camino obligado para superar la situación de crisis que afecta hoy a grandes sectores de la filosofía y para corregir así algunos comportamientos erróneos difundidos en nuestra sociedad»[2]. El papa Francisco, con su ejemplo, sigue esta dinámica de transcendencia e implicación con la realidad que vivimos. ¿Por qué la falta de transcendencia, la situación de crisis y los comportamientos erróneos? Fernando Rielo afirma que el seudoprincipio de identidad, identidad elevada a absoluto, es el causante de la distorsión del pensamiento y del comportamiento. Se refiere a la identidad elevada a principio absoluto, esto es, una identidad absolutizada, carente de sentido sintáctico, lógico y metafísico. La palabra “identidad”, es cierto, se utiliza en muchos sentidos. Por ejemplo, puede significar “conjunto de rasgos de un individuo o de una colectividad que los caracteriza frente a los demás”; “conciencia de alguien de ser distinto de los demás”; “bandera como signo que representa un país”; “carnet o documento que refiere a alguien con datos personales que le distinguen de otra persona”. La expresión “identificar a alguien” significa reconocerlo. Nos hallamos, en estos casos, con el concepto de identidad en sentido relativo, común o vernáculo, nunca en sentido metafísico o absoluto.

El seudoprincipio de identidad, o identidad elevada a absoluto, es el pecado original de la religión: la identidad de Adán y Eva es ocupar existencialmente el lugar de Dios. Es también el pecado original de la metafísica: la identidad del ser, con Parménides, es ocupar teóricamente el lugar del Absoluto; de este modo, Dios queda reducido a una proyección del hombre, y el Absoluto a la abstracción intelectual cuyo resultado es el “ser es ser” [A es A], carente de sentido sintáctico, lógico y metafísico: sintáctico, porque el sujeto y predicado de “A es A” son lo mismo, y por tanto el predicado no puede decir nada del sujeto; lógico, porque el functor monádico [es] de “A es A” no constituye ninguna proposición, y por tanto la imposibilidad de ningún conocimiento; metafísico, porque el término “A” de “A es A”, al reduplicarse, incurre en la petitio principii ya que el término “A”, no pudiendo ser al mismo tiempo definiens y definiendum, necesita de otro término que lo defina (como principio, causa, fundamento, etc.). Es el ser humano el que vivifica al término “A” proyectando en él los valores que cree ser hipostasiados en este campo abstracto o vacío. Así, en la palabra “ser” o en la palabra “Dios”, el ser humano proyecta los atributos y propiedades universales que cree definen la realidad teórica o fácticamente.

Con el seudoprincipio de identidad, la ideología está, pues, presente en la religión y en el pensamiento. Llevado a sus últimas consecuencias, el Absoluto, con este seudoprincipio de identidad, puede ser cualquier cosa: Dios, el ser, el hombre, la sociedad, una idea, el fuego, el agua, el dinero, la materia, la ciencia, o cualquier otra hipostasiación. Esta no es otra cosa que la sustitución del Absoluto, cuya visión, si no está bien formada, es pura proyección de un protagórico hombre que se constituye a sí mismo en la medida de todas las cosas. El logro de la sistematización metafísica del seudoprincipio de identidad, comenzado con Parménides con su “ser es ser y su no ser es no ser” lo encontramos en Fichte con la concepción del yo es yo y del no yo es no yo”. En este sentido, todo es proyección experiencial del sujeto, esto es, de un “yo”, ser humano que pone y dispone el conocimiento y la realidad como “no-yo” que viene a engrosar el “yo”.

Existencialmente el seudoprincipio de identidad instaura en el concepto “Dios” un monoteísmo personalista o impersonalista: personalista, Dios en sentido unipersonal; impersonalista, Dios en sentido impersonal. En los dos casos, al absolutizarse en sí mismo (no hay otra cosa en absoluto que no sea Dios) es un concepto cerrado y, por tanto, se deriva un inmanentismo divino del que resulta el ser inmóvil de Parménides y toda concepción esencialista, o el devenir de Heráclito o todo el movimiento existencialista, que llegan ambos disfrazados o solapados en la forma del pensar filosófico hasta nuestros días. De aquí surgen las diversas derivaciones panteístas: el panteísmo estoicista y el neoplatónico, el sustancialismo espinoziano, los idealismos fichteano y hegeliano, y los panteísmos naturalistas o cósmicos. Si nos referimos a la religión, aparecen los diversos panteísmos antiguos (formas del hinduismo, budismo, confucianismo y taoísmo), medievales (de procedencia judía, musulmana y cristiana: Averroes, Avicena, Giordano Bruno) y modernos como varios movimientos de la Nueva Era y de visiones cosmológicas espiritualistas y ateístas.

Si hablamos de lenguaje o conceptos según F. Rielo, “metafísica” y “mística” tienen una carga semántica, cultural, vivencial, y, por tanto, no pueden ser significaciones estáticas o tautológicas. Debemos actuar por potenciación, inclusión y apertura. El concepto de “metafísica”, como el ser de Aristóteles, se ha entendido de muchas maneras. Así se dice de la metafísica que es lo que está más allá o al otro lado de la experiencia sensorial; es lo relativo al fundamento; lo que atañe a los primeros principios; la ciencia que trata del ser o de la realidad en sí; lo que se refiere al bien dentro de un intelectualismo ético al estilo de Sócrates; lo que dice relación con la idea, con el yo como sujeto último, y así un sin fin de expresiones, que poseen todas un denominador común. Parece como si la metafísica, llegado a un cierto punto, hubiera dado todo de sí. Más no puede decirse: todo sería ya reiterativo. Correspondería ahora, como se viene intentando desde el siglo XIX, buscar las estructuras del pensar y del lenguaje y, operando con ellas, ver lo que estas pueden dar de sí en la aplicación al individuo y a la sociedad. La metafísica así, si queremos conservar la palabra, habría que entenderla de otra manera. Un pensador del siglo XX, Carlos Vaz Ferreira, afirmaba no sin razón que «para ser un buen positivista hay que ser un buen metafísico, pues la ciencia es metafísica solidificada».

La metafísica histórica larva en sí misma, mal que nos pese admitirlo, el materialismo, el panteísmo y el solipsismo. No obstante la metafísica en sí misma no es panteísta, ni materialista, ni solipsista. Estos son vicios latentes en el discurso metafísico cuando se quiere partir de un monismo, dualismo o pluralismo absolutos en los cuales se ha inoculado el virus del seudoprincipio de identidad.

El materialismo, el estructuralismo, el constructivismo, el neurocientificismo, el informaticismo, como cualquier otra ideología, son resultado de los mecanismos sicoéticos de defensa. Constituyen una visión astigmática de la realidad. Las ideologías tienen una estructura que, como el virus, se muta en multitud de seudoestructuras que dañan la visión genética del ser humano en sus tres niveles (corporal, síquico y espiritual), en sus cuatro ámbitos (personal, religioso, social y cósmico) y en las múltiples dimensiones que el mismo ser humano crea y recrea, como la historia, la ciencia, el arte, la cultura, la economía, la política, etc.

Lo cierto es que la experiencia universal de apertura al Absoluto, la sed de transcendencia, el deseo de perfectibilidad, entre otras constataciones, a pesar de una lucha a muerte contra la metafísica, no han podido ser arrancados del corazón humano.

Hay que afrontar con verdadera responsabilidad intelectual y COMPROMISO ONTOLÓGICO, que la hipostasiación del Absoluto en otra realidad diferente al propio Absoluto da lugar a las “ideologías” o discursos que emanan de “seudoabsolutos” o “ídolos”. El ser humano para seguir malviviendo, en sus proyecciones y evasiones de la realidad, se construye ídolos, y con ellos convive, en muchos casos, de modo inconsciente. Hemos de adelantar, sin embargo, que la persona está ahí indemne, intocable, presentándose como misterio, capaz de creer o no creer, de dar o quitar vida, de generar paz o violencia, de salvarse o perderse, de amar o de odiar.

La negación del Absoluto va contra la naturaleza misma del ser humano, pues el Absoluto es necesario para dar unidad, dirección y sentido a la vida humana en todos sus niveles, ámbitos y dimensiones. La negación del Absoluto posee diferentes causas cuya raíz son las disgenesias morales y síquicas con proyección e interactuación en la educación, sociedad, cultura, ciencia, religión, donde intervienen los diferentes mecanismos sicoéticos de defensa que se fundan en la tendencia egotizadora de la justificación moral y sicológica.

Rielo afirma que «La expectación metafísica es, como todas las cosas grandes, muy sencilla; para mí, casi mágica. Se reduce a preguntar al ente: si eres “qué”, ¿qué eres?; si eres “quien”, ¿quién eres? El resultado de una u otra interrogación es bien diferente, e, incluso, opuesto: si es “qué”, ser es “algo”; si es “quien”, ser es “alguien”. Este es hito de la metafísica, porque: si ser es “qué”, el compromiso es con el abstracto; si ser es “quien”, el compromiso es con la persona»[3]. «Hoy –sigue afirmando Rielo– estamos en condición de hacer este compromiso hacia la plenitud de la persona más que en el pasado, porque, si es verdad que el formalismo presente se reduce a un neorracionalismo, aliado esta vez con la matemática o con el lenguaje, situación esta que no mejora el concepto de vida como lenguaje o como razón, también es cierto que la persona se impone más que nunca como lo único verdaderamente válido hasta el extremo que su imposición creciente constituye hoy, frente a la ciencia y a la técnica, la más fuerte de las revoluciones históricas»[4].

Si nos referimos al concepto de “mística” ha tenido, a su vez, mucha marejada de fondo semántico, cultural y vivencial, dando lugar a las diversas formas de subjetividad, sincretismo, ocultismo, quietismo, iluminismo, panteísmo, relativismo, escepticismo, evasión, experiencias psicodélicas. Todo ello debe detectarse aplicando las estructuras que forjan las ideologías que degeneran o degradan el tejido del patrimonio genético espiritual del ser humano.

Acudiendo a la etimología griega de la palabra “mística”, esta se deriva del verbo μυστικόν, que significa “cerrar los ojos”, “cerrarse”, “callar”; y del adjetivo μυστικόν, que tiene el significado de lo “secreto”, de lo “relativo a los misterios”. Estas significaciones, y la carga semántica y vivencial que ha ido acumulando en el lenguaje de los escritores místicos, nos lleva a expresar su recto sentido: “cerrar los ojos al egoísmo para abrirlos al amor”, “hacer callar lo que no es Dios para escuchar a Dios, vivirlo y sentirlo”, “entrar en el mundo inefable del amor divino y del ejercicio de la virtud remontándonos sobre el egoísmo y su proyección en la lógica del mundo”. La mística es, por tanto, ajena a toda connotación de exaltación imaginaria, de huida de la realidad, de especulación irracional, de esoterismo. No podemos, además, reducir la mística exclusivamente a los fenómenos considerados extraordinarios[5] que requieren una intervención divina directa y excepcional. La mística no es solo la experiencia de esta clase de fenómenos. Estos constituyen un ínfimo apartado del inmenso ámbito de la teología mística, y no debe ser considerado, en absoluto, como el apartado más importante.

La desconfianza y excesiva prudencia, por parte de sectores católicos, en la utilización de la palabra “mística” se ha debido a la separación irreconciliable entre ASCÉTICA y mística, pero sobre todo, a la reacción antimística del siglo XVI y XVII con el quietismo (que levantó sospechas y recelos contra la mística), y al apasionado ataque que hicieron las corrientes jansenistas. Este hecho motivó en gran medida el eclipse de la mística durante el siglo XVIII y gran parte del XIX. El prejuicio contra la mística va aún más allá con los sucesivos estudios y supuestas investigaciones por parte de la sicología de los fenómenos místicos, sobre todo con lo que William James denomina “materialismo médico”, que trata de explicar como patológicas las experiencias místicas.

Hay que tener en cuenta que la forma de cómo se producen diversos fenómenos llamados “místicos” como la telepatía, la bilocación, la traslación, la levitación, las premoniciones, las visiones o apariciones, los éxtasis, las locuciones, la estigmatización, etc., hace difícil dilucidar los límites entre lo enfermizo y lo espiritual, pues en muchos casos tienen un fuerte componente sicopatológico con aspectos sicosomáticos anejos, como pueden ser la crisis de histeria o algunos estados de sicastenia. Por esta causa, la mística ha sufrido un serio menoscabo rebajando su realidad auténtica perteneciente al mundo de las vivencias del ser humano. El místico ha pasado a ser, en este contexto conceptual, un ser fuera de lo común; y la mística, una experiencia anómala puramente fenoménica. Eso ha hecho que los místicos hayan sido no pocas veces tachados de extravagantes y heterodoxos. ¿Cómo no entender, puestas así las cosas, que la mística aparezca a la mentalidad común, e incluso culta, como un fenómeno marginal y sin significado para muchos letrados e intelectuales del mundo actual?

Debemos afirmar, contra el “materialismo médico”, que el hecho místico y la experiencia mística no desaparecen en la actuación del ser humano, aunque este se encuentre enfermo física o sicológicamente, pues la persona humana es, por definición, un ser místico en virtud de la divina presencia constitutiva del Absoluto en su espíritu creado: presencia que reciben, como el sol y la lluvia, todos los seres humanos sin distinción. Y es, precisamente, en la experiencia mística, donde el ser humano puede encontrar su máxima normalidad, como propugnan hoy ciertos sicólogos y siquiatras con seriedad científica. Lo patológico, afirman ellos, lo lleva larvado el comportamiento antimístico.

Nada más lejos de la experiencia mística que los estados anímicos o sicofísicos de la conciencia (estados de trance) causados o estimulados artificialmente por sustancias químicas ingeridas por el individuo, como pueden ser las drogas o los sicofármacos (psilocibina, psilocina, etc., que son principios activos en hongos alucinógenos), que alteran el estado de ánimo y la afectividad, los procesos sensoriales y perceptivos, el funcionamiento intelectual y la percepción de la realidad, los procesos intuitivos e intelectivos, la voluntad y el comportamiento. Son estados seudomísticos, también artificialmente inducidos, los trances provocados por la excitación de rituales, danzas y músicas especialmente rítmicas y prolongadas, que producen estados sicofísicos que nada tienen que ver con los efectos enormemente positivos de paz, libertad y felicidad íntimas de la experiencia de unión de amor con el Absoluto, que transciende a los demás en frutos de paz, justicia, servicio, creatividad, solidaridad, diálogo, transformación, convivencia, y, en general, bienestar físico, sicológico, espiritual y social. La auténtica experiencia mística se la conoce por sus frutos.

Una sensibilidad distinta hacia lo metafísico y místico ha venido fraguándose en las últimas décadas, a la par que un racionalismo escéptico y relativista, junto con las teorías de las libertades económicas, culturales y éticas, que están presentes en la vida pública como ídolos que hay que alimentar. Frente a este maremagnum de idolatría, hay siempre —qué duda cabe— un resurgir, una renovación, una actuación eficaz del Espíritu que sigue actuando, de diversos modos, a través de los apocalipsis de cada siglo. Hoy —debido a la técnica— casi todas las cosas se conocen de inmediato. Es el vértigo de la vida, de los acontecimientos. Es la ansiedad social, globalizada, que nos invade. Se necesita paz, calma, para asimilar lo que es preciso y dar unidad, dirección y sentido a nuestras vidas. Se requiere experiencia mística y su fundamentación metafísica; no existe otro camino razonable y liberador. La metafísica y la mística, bien consideradas, abren los vastos horizontes de esta unidad, dirección y sentido, a las diversas áreas del pensar y de la ciencia experiencial y experimental, así como a todo el quehacer y vivir humanos.

La sed de Absoluto, la vocación a la transcendencia, la apertura al infinito, son experiencias que, de uno u otro modo, no dejan de acuciar en todo momento al ser humano. A todos nos sobrecogen. De la sed de Absoluto parten todas las culturas, todas las religiones, todas las filosofías; al Absoluto tendemos cada día en nuestro “ser+”. Nadie quiere tender a “ser–”[6]. No nos conformamos nunca, en nuestra interioridad, con lo menos, a no ser que nos suceda algo disgenético, algo que no marcha bien en nuestra biología, en nuestra sicología o en nuestro espíritu. Entonces acontece la falsificación, los mecanismos de defensa, la confusión del mal con el bien, la verdad con la mentira, la hermosura con la fealdad.

Fernando Rielo distingue lo genético en sentido somático o biológico, y en sentido espiritual u ontológico. Sin embargo, todo se está confundiendo hoy —y casi siempre— con lo biológico (pan-biologismo), o con lo síquico (pan-siquismo), o con lo neurológico (pan-neurologismo). La vida de nuestra sique, como es la de nuestros sentimientos, deseos, intenciones, fantasía, recuerdos, etc., no pertenece a la vida biológica, ni al sistema nervioso, aunque tenga relación con ellos: lo biológico está abierto a lo sicológico; lo sicológico a lo biológico; lo neurológico a la biológico y sicológico. Estas realidades se potencian en su apertura a lo espiritual, que es donde el ser humano encuentra su integridad. No debe confundirse “apertura” con “integración reductiva”, entendiendo esta expresión como “o todo es biológico integrando en sí lo neurológico o sicológico, o todo es sicológico integrando en sí lo neurológico o biológico”; lo cual no es cierto. Lo mismo sucede con la vida del espíritu; a esta pertenecen la vivencia del amor, de la verdad, de la justicia, de la bondad, de la generosidad. Lo espiritual no pertenece ni a la vida biológica, ni a la vida sicológica, aunque, en la naturaleza del ser humano, lo espiritual tenga relación con lo biológico y lo sicológico. Los tres niveles, corporal, sicológico y espiritual, son inseparables, pero inconfundibles. La vida del espíritu actúa en lo específico de la vida sicológica y de la vida somática porque lo sicológico y lo biológico están abiertos a lo espiritual. La geneticidad espiritual asume, por tanto, la geneticidad sicológica y la geneticidad biológica, sin destruir o aniquilar las funciones propias de estas.

Lo ontológicamente genético, lo connatural a todos los seres humanos desde la vida del espíritu, es el “+” con término en el infinito. Este infinito es el Absoluto presente en nuestra consciencia[7] de un modo especial, definiente, desde donde podemos dar unidad, dirección y sentido a nuestras vidas, a lo que nos rodea, a la realidad que todo lo envuelve. «Todo proyecto –afirma Fernando Rielo– que tenga como hito la metafísica, aunque sólo sea por lo que tiene de compromiso solemne con el absoluto, merece la pena»[8].

Nuestra relación con el Absoluto, presente constitutivamente —queramos o no— en nuestra interioridad, es unas veces inmadura e infantil; en otras ocasiones, es desviada y falsificada; en otras, podemos creer que estamos en buen camino y seguramente lo estemos; y en otras, nos armamos de razones y sentimientos para rechazarla. Todo inútil. Ahí está y ahí permanece constituyéndonos. Su falsificación y rechazo requiere de los mecanismos sicoéticos de defensa para encontrar, si acaso, una cierta homeostasis o equilibrio superficial en orden a seguir viviendo con enfermizo espíritu. Este equilibrio superficial lo pueden dar, en ocasiones, los sicofármacos, pero es un equilibrio anestesiante, débil, insuficiente, porque la raíz del desequilibrio no es física, ni siquiera sicológica, sino que está, como toda degradación de orden moral, en la tendencia egotizadora del espíritu.

Hoy, más que nunca, debemos todos ponernos de acuerdo en una sola palabra vivida y hecha carne de nuestra carne: el Amor Absoluto. No cualquier amor. No un amor a medias, hecho a nuestra medida, que en general suele ser más pequeña de lo que pensamos. Es un amor que, como nos expresa el mismo Rielo, no puede incurrir en las ideologías, que reducen, excluyen y fanatizan. El amor auténtico es el que potencia al ser humano y no lo reduce; un amor que es dialogante e incluyente, lejos de cualquier exclusivismo o arbitrariedad; un amor que es abierto y no intransigente, lejos del fanatismo y sectarismo. El amor posee todas las bondades, todas las verdades, todo lo que es bello, todo lo que es educación, todo lo que es buen gusto. El amor con sus exigencias propicia la felicidad del ser humano; contrariamente, el egoísmo con su evasión acaba en su propia infelicidad. El odio y la violencia engendran odio y violencia. Es la anómala experiencia de lo antimístico y lo antimetafísico.

Reitero que una metafísica desprovista de mística se queda en especulación a la deriva, dependiente del flujo ideológico o pragmatista; una mística, desprovista de metafísica, quedaría reducida a pura fenomenología. Esta escisión nos ha llevado, en la historia del pensamiento y de las vivencias, al resultado de experiencias deformes, fanáticas, excluyentes, reductivas, docetistas, irracionales, sincretistas, desencarnadas.

Este congreso de Metafísica se propone, finalmente, las bases de una concepción integral, plena, bien formada, en continua dialogación con la experiencia, la cultura, el progreso, que sirva a los intereses del BIENESTAR FÍSICO, SICOLÓGICO Y ESPIRITUAL del ser humano. Para ello, Fernando Rielo, como otros autores destacados de la actualidad, pretenden una visión metafísica bien formada con la corroboración de una experiencia mística cuya codificación encuentra su génesis histórica en los libros sagrados de todos los tiempos, y su posible culminación activa y eminentemente creativa en el Evangelio de Jesús de Nazaret que, según Rielo, es el metafísico por excelencia. Pero esta es labor, personal y comunitaria, de cada tiempo y de cada siglo, de cada década y de cada año, en el empeño de un ser humano que quiere vivir y dar testimonio de lo mejor que hay en lo más íntimo y transcendente de su inquietum cor.

Termino con un texto de Fernando Rielo evocador de Santa Teresa y el año teresiano que estamos concluyendo: «Mi enamorada pasión de Santa Teresa de Jesús me ha empujado estos años a penetrar en el campo metafísico y fenomenológico que ella ha sabido expresar con tan exquisita gracia lingüística que su estilo es don de nuestro cielo castellano»[9]. Sí. El mundo de hoy necesita escuchar, de modo sistemático, creíble y convincente, el testimonio de los que buscan la unidad, dirección y sentido de sus vivencias que, espiritual patrimonio genético del hombre, son posibles por la divina presencia constitutiva del Absoluto en su espíritu.

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  1. Este modelo absoluto o metafísico es, para F. Rielo, la concepción genética del principio de relación.
  2. N. 83.
  3. Introducción a la Metafísica, inédito.
  4. Ibid.
  5. Los místicos auténticos han tenido siempre cautela con los fenómenos extraordinarios (visiones, éxtasis, levitaciones, bilocaciones, estigmas, milagros). La mayoría de estos fenómenos pertenecen a las llamadas gracias gratis datae, concedidas gratuitamente por encima del poder de la naturaleza y del mérito de la persona; no se dirigen directamente a la santificación de quien las recibe, sino a la de los demás. No es la vía ordinaria de operar la gracia de Dios; por eso, es temerario desear o pedir dichas gracias. Son concedidas sin tener en cuenta el grado de santidad de quien las recibe; por tanto, puede haber personas que no sean santos y estén adornadas de ellas, y personas que son santas en las que no se aprecia ninguna abundancia de estas gracias, y esto no les resta ningún mérito. San Agustín afirma que Dios las ha querido dar independientemente del grado de santidad para que no se haga más caso de estas cosas que de los actos de virtud y de caridad, que son los que realmente merecen: «Non omnibus sanctis ista tribuuntur, ne perniciosissimo errore decipiantur infirmi, existemantes in talibus factis maiora dona esse, quam in operibus iustitiae, quibus aeterna vita comparatur» (De divers. quaest. 83 q. 79: ML 40,92).
  6. Léase “ser más” el símbolo “ser+”; “ser menos”, el símbolo “ser–”. Son expresiones y símbolos utilizados frecuentemente por nuestro autor.
  7. Cuando Fernando Rielo utiliza el término consciencia se refiere, sobre todo, a su carácter ontológico, mientras que el uso de conciencia lo refiere, más bien, a lo moral e intelectivo o capacidad cognitiva relacionada con la atención. En la filosofía moderna, el término conciencia ha adquirido también una dimensión sicológica. De todo ello, sirvan, por ejemplo, las siguientes expresiones: tener mala conciencia, conciencia individual, conciencia social, conciencia emocional, estados de conciencia, no tenían conciencia de la situación, la gente tiene poca conciencia de la política del país, alteraciones o trastornos de la conciencia, etc. La consciencia ontológica es mucho más amplia que la conciencia moral y cognitiva, pues parte del espíritu, definido por la divina presencia constitutiva del Absoluto, y se proyecta a las facultades con sus funciones correspondientes. Es la consciencia ontológica la que asume, dando unidad, dirección y sentido, a la conciencia moral y cognitiva.
  8. Introducción a la Metafísica, inédito.
  9. Conferencia de Fernando Rielo titulada “Concepción genética de la transverberación teresiana”, en Santa Te­resa y la literatura mística hispana, EDI-6, S. A., Madrid, 1984.