FORMACIÓN CULTURAL DE LA FILOSOFÍA
FORMACIÓN CULTURAL DE LA FILOSOFÍA
(Nueva York, 1995)
Publicado en
VARIOS, Filosofía, ética y educación,
Fundación Fernando Rielo, Madrid 2001, 33-55.
CUESTIÓN PREVIA
—I—
El nombre “filosofía” ha adquirido tal número de acepciones que parece que nada escapa a su influjo. Las múltiples respuestas a la pregunta ¿qué es filosofía? parecen terminar en la parcialidad: siempre hay otra posible respuesta que atrapa una significación no expresada en las anteriores. Esta actitud de la inteligencia humana no puede ser identificada, en ningún caso, con una especie de perspectivismo orteguiano por el que la historia de la filosofía consistiera en una suma de las diversas perspectivas en que el objeto “filosofía” ha sido visto por todos y cada uno de los sistemas filosóficos. No. La filosofía no es objeto de contemplación de la filosofía, ni tampoco lo es del ser humano. La filosofía ha tenido muchos objetos; quizás, poco perspectivismo. Si se tratara, en nuestro caso, del patrimonio total cultural de la humanidad desde su origen, tampoco éste podría ser conocido absolutamente por la suma total de perspectivas (P) porque ni siquiera se sabe ese número total (n) de perspectivas. Supongamos que “P” es la suma de todas las perspectivas: su ecuación equivaldría a una sucesión tal que, por ejemplo, al primer término le damos el valor “1” y a la razón de cambio el valor “r”. La ecuación, irresoluble, en orden a la imposibilidad de conocer el número de perspectivas, sería la siguiente:
Mi propósito, más que hacer consideraciones a una posibilidad de magnitud comprehensiva de la cultura, es, más bien, una reflexión intensiva capaz de darle aquella forma que requiere la satisfacibilidad del espíritu humano en su incesante búsqueda de su origen y su fin.
Rechazo, como veremos, el abstracto universal “la filosofía” por el acto singular significado en el verbo “filosofar”. El acto de filosofar no puede ser, por tanto, una perspectiva; antes bien, comporta la actitud existencial de una inteligencia humana que, abierta al infinito, sólo puede tener como límite transcendental un absoluto que, creyéndolo atrapar, lo hipostasía como concepto en la palabra. La actitud filosófica ha consistido, de este modo, en la tensión entre los dos límites ontológicos de la inteligencia humana: formal, la finitud; transcendental, la infinitud. La historia de la filosofía (Hf) es, para mí, la historia de la dilatación del campo finito de la inteligencia (i) llevada a cabo por los sistemas filosóficos (S) cuando la inteligencia (i) tiende a infinito (∞). Expreso ilustrativamente la ecuación con la siguiente fórmula:
El estado de ser de la persona humana es un finito que, dotado de apertura al infinito, no puede escapar, sin embargo, al límite de su finitud. La formación integral del ser humano consiste en la continua dilatación del campo de la finitud sin constituirse nunca, por grande que sea esta dilatación, en el infinito.
Las distintas filosofías han consistido en el intento de establecer el discurso que expresara el sentido relacional de las palabras con aquellos conceptos que tuvieran la dimensión del acto de filosofar, acto que defino con sentencia precisa:
el acto de filosofar viene dado por el estado reflexivo de la inteligencia humana cuando ésta tiende a infinito:
—II—
La hipostasiación absolutiva de la inteligencia ha llevado a ésta a crear, a lo largo de la historia de la filosofía, universales absolutos; esto es, a absolutizar conceptos que la pongan en estado catársico. Este afán absolutivo de la inteligencia humana es lo que denomino la “kazautia” griega o acto de afirmación y sustantivación conceptiva de “lo que es absolutamente por sí mismo” [καθ` αὑτό: kaz’ autó] en contraposición del “katatema” o acto de afirmación y sustantivación del despliegue relacional de “lo que es por otra cosa” [κατά τι: katá ti]. La inteligencia posee, pues, dos movimientos o vectoriales: intensivo, la kazautía; extensivo, el katatema.
Ninguna filosofía escapa a la actitud “kazautática” con la afirmación de un referente absoluto o realidad primera, radical y fundamentante. Pongo, por caso, algunos de los axiomas o supuestos principios filosóficos: el Ser de Parménides, el Devenir de Heráclito, la idea de Bien de Platón, la Sustancia de Aristóteles, el Uno de Plotino, el Yo de Fichte… La historia de los sistemas filosóficos es la historia de los intentos de dar contenido resolutivo a la actitud kazautática y la actitud katatemática Lo expreso de otro modo: los pensadores han pretendido, desde el origen de la filosofía, resolver un problema fundamental a la inteligencia humana. Esta problemática se ha polarizado en los extremos irreconciliables de un dualismo que sólo ha sabido ofrecer a la filosofía variadas dicotomías de términos en cuya seudorrelación se manipula conceptivamente una seudoproblemática. Es el caso de lo absoluto y lo relativo, de la unidad y la multiplicidad, del estatismo y el movimiento, de lo infinito y lo finito, del espíritu y la materia… La tensión kazautática del conocimiento humano siempre ha aspirado, por otra parte, a un imposible: absolutizar lo que absolutamente no puede conocerse.
Los que intentan negar la kazautía negándole su referente absoluto, tienen que afirmar un referente kazautático que libere su inteligencia del contrahecho de una esquizofrenia conceptiva: concebirse a sí misma un absoluto no siendo un absoluto. La catarsis provisional consiste, en este caso, en proyectar la vectorial kazautática de la inteligencia a un referente katemático, por ejemplo, un objeto o una ley científicos: la “ley de la gravedad”, el “big-bang”, o cualquier macrohipótesis de investigación que mantenga un excedente de dilatación constante de la finitud. No deja de ser cierto que, cuando las hipótesis son corroboradas por la ciencia, la inteligencia abandona aquella actitud kazautática que había, ingenuamente, proyectado en lo que era ignoto campo de la investigación científica, desviando ahora la kazautía a otro referente que le ofrezca, de nuevo, otro dilatado horizonte donde la inteligencia pueda, una vez más, entrar en catarsis. Este estado anómalo de proyecciones, por el que la inteligencia puede autojustificar su ontológico apetito, explica, en la mayoría de los casos, la actitud atea o agnóstica de muchos científicos.
—III—
Hoy todo es sometido a la reflexión filosófica: las ciencias, la naturaleza o cualquier aspecto de la vida pueden ser incorporados al acto del filosofar. Se encuentran por doquier epígrafes ilustrativos de este quehacer connatural, yo diría “genético”, al ser humano: filosofía de la física, filosofía de la biología, filosofía de la lingüística, filosofía de la cultura, filosofía política, social… e, incluso, se llega a dar los títulos paradójicos “filosofía de la filosofía” o “cultura de la cultura”.
El título de mi conferencia me hace detener, de modo especial, en uno de los factores fundamentales que, en interacción con el acto de filosofar, sea éste espontáneo o ilustrado, vulgar o científico, determina la forma teorética y pragmática del vivir humano: la cultura. Ésta pertenece a la actitud katatemática, funcional o relacional, del conocimiento que, utilizando los instrumentos y técnicas producidos por la propia inteligencia humana, se sirve de estos, no sólo para transformar la naturaleza, antes bien, para educir de ella sus propiedades estéticas.
La variabilidad cultural (C) está también en función de otras variables independientes: arte (a), moral (m), religión (r)… Expreso la función con la siguiente fórmula:
C = ƒ (a, m, r)
Estas variables son independientes porque vienen caracterizadas por la presencia de una constante que adquiere un papel fundamental en el modo de pensar y actuar del ser humano dentro de una determinada cultura: el grado de sensibilidad. La obra de arte, el acto moral, la creencia en Dios… no pertenecen sólo a la esfera de la razón; antes bien, afectan a todo el hombre comprometiendo su misma existencia. Se requiere, por tanto, un humano espíritu sensible capaz de sentirse motivado por la obra de arte o interpelado por Dios. Hácese necesaria, de este modo, una educación o formación cultural que, liberando a la cultura de su propia cultura, proteja y encauce lo que, como veremos, es esencia indeleble del ser humano: su mística u ontológica deidad imagen de la absoluta o metafísica Divinidad. La corroboración creyente de este hecho halla su fundamento en el texto revelado: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza (Gn 1,26). Los conceptos de “imagen” y “semejanza” tienen, para mí, el significado ontológico de “divina presencia constitutiva” del sujeto absoluto en el espíritu creado, consistente en dar a éste la categoría de “persona”; esto es, de “hipóstasis filiada” en virtud de la cual se establece un parentesco o linaje, conforme a las palabras de San Pedro “sois linaje elegido” (1Pe 2,9), o de San Pablo “somos linaje de Dios” (Act 17, 29).
Sólo esta mística u ontológica deidad [1] puede ser el agente que, con su acción filosófica, no sólo da forma a los bienes culturales; antes bien, se forma en esa misma riqueza histórica del patrimonio cultural humano. La razón consiste en iluminar el pensamiento y la acción del ser humano con las situaciones anteriores para que éste ejerza, con las menores trabas, su potestad deitática: dominar la naturaleza y ponerla al servicio de su propio destino. En el relato del Génesis, Yahvé hace donante al hombre de la naturaleza con el fin de que éste pueda dominarla. Debe centrarse aquí el origen de la cultura: ésta consiste en el dominio que el ser humano ejerce sobre la naturaleza.
Mi análisis formal va precedido de una breve “cuestión crítica” en referencia sobre todo a las reflexiones históricas de los modelos culturales.
CUESTIÓN CRÍTICA
—I—
Me detengo en dos diferenciaciones: filosofía de la cultura y cultura de la filosofía. Hablar de una filosofía de la cultura debería parecer de sencilla indagación: sería suficiente hallar lo que tiene de común el acervo cultural de los diversos pueblos y detener nuestra reflexión en su resultado. No ha habido, sin embargo, el éxito esperado en esta búsqueda. Los intentos de definir la naturaleza, formas y condiciones de las culturas humanas con los complejísimos aspectos de las relaciones familiares, estructuras de gobierno, costumbres, tradiciones, lenguajes, artes…, han resultado fallidos, cuando menos insuficientes, porque la definición del hombre ha resultado también, por su variada discordancia, insuficiente arrastrando con sus vacilaciones al concepto de cultura. La razón se debe a que se parte de un mal planteamiento que debe corregirse: ni las diversas filosofías sobre el hombre, ni las múltiples y pluriformes culturas que conoce la civilización humana, pueden hallar, en ningún caso, una constante universal que se llame “el hombre” o “la cultura”. Son seudoconceptos que carecen, como ya he corroborado en numerosas ocasiones, de sentido sintáctico, semántico y metafísico.[2]
Mi primera observación reside en que el carácter multiforme de las filosofías lleva incardinado el carácter también multiforme de las culturas; en este sentido, no existe paso alguno entre las diferentes culturas y una supuesta realidad universal de carácter absoluto llamada “la cultura”. El esfuerzo por establecer una teoría sobre la cultura ha llegado a nuestro tiempo con la característica de no haberse logrado en qué pueda consistir lo que podríamos llamar la “esencia” de la cultura dentro de la propia cultura. Este hecho parece sugerir que la cultura tiene un supuesto extracultural de modo análogo al supuesto extralógico que debe tener la misma lógica si no quiere incurrir en manifiestas paradojas. El problema que planteo no es, por tanto, de carácter metódico; antes bien, de principio.
La llamada “filosofía de la cultura” presenta, paralelamente, la misma sugerencia: el supuesto extrafilosófico al que tiene que acudir la propia filosofía sucediendo, por otra parte, que, como en el caso de la cultura, no puede existir paso entre las diferentes filosofías y una supuesta realidad universal de carácter absoluto llamada “la filosofía”. Existe, además, un paralelismo de la pluralidad nominativa de los dos conceptos: lo mismo que se habla de diferentes filosofías aplicadas a diversas realidades, hay que hablar de las diferentes culturas aplicadas también a estas mismas realidades, sean ciencias, sean hechos, sean actitudes: cultura de la física, cultura del derecho, cultura de las religiones, cultura del ocio, cultura del pelotazo… donde los términos “cultura” y “filosofía” pueden alternar sin apenas alterar la significación que, en realidad, se quiere proporcionar.
La filosofía de la cultura y la cultura de la filosofía, implicándose entre sí, me llevan a un enunciado preciso: cierto es que no existe cultura sin filosofía; no menos cierto, filosofía sin cultura.
—II—
Los modelos culturales pueden reducirse a un conjunto estructural donde se relacionan entre sí un sinnúmero de elementos constituyentes: los modos de vida, costumbres, conocimientos, religión, grado de desarrollo artístico, industrial, científico… en una época o grupo social. Los factores que condicionan la variada riqueza y los cambios sucesivos son múltiples. La elaboración lenta de estos modelos tiene, en sus orígenes, una gran dosis de espontaneidad y dinamismo que quedan armonizados, junto con los bienes que resultan del cultivo de las aptitudes y actitudes humanas, dentro de esquemas racionales del filosofar humano.
Esta cohesión y sentido, que proporciona el filosofar humano a los diversos elementos que forman una cultura, son constitutivos esenciales para definir la noción de modelo cultural. La gran mayoría de las reflexiones sobre estos modelos desconocen o desvían la vectorial kazautática del acto del filosofar.
El funcionalismo de Malinowski explica, por ejemplo, los modelos culturales “oblicuando” la kazautía en el concepto de “función”. Cada elemento del sistema adquiere, para esta corriente, cohesión y sentido atendiendo: primero, al lugar que ocupa en el sistema total de la cultura; segundo, al modo de estar relacionado con los otros elementos en el interior del sistema; tercero, a la forma en que el sistema se une al ambiente físico. Esta oblicuidad recae también en el concepto de “estructura” de Lévi-Strauss permitiéndose un tratamiento matemático de los datos culturales con la finalidad de descubrir las reglas del juego social, observadas y vividas a nivel inconsciente como análogamente se hace con la lingüística estructural. El conceptualismo de Ruth Benedict, consistente en la globalización del todo para que se hagan comprensibles los comportamientos y características individuales, es, por último, otra de las tantas explicaciones formalistas de los modelos culturales.
Los conceptos en que se apoyan las corrientes funcionalista, estructuralista y conceptualista, que hemos diseñado, sólo pueden arrojar, extensivamente, datos, frecuencias, resultados estadísticos…; en ningún caso, intensiva formación de un modelo cultural, o lo que es aún más grave, intensiva formación cultural del propio ser humano, arrojado como desecho por estos pensadores formalistas de sus sistemas y estructuras.
—III—
Las culturas deben manifestar, finalmente, su carácter abierto: capaces, por tanto, de comunicarse con otras culturas intercambiando y asumiendo sus valores en un proceso de asimilación que, más que debilitar su identidad, acrecientan su idiosincrasia. La formación cultural de la filosofía viene, sobre todo, corroborada por la primacía que se da, con sabia o culta universalización, a un elemento prioritario que, ordenando los bienes culturales existentes, condiciona la armonía e integración posterior de los restantes bienes. El debilitamiento, reforzamiento o cambio de este valor fundamental determina, no sólo los esquemas de conducta y conocimiento sustantivo [3] de los seres humanos que comparten una misma cultura, sino también la mayor o menor riqueza de su patrimonio cultural. Mi enunciado es preciso: la riqueza de una cultura es directamente proporcional a la incidencia social ejercida por una filosofía digna del ser humano.
CUESTIÓN FORMAL
—I—
¿De dónde le vienen al ser humano las dos vectoriales de su inteligencia: transcendental, la kazautía; formal, el katatema ? ¿Por qué las distintas filosofías no se perfilan con el mismo objeto e, incluso, lo manifiestan de diferentes y contradictorias formas, siendo que la kazautía es la vectorial transcendental de la inteligencia humana que, en su apertura al infinito y hallando en éste su límite, lo hace objeto de sí misma conceptuándolo como un καθ` αὑτό [kaz’ autó]?
No hay duda. La kazautía ha sido la razón de que la filosofía se haya caracterizado por su afán absolutizante al elevar a absoluto explicativo de un sistema diferentes objetos: una realidad natural [agua, en Tales], una noción [ser, en Parménides, o idea de bien, en Platón], una experiencia [devenir, en Heráclito], una actividad humana [pensar, en Descartes], el propio sujeto humano [yo, en Fichte]… El katatema es la vectorial formal de la inteligencia humana que, afirmando el límite de su finitud, tiende a hacer objeto de sí misma la matematización espaciotemporal del ser humano y de la naturaleza. La multiplicidad de modelos filosóficos se debe a que las dos vectoriales, no dándose a nuestra inteligencia en estado puro, se entrecruzan y se interfieren de tal modo que se añade: a la actividad formal, el acto de filosofar; a la actividad transcendental, el acto de medir.
El mejor ejemplo de la imbricación resultante del ejercicio humano de estas dos vectoriales encuéntrase en el concepto de cultura porque éste encierra en su patrimonio, como diría Scheler, todos los monopolios, todas las funciones y obras específicas del hombre: el lenguaje, la conciencia moral, la religión, el mito, la filosofía, las artes, las ciencias, la política, la sociedad, la historia….[4]
Se suma a este hecho que cada ser humano nace, no sólo en una determinada cultura (conjunto de manifestaciones en que se expresa la vida tradicional de un pueblo), sino también en un determinado ambiente cultural (campo, ciudad) y vive condicionado por estos: el primer factor común condicionante es la forma de comunicación (anómala o afectuosa, favorable u hostil) que se materializa en el lenguaje.
Las primeras manifestaciones lingüísticas del niño se deben al estado latente de la actitud kazautática puesta de manifiesto en su innata curiosidad que muy pronto será incrementada por su acto de filosofar al que se complementa su acto de creer.[5] El niño ejerce su acto de filosofar preguntando a sus padres porque cree en sus padres. Y pregunta de diversas formas: hay en él un filosofar espontáneo todavía no mediatizado por una formación, estereotipo o estratificación cultural.
La estructura de las preguntas, con las que el niño, oportuna e inoportunamente, acucia a sus padres, tiene el sello kazautático: ¿qué es esto?, ¿por qué?, ¿para qué?, ¿de dónde?, ¿a dónde?… Son preguntas de esencia, de finalidad, de origen, de destino… El niño va ejerciendo, de este modo, su acción receptiva [6] asimilando, no solamente los conocimientos que le transmiten sus mayores, sino también el sentido de estos conocimientos y la forma de utilizarlos en su reducido marco cultural que irá, a medida que pasan los años, aquilatándose hasta conseguir aquella formación [7] que le hace un ser adulto, capaz de ser él también agente cultural efectivo.
—II—
Las dos vectoriales señaladas, kazautática y katatemática, que radican en el espíritu humano y se proyectan en las facultades, vienen conformadas por otra vectorial que proporciona a éstas la dirección y el sentido. Es la katatelia griega, en la cual no ha reparado la filosofía. Negada la katatelia, la kazautía y el katatema [8] ejercerían su acción sin dirección y sentido. Me refiero al κατά τέλειον [katá téleyon]: aquello que es en dirección a lo perfecto y acabado. ¿De dónde le viene esta fuerza direccional al ser humano sin la cual su actividad, transcendente o formal, carecería de sentido? El katatéleyon, que asume en sí el kazautós y el katatema, es esa fuerza interior que nos inclina a actuar conforme a lo que es perfecto, modélico. Esta inclinación no sería posible si no existiera un referente absoluto; esto es, un sujeto absoluto que, con su acción agente, satisfaciera esta inclinación. Es la vectorial que ya intuyera San Agustín al exclamar: cor meum inquietum est donec requiescat in te.
Estas prerrogativas que invaden el espíritu humano me son el indicativo de una definición mística del hombre por la que adquiere significación precisa el hilo conductor de todas las filosofías y de todas las culturas. Mi modelo metafísico implica esta definición mística del hombre que tiene el imperativo ontológico de una divina presencia constitutiva, inhabitante en la persona humana, por la que ésta, no sólo es posible, sino, además, abierta, genéticamente, a un sujeto absoluto que da satisfacibilidad a su ser; con su ser, a su quehacer vital.
Ya lo he afirmado en múltiples ocasiones. La inmanente presencia constitutiva del sujeto absoluto en el espíritu humano es presencia pura, inmediata. Ninguna mediatización existe entre el sujeto absoluto y el sujeto humano. Esta divina presencia no puede conocerse, por tanto, por medio de argumentos: se esconde a toda búsqueda, a todo intento de conceptualización o categorización, porque la divina presencia constitutiva es lo que nos es, no sin la dura condición de las facultades, inmediatamente dado para alcanzar la categoría de “personas”.[9]
Esta divina presencia constitutiva en un espíritu creado proporciona, cuando menos, un cierto balbuceo místico, extensivo a todos y cada uno de los seres humanos, que está presente en todo el acervo cultural que signa a la historia y su filosofía. El específico de esta signación reside en que el sujeto humano es un ontológico que sólo puede ser definido por el metafísico sujeto absoluto. La persona humana queda precisada en mi pensamiento con nuevo enunciado: la persona humana tiene dos naturalezas que, humana y mística,[10] se hipostasían en única persona mística.[11]
La relación formante del sujeto absoluto con el sujeto humano reside en que, siendo el sujeto absoluto metafísico ente constituido por tres personas divinas, hace que los seres humanos se constituyan también, salvando su singularidad, en místico ente.[12] La razón de que las personas humanas constituyan entre sí único ente se debe a la única presencia constitutiva de las personas divinas en el elemento creado de la persona humana que hace de ésta ontológica deidad de la metafísica Deidad. Esta unidad entitativa de los seres humanos es, excediendo el concepto de número, la clave interpretativa de lo que considero auténtica filosofía de la cultura.
—III—
Declaro que mi modelo metafísico tiene fuente única: la exposición de Cristo en el Evangelio, prescindiendo, en este caso, de su carácter religioso para ceñirme al carácter histórico y cultural, aunque inspirados, de esta obra en la que Cristo se me revela el auténtico Filósofo [Φιλόσοφος], no sólo para los creyentes, sino, además, para el pensar humano. Se sigue de esta metafísica por Él enseñada una filosofía de la cultura que, escrita en común por Cristo y el suceder de las generaciones humanas, lega a la historia un patrimonio cultural provisto de un origen y un fin.
Esta metafísica, rompiendo con todos los planteamientos históricos, la enuncio con el siguiente título: la metafísica es una transciencia que tiene por objeto estudiar la concepción genética del principio de relación. Mi metafísica es, pues, genética. El significado genético, frente al concepto agenético, consiste en la comunicativa relación transcendental, dentro del campo intelectual, de dos seres personales [≑] en estado de inmanente complementariedad intrínseca [≑] de tal modo que queda sustituida la identidad absoluta del planteamiento originario parmenideo por la de congenitud absoluta del axioma que he formulado.[13]
La verdad axiomática de la concepción genética del principio de relación no es, de todos modos, sin la dura condición de una inteligencia genéticamente formada por una objetividad imperativa que, por su propia naturaleza, se impone al comportamiento intelectual. La razón humana, dejada a solas, se disgregaría, como hemos dicho, en una sucesión de razones que no escaparían de la propia razón. Esta razón, desprovista de dirección y sentido, es la supuesta esencia de un racionalismo ingenuo que habríase convertido en un universal del que emergerían sólo relaciones de razón sin posible salida al mundo de los entes reales. La experiencia de nuestro ser entero denuncia que la llamada concepción del mundo está verificada por singularidades de las que los llamados universales son solamente sus generalizaciones reducidas, a su vez, a una expresión de táctica taxonómica del común lenguaje humano.
La metafísica del principio de relación sólo puede contener, en su ámbito intelectual, dos y sólo dos personas: no menos de dos, porque habríamos incurrido en la identidad “persona es persona” sin posible relación alguna; no más de dos porque constituiría, dentro del campo de la racionalidad objetiva, un excedente metafísico. La concepción genética del principio de relación es, en este ámbito intelectual, consistente, completa y decidible; sin embargo, presenta la privación de la satisfacibilidad que sólo vendría confirmada por la sobrenatural revelación de un []. La insatisfacibilidad se debe a que la ingenitud activa de [] no pasa a [] porque [] sería también ingénito, y al mismo tiempo el ingenerante activo de [] tampoco pasa a [] porque, en caso contrario, [] sería también ingenerante. Las dos propiedades, ingenitud activa e ingenerante activo, tienen que tener, en virtud de su carácter activo, su propia réplica que no satisface, como he dicho, [] ni []. Esta nueva réplica que exige la ingenitud activa de [] y el ingenerante activo de [] es, dentro del ámbito racional, un excedente metafísico.[14]
Las personas divinas, constituyéndose en único principio de operación ad extra, crean de la nada, desde el primer instante de su concepción biológica, al espíritu humano. Hay que advertir dos hechos: si el espíritu humano careciera de persona, resultaría un abstracto identitático “espíritu humano es espíritu humano”; si la persona humana careciera de la divina presencia constitutiva, resultaría también el abstracto identitático “persona humana es persona humana”. La divina presencia constitutiva que, por naturaleza es increada, transciende el concepto de persona elevándola a ontológica deidad de la metafísica deidad.[15] La persona humana tiene, por tanto, dos elementos: creado, el espíritu por el que la persona humana es naturaleza creada; increado, la divina presencia constitutiva por la que la persona humana es deidad increada. La negación de esta increación deitática degradaría a la persona humana en el absurdo de una creación absoluta con la consecuencia de que la persona humana resultaría un cerrado ser en sí, por sí, para sí: por tanto, absolutamente incomunicable; de ningún modo, en Dios, por Dios, para Dios. Este ser en Dios, por Dios, para Dios de la persona humana es el fundamento de su mística relación con los otros seres humanos y, en general, con toda la creación. Observo, por otra parte, que el específico de la inmortalidad reside, precisamente, en esta divina presencia constitutiva por la que la persona humana es, desde el punto de vista transcendente, imagen de la Santísima Trinidad, no imagen de la nada: la nada de nada es imagen. El concepto de mística imagen es corroborado por la Escritura con el siguiente texto: «hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gén 1,26). La interpretación es precisa: la divina presencia constitutiva es el específico ontológico por el que es posible el concepto de imagen divina.
—IV—
Todo el acervo del pensamiento filosófico de los dos bloques culturales, occidental y oriental, implica, por muy primitiva que sea, una filosofía de la cultura. Este hecho lleva a dos consecuencias: la historia de las culturas comparadas y la historia de las filosofías comparadas. Las dos consecuencias históricas son inseparables en tal grado que se revelan, por la naturaleza misma del ser humano, según dos paralelismos que, complementariamente, son sinonímicos y, por otra parte, antitéticos. Hay que advertir también que la cultura cualitativamente pertenece, más bien, al tener; la filosofía, al ser.
La clave de la formación cultural de la filosofía consiste en que el ser humano es quien, con su sujeto absoluto constituido por tres personas divinas, forja la cultura en virtud de que tiene la esencialidad de pasar a la exterioridad el carácter peculiar de su interioridad; en este sentido, la cultura sin el hombre no existiría. La divina presencia constitutiva en el ser humano es el agente que verifica el patrimonio cultural de tal modo que la cultura es propiamente la sinergía de la acción divina con la humana. Resumo este emblemático: el ser humano está hecho para formarse y formar filosóficamente la cultura de tal modo que no está al servicio de la cultura; antes bien, la cultura está al servicio del hombre.
CUESTIÓN FINAL
La divina presencia constitutiva es el fundamento ontológico de la historia filosófica y cultural que escribe, durante su estancia en este mundo, la persona humana en los dos aspectos, racional y transracional, de su relación con Dios y con los demás seres humanos. Esta divina presencia constitutiva es la constante que, construyendo la vida histórica, da forma al origen y fin de los acontecimientos que, a través del tiempo, son verificados por Dios y el hombre.
La manifestación de esta divina presencia constitutiva, teandrofanía, aporta una realidad específica: la mística alianza que Dios, tomándose la iniciativa, establece, desde el principio, con el ser humano. Esta mística alianza es la clave de la historia. Mi apelación a esta mística alianza, clave de la historia, no significa su restricción a una historia sagrada que se oponga a la historia general de la familia humana. Hay que afirmar más bien que la familia humana está investida, esencialmente, de una sacralidad que, proyectándose en el tiempo, tipifica a la realidad histórica. Mi enunciado es preciso: la definición mística del hombre lleva, por su misma naturaleza, a la interpretación mística de la historia y de la cultura.
Se podría hacer la observación de que la divina presencia constitutiva en la persona humana, que decide con sus incrementaciones de carácter sobrenatural la constante genética de una interpretación mística de la filosofía y de la cultura humanas, pertenece sólo, con centro en Cristo, al depósito de la Iglesia Católica; por tanto, no es modelo universal que pueda ser aceptado por los ateos, agnósticos e, incluso, por las demás religiones históricas… Mi respuesta a esta casuística es la siguiente: las concepciones ateas, agnósticas e, incluso, de las demás religiones son las que no tienen capacidad, bajo cualquier aspecto que se estime, de alcanzar la plenitud que satisface este modelo cristológico con la consecuencia de que los demás modelos no pueden liberarse de las continuas paradojas y antinomias metafísicas, ontológicas, epistemológicas… en las que quedan atrapados.
El Apocalipsis es la obra cumbre en la que Cristo revela por medio de San Juan que la tragedia del ser humano y su cultura, y con él de todo el universo o naturaleza, tendrá el signo de la victoria final del justo; con esta victoria, la mística unión del mundo celeste con el mundo terrestre. El mensaje de este libro profético es sencillo: «Que el injusto siga cometiendo injusticias y el manchado siga manchándose; que el justo siga practicando la justicia y el santo siga santificándose» (Apoc 22,11). El significado de este mensaje no es, naturalmente, que Dios dé libertad al impío para seguir haciendo impiedades; en este caso, no cometería culpa alguna. El mensaje es de grave advertencia: al impío, su reprobación; al justo, su bienaventuranza. El método de esta obra es preciso: la profecía. Ésta es mi concepción mística de la historia y de la cultura: una alianza permanentemente renovada de la Santísima Trinidad con el hombre y con el universo que será consumada, teniendo a Cristo por centro, en el último día. Este último día será el final de la formación histórica de una cultura que tuvo su origen en la creación del ser humano.
La divina alianza establecida con el ser humano es también la clave de una formación cultural de la filosofía en la que queda afirmada, con título de constante, la más alta dignidad que el hombre posee por Dios otorgada en virtud de haber sido creado a su imagen y semejanza. Débese esta mística dignidad de la divina dignidad al ejercicio de la potestad que las personas divinas le ha concedido al hombre para que éste dé sentido transcendente, sobrenatural, a la cultura: en este sentido, la cultura, convertida en “transcultura”, es, a su vez, una “transfilosofía” de la cultura que tiene origen y fin divinos. La afirmación de esta alianza hace imposible el naturalismo y materialismo del vivir humano y, en general, de una concepción del mundo en la que quedaría deformado el patrimonio cultural de la humanidad.
Toda filosofía tiene en sí la clave de la formación o deformación cultural en virtud de ser agente eficaz de unidad y sentido teórico y pragmático. ¿Cuál es la forma mejor de esta unidad y sentido conceptivo y existencial? No puedo dejar de declarar, conforme a mi condición cristiana, que Cristo encarna al φιλόσοφος [philósophos] formado que, siendo verdadero Dios y verdadero hombre, nos revela que su naturaleza humana, aunque no tiene persona humana, sólo divina, es, de todos modos, consustancial con nuestra naturaleza. Cristo es, para mí, el modelo de todos los modelos culturales; por tanto, el origen y fin de una formación cultural que marca con su sello indeleble la historia del hombre y su universo.
- ↑ Esta mística deificación, deificatio de los padres latinos y θείωσις [theiosis] de los padres griegos, fue defendida por San Atanasio y, de un modo especial, por San Agustín al afirmar Factus est Deus homo, ut homo fieret Deus [Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciese Dios] (Sermo, 128,1).
- ↑ Para un conocimiento general de mi concepción genética de la metafísica, véanse mis conferencias, “Hacia una nueva concepción metafísica del ser” y “Concepción genética de lo que no es el sujeto absoluto y fundamento metafísico de la ética”, publicadas en ¿Existe una Filosofía Española? y en Raíces y valores históricos del pensamiento español, Varios, F.F.R., Constantina (Sevilla), 1988 y 1990 respectivamente. Una exposición breve de mi pensamiento pedagógico está también recogida en dos estudios presentados en años anteriores en el Ciclo de Pedagogía. El primero de estos lleva por título “La persona no es ser para sí ni para el mundo”, publicado en VARIOS, Hacia una pedagogía prospectiva, F.F.R. Sevilla, 1992; el segundo, “prioridad de la fe en la educación” pertenece a una conferencia celebrada el pasado año en el Ciclo de Pedagogía Prioridades y ética en orientación. Concibo la carencia de sentido sintáctico a que los universales “el hombre” o “la cultura”, careciendo de functor diádico, ofrecen información estéril; la carencia de sentido semántico se debe a que en el seudoconcepto “el hombre” o “la cultura” tiene el mismo sentido que su negativo “el no hombre” o “la no cultura”; metafísico, porque para definirse estos conceptos se reduplican a sí mismos en sucesión indefinida sin que puedan alcanzarse nunca a sí mismos.
- ↑ Entiendo por “conocimiento sustantivo” el conocimiento selectivo, mediante el cual el ser humano pone orden a su saber en armonía con el ordenamiento de su conducta. El conocimiento sustantivo no debe confundirse con el conocimiento científico o erudito: el primero es intensivo; el segundo, extensivo. No se requiere conocimiento científico para poseer conocimiento sustantivo; el conocimiento científico requiere, sin embargo, para dar forma y sentido a la tarea científica, el conocimiento sustantivo.
- ↑ Cf. Die Stellung des Menschen im Kosmos, 1928, VI (Trad. esp. por J. Gaos: El puesto del hombre en el cosmos, 1929).
- ↑ La fe no es producto de una cultura; antes bien, es productora de cultura. La acción que ejerce la fe en la cultura es de primordial importancia: no sólo pertenece al patrimonio cultural humano, sino que también es un factor determinante de la formación cultural porque se constituye en estímulo de revisión y renovación de la cultura.
- ↑ Distingo “acción receptiva” del concepto tradicional de “pasividad”: no existe, para mí, pasividad frente a acción en el ser humano; antes bien, la complementariedad intrínseca de dos acciones, agente y receptiva que se interactúan en el comportamiento humano. La acción agente es, en el caso del niño, los padres y su entorno ambiental.
- ↑ El ser humano, no sólo el niño, es una realidad personal sin acabar: esto es, siempre puede estar formándose mientras permanezca en estado viador. Si el ser humano es realidad personal sin acabar, también lo es su inteligencia, mediante la cual no puede conocer algo en sentido absoluto. Ocurre lo mismo con la cultura: ésta nunca puede, históricamente, quedar del todo formada.
- ↑ Estas tres vectoriales o leyes que radican en el espíritu humano han sido por mí explicadas en numerosas conferencias con sus castellanos nombres correspondientes: ley de la perfectibilidad [katatelia], ley de la transcendentalidad [kazautía], ley de la inmanencialidad [katatema].
- ↑ Mi concepción genética de persona consiste en la forma de definición de una persona por otra persona. Ilustro la forma de definición de la persona humana sirviéndome del significado originario del πρόσωπον [prósopon] griego: rostro, talante, carácter o categoría. El rostro o talante por el que el ser humano adquiere la categoría de persona es la divina presencia constitutiva del sujeto absoluto en su espíritu. Esta divina presencia constitutiva es carácter hereditario que hace de la persona humana mística deidad de la divina Deidad. Reside en este carácter hereditario la constitución filial del ser humano en relación con Dios: porque es “hijo de Dios”, el ser humano tiene el aspecto, el talante, el parecido, en una palabra, “la imagen y semejanza” de Dios. Este talante no es una “máscara” exterior, es rostro divino impreso constitutivamente en tal grado que, ontológicamente, “hace resonar”, per-sonare, a nuestro espíritu. Los latinos manifestaron, con el verbo “personare”, lo que yo denomino “acto ontológico personal” hecho posible en virtud de la divina presencia constitutiva.
- ↑ La naturaleza humana, constituida de cuerpo, alma y espíritu, tiene, refiriéndome exclusivamente al cuerpo biológico, el precedente homínido [hominoideo] que, en la creación del espíritu por Dios, queda reducido a cero ontológico su específico; de otro modo, la pareja humana sólo podría concebir homínidos. El homínido sería el mal llamado homo sapiens, siendo en realidad animal sapiens.
- ↑ Rechazo que la culminación evolutiva del hombre residiera en el llamado homo sapiens. La cima auténtica del hombre reside en el homo spiritualis en virtud de que, desde el primer instante de su concepción, se da una intervención divina inmediata que consiste en la creación de su espíritu deitáticamente formado.
- ↑ La afirmación de su singularidad implica el rechazo del concepto “individualidad” en virtud de que ésta comporta, entre otras consecuencias, un individualismo que cierra a la persona humana de tal modo que, identificándose falsamente en sí misma, hace imposible toda apertura transcendental degradándola, al mismo tiempo, en un seudoabsoluto que se tributa a sí mismo, como es el caso del réprobo, un falso culto de latría. Este seudoculto lleva a la negación de tributar el verdadero culto latréutico a la Santísima Trinidad que es para el hombre y, en general, para el universo su origen y fin. No sería necesario reiterar que el origen y fin de la persona mística que es el hombre es de transcendencia divina.
- ↑ Salgo al paso, antes de seguir, en lo que se refiere al planteamiento filosófico: éste es necesariamente a priori y, en ningún caso, a posteriori. Quiero decir: no es resultado de una razón subjetiva; antes bien, se impone, por su misma naturaleza a esta razón.
- ↑ Este excedente no tiene el significado de sobrante, antes bien, de plenitud metafísica; esto es, no puede ser más ni menos que persona.
- ↑ Cristo es el único que ha dado la más sublime, transcendente y sagrada definición de la persona humana corroborando con su palabra nuestra mística deidad: “dioses sois” (Jn 10,34).