Diferencia entre revisiones de «PRIORIDAD DE LA FE EN LA FORMACIÓN HUMANA»
Página creada con «'''PRIORIDAD DE LA FE EN LA FORMACIÓN HUMANA''' '''(Nueva York, 1993)''' Publicado en VARIOS, ''Educación y desarrollo personal,'' Fundación Fernando Rielo, Madrid 2001, 29-51. '''Proemio''' El presente estudio, inserto en el Ciclo de Pedagogía ''Prioridades y ética en orientación,'' es complementario al realizado por mí con el tema “El hombre no es para sí ni para el mundo”, presentado también en el Ciclo de Pedagogía, que se celebrara en marzo de…» |
Sin resumen de edición |
||
Línea 119: | Línea 119: | ||
<references /> | <references /> | ||
[[Category: Conferencias publicadas]] [[Category: Fernando Rielo]] |
Revisión actual - 15:45 21 sep 2024
PRIORIDAD DE LA FE EN LA FORMACIÓN HUMANA
(Nueva York, 1993)
Publicado en
VARIOS, Educación y desarrollo personal,
Fundación Fernando Rielo, Madrid 2001, 29-51.
Proemio
El presente estudio, inserto en el Ciclo de Pedagogía Prioridades y ética en orientación, es complementario al realizado por mí con el tema “El hombre no es para sí ni para el mundo”, presentado también en el Ciclo de Pedagogía, que se celebrara en marzo de 1991, teniendo por tema general Hacia una pedagogía prospectiva.
Divido la conferencia en cuatro partes: Cuestión previa, Cuestión crítica, Cuestión analítica y Cuestión final.
Cuestión previa
l.- Sea esta cuestión previa de orientación al tema, prioridad de la fe en la formación humana, intentando disolver, en primer lugar, la confusión terminológica, sobre todo, al acometer el discurso sobre alguna de las facetas del ser humano. Esta faceta que centra mi exposición es, por su misma naturaleza, de sumo interés: el resultado de la intervención que ejerce una persona humana en otra persona humana en orden a su formación. El estudio de este objeto específico adquiere, fundamentalmente, la denominación que le concede el origen de su étimo: si griego [παιδαγωγέω], “pedagogía”; si latino [educo], “educación”. La etimología latina está compuesta por la preposición “ex”, que toma la forma “e-” ante “d”, significando refuerzo de la idea expresada por el verbo “duco”;[1] esto es, “formar” o “dar forma adecuada” en la que se implican, a su vez, los significados de “conducir”, “guiar”, “hacer seguir”, “instruir”… La etimología griega está, a su vez, compuesta por el nombre παῖς,[2] que significa “niño”, y el sustantivo ἀγωγή, que expresa “acción de guiar o conducir” en el sentido de la formación de la conducta o del carácter. Las dos etimologías tienen matices diferentes: la latina, aplicativa al ser humano en general; la griega, dirigida a la formación del niño.
El denominador común de los conceptos “pedagogía” y “educación” es, como puede observarse, la formación humana en el sentido de “dar forma” al actuar de alguien que necesita ayuda de otro alguien. La pedagogía o la educación son, desde la experiencia histórica de sus más remotos orígenes, referidas a la acción interpersonal. Rechazo, en este sentido, el solipsismo educacional o pedagógico: cualquier sistema o técnica pedagógicos que intentaran romper esta relación interpersonal estarían abocados al más rotundo fracaso. El fundamento de toda educación sólo puede darse en la relación entre personas.
Si hiciéramos una reducción lo más simplificada posible, los tres conceptos, “pedagogía”, “educación” y “formación”, parecen responder, sin detenernos en otras derivaciones polisémicas, a tres períodos determinados del ser humano: la pedagogía, a la niñez; la educación, a la juventud; la formación, a la madurez. Mi opinión consiste, más bien, en que la teoría sobre la formación humana sea llamada “educación”; sus métodos y técnicas, “pedagogía”. Adquieren, de este modo, sentido las expresiones usuales de “teoría de la educación” o “filosofía de la educación”, “métodos pedagógicos” o “técnicas pedagógicas” y “formación del niño”, “formación del joven” o “formación del profesorado”.
2.- Me lleva este estudio, hecha precisión terminólogica, a plantear unas breves consideraciones sobre la prioridad de la fe en la formación humana. Sentada esta premisa, resultaría, quizás, camino fácil dilucidar el tema genérico que ostenta el presente programa de este ciclo pedagógico: prioridades y ética en orientación. La razón es sencilla: toda reflexión que se quiera hacer sobre un determinado objeto, en nuestro caso, sobre materia educativa, debe recibir de su modelo la validez que dé sentido a los resultados obtenidos por los sucesivos análisis.
No debe obviarse, si no se quiere incurrir en demagogias y sofismas, una pregunta fundamental: ¿bajo qué concepción de la educación se está hablando? Existen múltiples concepciones de la educación con sus métodos y técnicas según los distintos intereses que se mueven en una sociedad: político, sociológico, económico, axiológico, materialista, elitista… que dan lugar a sus homólogas concepciones; en este caso, concepción política, concepción sociológica… de la educación. Estos campos de interés se fundamentan, a su vez, en modelos filosóficos subyacentes que, de modo implícito o explícito, sirven a estos intereses que se ciernen sobre el quehacer educativo. Los modelos filosóficos defenderán, a su vez, posturas de sesgo voluntarista, intelectualista, individualista, colectivista… teniendo en cuenta el predominio de uno de los factores en que éstas se asientan: una facultad humana, el individuo o la sociedad.
La historia de la filosofía ha proporcionado los modelos que integraran en sí mismos aquella forma de educar que sirviera a los intereses imperantes de un lugar y tiempo determinados. Llamo a esta situación proteica de teorías y modelos, que constituyen la historia de la pedagogía, “relativismo pedagógico”. Este relativismo pedagógico ha tenido que pedir de prestado, según intereses de toda índole, amplios campos a la antropología, a la sicología, a la sociología, a la biología, a la historia… con el sólo fin de no perder, como disciplina, su frágil autonomía.
3.- El relativismo pedagógico ha mantenido, sin embargo, una constante humana de la que, en ningún caso, ha podido liberarse: la creencia [3] que, elemento fundante de la fe, es formante de la ἐνέργεια[4] [enérgueia] que posee constitutivamente el ser humano en orden a dar sentido a su comportamiento y a la consecución de su destino. La ἐνέργεια no es virtualidad o pura potencia; tampoco fuerza física; es, más bien, acto ontológico del espíritu humano que, formado por la divina presencia constitutiva, le hace salir de sí mismo; esto es, le pone, desde su nacimiento, en radical estado extático; de aquí, su capacidad de admiración, de asombro, de sorpresa. ¿No es cierto observar en el niño este estado de contemplación, de fascinación, de curiosidad por todo lo que en su entorno encuentra? Este estado de contemplación no es estado extrínseco proporcionado sólo por los sentidos: radica, más bien, en algo mucho más hondo.
La divina presencia constitutiva otorga al espíritu humano dos acciones que forman la ἐνέργεια: fundante, la creencia; transformante, la fe. La creencia da a la ἐνέργεια sentido orientativo, direccional, y es por medio de la cual que el ser humano utiliza su inteligencia, su voluntad y su libertad con relación a los múltiples objetos de creencia entre los que Dios es uno de estos. La fe, siendo elevación de la creencia al orden de la gracia santificante, pone a la creencia en estado selectivo de creer en Dios, subordinando a éste los demás objetos de creencia. Dios, bajo la razón de tres personas divinas, hácese de este modo, para el cristiano, objeto propio e inmediato de aquella virtud teologal.
Este es el punto de partida de la persona humana desde los albores de su más tierna infancia: todo su aprendizaje consiste, antes de hacer uso de su inteligencia, en un acto específico de su ser espiritual que, distinguiéndole de los vivientes impersonales, revela ya aquello que constituye su personalidad singular: el acto de creencia en sus padres de tal modo que el niño afirma o niega como verdad o mentira lo que, basándose en la autoridad de aquellos, ha aprendido. Este “creer en”, que se manifiesta ya en el niño, es el constitutivo formante de su personalidad: es “energía” que le lleva, cuando ha aprendido o está aprendiendo a hablar, a hacer la pregunta “¿qué es esto?”.
La balbuciente pregunta del niño no es lenguaje mecánico, ni imitativo; tampoco es pregunta informe. Es, más bien, pregunta que tiene forma definida: una forma que la hace ser pregunta de esencia: quid est? Este quid est, que es encarnación del acto de creencia, abre la inteligencia del niño poniendo a éste en la expectativa de aprehender, mediante la respuesta recibida, aquello que sus padres o sus mayores le enseñan. El comunicativo comportamiento infantil no acaba con la pregunta de esencia. El niño va aún más lejos con su nueva pregunta: “¿y por qué?”. El “porqué”, quia, no es relación causal; no incluye la seudoestructura “causa-efecto”; antes bien, implica dos proyectivos ontológicos: esencial, descubrir las propiedades de lo que pregunta uniéndolas al quid est; direccional, ir al origen o límite al que tiende la sucesión del quia rechazando, a su vez, el absurdo de un más allá interminable.
La actitud interrogante del niño denuncia el quia de un quid est, que encierra una verdadera búsqueda etiológica de la verdad absoluta. Esta actitud corresponde a la forma genética del comportamiento humano que puede observarse desde su más tierna infancia: el niño quiere, con la tenacidad de sus continuos intentos, encontrar la última razón de las cosas, que cree y espera alcanzar con la respuesta de sus mayores. Yace en esta temprana edad el primer sabio discurso de una persona humana que, con el signo de las más patéticas adversidades en el orden físico, familiar, ambiental y social, comienza su orientación formativa o deformativa en esta vida.
Cuestión crítica
1.- La llamada filosofía de la educación redúcese a una sucesión de teorías que, desplazándose unas a otras, arrojan todas ellas un objeto común de estudio: la educación de un sujeto paciente por el ejercicio educativo de un sujeto agente. La interacción de estos dos factores del binomio educativo ha establecido, según el polo dominante, dos teorías extremas: progresista, prioridad de la espontaneidad y libertad del sujeto educando en orden a la creatividad y transformación de valores o bienes culturales; tradicionalista, prioridad de la disciplina y autoridad del sujeto educador en orden a que el sujeto educando asimile los valores y bienes culturales entre los que vive. Una y otra defienden metas diferentes: la progresista, el discípulo tiene que ser más que el maestro; la tradicionalista, el discípulo no puede ser más que el maestro. Las dos teorías alejan de tal modo entre sí las dos realidades que, además de destruir el binomio educativo, se excluyen mutuamente en lo que de valor pudiera apreciarse: el modelo progresista carece de tradición; el modelo tradicionalista, de progreso.
Uno de los modelos progresistas que ha incidido, especialmente, en los modernos métodos y técnicas educativas es el modelo rousseauniano. Este modelo, que se apoya en la bondad natural del hombre, sometido a crítica, es teóricamente contradictorio, inviable en la práctica y refutado por la experiencia. Su contradicción reside en que los males que aquejan al individuo y a la sociedad tienen su fuente en lo que no puede ser su fuente: la supuesta bondad del individuo. ¿Cómo, pues, si el individuo era, por naturaleza, originariamente bueno, fue capaz de dar comienzo a una sociedad perversa y también él pervertirse [5] ? Resultaría, entonces, lógico que una sociedad que quisiera volver a estos orígenes paradisíacos con un entorno apropiado desde la infancia, reincidiría, una vez más, en los males que aquejan a cualquier sociedad históricamente constituida.
Podríamos proceder así con los restantes modelos pedagógicos a sabiendas de que todos ellos admiten alguna parte de verdad: nadie niega, por ejemplo, del modelo rousseauniano la capacidad natural del individuo para hacer el bien, pero, en contrapartida, el individuo tiene también capacidad para hacer el mal y, de facto lo ha hecho siempre y lo sigue haciendo. La capacidad para hacer el bien o el mal radica en otra dimensión humana diferente del seudoapriori de la bondad natural.
2.- Los modelos filosóficos que fundamentan las teorías pedagógicas tienen por piedra angular un seudoprincipio de identidad que, erigiéndose en seudoinstrumento de análisis, sostiene, resquebrajado, el edificio del saber; en el presente caso, la pedagogía con su objeto “la educación”. Este seudoprincipio de identidad, con la exclusiva de prescindir de cualquier otro principio, se introduce, paralizándolo, en el concepto intuitivo “educación” para elevarlo a constructo identitático de estructura reduplicativa, “educación es educación”,[6] que, privada de functor diádico, carece de sentido sintáctico, semántico y metafísico.[7] El concepto de “educación” hase, de este modo, convertido en un seudoconstructo que, autodefiniéndose a sí mismo por una de sus notas inmanentes,[8] queda a la deriva de las vacuas definiciones tautológicas.
La consecuencia no se deja esperar: la identidad, ya teórica, ya práctica, ha insuflado en la pedagogía el estrabismo de una razón presa de constructos aberrantes. Estos seudoconstructos nos han dejado el legado seudocultural: del solipsismo e inmanentismo, que comportan la irreconciliación del subjetivismo y objetivismo pedagógicos; del escepticismo con sus proyecciones, que degrada en atomización e incertidumbre; de la degeneración de los valores transcendentales, que ofrece por resultado la impotencia de un comportamiento religioso del individuo enajenado por criterios contemporizadores que vienen aquejados de paroxismo identitático.
La historia de la pedagogía ha tenido que tender, debido al influjo corrosivo de la identidad, el endeble puente de la relación extrínseca al binomio sujeto educando y sujeto educador. Los estudios acerca de la educación han permanecido, debido a la oposición creada por el extrínseco análisis relacional, a la sombra de la superficialidad. No hay paso dialéctico entre sujeto educando y sujeto educador: en el caso de darse, ¿en virtud de qué fluiría la relación?, ¿en virtud de unos contenidos de enseñanza que un profesor imparte y un alumno recibe?, ¿en virtud del ejercicio de adaptación a un niño en una sociedad que aparece utópica?, ¿en virtud, acaso, de la libertad?… Afírmese lo que se quiera de este paso, al sujeto educando le es extrínseca su relación con el sujeto educador, y al sujeto educador le es extrínseca su relación con el sujeto educando.
3.- La pedagogía no se ha ocupado en definir, ontológicamente, al hombre; sólo se ha centrado en fenómenos educativos. Esta fenomenología ha sumido al quehacer pedagógico en la más abyecta dispersión. De este magma educativo surgen los extremos irreconciliables: el autoritarismo y el libertinaje. El intento de una racionalidad en la relación educativa ha fracasado, además, con la manipulación de métodos y técnicas utópicos que encuentran su raíz en un materialismo utilitarista que tiene como instrumento al sicologismo conductista o al naturalismo sociológico.
La historia de la pedagogía carece, además, de una definición del hombre que, considerada desde un axioma originario, otorgue la visión existencial de lo que es a priori la persona humana, de tal modo que ésta sea consciente de que no puede haber algo más allá que defina su más alta dignidad antropológica, sirviendo, al mismo tiempo, de recto impulso a sus acciones. No puede recurrirse, para el logro de este propósito, a una antropología filosófica debido a que la persona humana, dentro de esta estricta perspectiva, ha sido constreñida a alguno de sus aspectos cercenando, no sólo otros valores fundamentales que constituyen su visión integral, sino lo que le es más importante: la mística transcendencia que la define.
La supuesta “diferencia específica” ha sido hasta ahora la característica aducida para establecer, dentro del género “animal”, la singularidad de la llamada “especie humana”. Esta diferencia con la que se ha intentado definir al hombre ha estado a merced de las distintas filosofías en criterio comparado con los animales, cuando, en verdad, son los animales los que deben compararse con alguna característica humana.[9] He aquí algunas de estas definiciones extraídas por la aristotélica diferencia específica de la que no ha podido desprenderse el pensamiento moderno con su posición intelectualista o voluntarista, individualista o colectivista: animal racional, animal simbólico, animal lingüístico, animal social… Una pedagogía de métodos y técnicas reduce aún más estas seudo-definiciones a otra que denuncia el espectáculo de su espiritual frigidez: el ser humano es un animal técnico.
Si me refiero, finalmente, a las prioridades y ética en orientación, ¿cuáles son estas prioridades cuando la incertidumbre, la angustia, el miedo… acucian al individuo por la escasa perspectiva que tiene de encontrar, terminada su carrera, empleo? ¿Cuál es la ética en orientación ante la miseria intelectual y laboral, ante la inedia por el trabajo,[10] que, en la mayoría de los casos acompaña a la sociedad? ¿Cuáles son estas prioridades y esta ética ante convicciones previas, políticas o religiosas, o ante las creencias o descreencias que laten en una cultura o período histórico determinado? Estas preguntas adquieren verdadero patetismo cuando las hacemos referir a un pueblo al que le es difícil, no sólo afrontar el paro y la escasa perspectiva de empleo, sino atender, más bien, sus necesidades primarias de subsistencia.
Existen, por otra parte, en nuestras sociedades no sólo alumnos desmotivados que trabajan menos que antes o que piden más actualización de conocimientos, sino también profesores que se encuentran en situación laboral inestable, o que piden mejor consideración social de la labor docente. Hay que añadir a estos inconvenientes los conflictos familiares y el hecho de simultanear estudios con un trabajo donde se suceden también conflictos laborales. ¿Cómo resolver, entonces, las supuestas prioridades y ética en orientación en la que intervienen tantos factores de frustración sicológicos, sociales, económicos, culturales… en una sociedad azotada por la descreencia y la evasión, si no sabemos cuáles son la prioridad y la ética efectivas que definen, esencialmente, al ser humano? Concluyo esta cuestión crítica con unas certeras palabras de Ortega y Gasset: “El hombre, no sólo económicamente, sino metafísicamente, tiene que ganarse la vida”.
Cuestión formal
1.- Frente a la extrinsicidad incomunicativa del seudoprincipio de identidad, afirmo, metafísicamente, la intrinsicidad comunicativa de mi concepción genética del principio de relación que contiene, por su misma naturaleza, los términos de su inmanente complementariedad intrínseca, sustitutiva de la identidad absoluta por la absoluta congenitud: en el ámbito intelectual, de dos seres personales [≑]; en el ámbito revelado, de tres seres personales [≑≑]. Cúmplese sólo dentro de este ámbito revelado la propiedad metódica de la satisfacibilidad consistente en la plenitud absoluta de la consistencia, completitud y decidibilidad, que son las propiedades que ostenta el ámbito intelectual de mi concepción genética del principio de relación y su sujeto absoluto. Si la revelación excede la inteligencia humana, mi metafísica genética proporciona, con su ontología, a esta indigente inteligencia su carácter genéticamente abierto a la fe.[11]
La concepción genética del principio de relación y su sujeto absoluto es axioma absoluto que comporta una concepción genética de lo que no es el sujeto absoluto en virtud del propio sujeto absoluto. Este axioma es el fundamento de una concepción genética de la ontología o mística que tiene por objeto la intrínseca relación del sujeto absoluto con el sujeto humano, supuesta la creación de éste por el propio sujeto absoluto. La metafísica del sujeto absoluto con la ontología del sujeto humano es intrínseca relación genética que inscribe en éste la imagen de aquél. Su corroboración halla fundamento en el texto revelado: “hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” (Gn 1,26).
Los conceptos de “imagen” y “semejanza” encuentran su ontológico valor en la divina presencia constitutiva del sujeto absoluto en el espíritu creado, consistente en la mística transmisión hereditaria en que, con la divina presencia inhabitante, queda el espíritu humano. La razón es sencilla: la mística transmisión hereditaria está formada por la divina transmisión hereditaria en virtud de la cual se establece un parentesco o linaje, conforme a las palabras de San Pedro “sois linaje elegido” (1Pe 2,9), o de San Pablo “somos linaje de Dios” (Act 17, 29), con el espíritu divino de tal modo que somos mística naturaleza de la divina naturaleza. Esta imagen y semejanza es también centro epistemológico por el que, lejos de una supuesta mediación de ideas innatas o de vías demostrativas, tenemos conocimiento natural del sujeto absoluto en virtud del carácter impreso de la naturaleza divina en nuestra naturaleza creada, inhabitada por la divina presencia constitutiva, que eleva al ser humano desde el mismo momento de su concepción en el seno materno en mística u ontológica deidad de la divina o metafísica deidad. Cristo, confirmando la Escritura, corrobora con su palabra esta mística deidad humana: “dioses sois” (Jn 10,34).
Mi definición mística del hombre fundada en mi metafísica genética rechaza, de este modo, todas las teorías antropológicas inscritas en la historia de la filosofía: pongo, por caso, las antropologías representadas por Pascal, Vico, Herder, Kant, Scheler, Cassirer… aparte de las corrientes hermenéuticas, marxistas, existencialistas… Estas antropologías cercenan lo que es al hombre verdaderamente transcendental: la divina presencia constitutiva que pone a la persona humana en inmediata comunicación ontológica o mística con las personas divinas constitutivas de único sujeto absoluto.
La ontología tiene por objeto específico la definición mística del ser humano, expresada por esta divina presencia inhabitante sub ratione actus absoluti, del que, genéticamente, se observan: en el orden intelectual, dos seres personales [≑] en el elemento creado de la persona humana constituyéndola en “mística u ontológica deidad de la divina o metafísica deidad”; en el orden revelado, tres seres personales [≑≑] que, elevando la divina presencia constitutiva al orden de la gracia santificante, hacen de la persona humana “mística u ontológica santísima trinidad de la divina o metafísica Santísima Trinidad”.[12] La afirmación de que el ser humano se defina desde sí mismo, en sí mismo o para sí mismo es, no sólo contra experiencia, sino, antes bien, contra natura.
2.- Si me refiero a la educación como disciplina, ésta me es genética concepción mística de la pedagogía con supuesto en la concepción genética del principio de relación. Esta concepción genética crea también diversas imágenes de carácter hereditario: proyecciones herenciales que, por la misma constitución genética del ser humano, emergen de su propio ser personal. Esta es la razón por la cual los seres humanos se comunican, congénesis, con el sujeto absoluto y entre sí: su naturaleza es congenética. Nos comunicamos realidades espirituales, morales, culturales… porque somos seres genéticamente abiertos al sujeto absoluto; con el sujeto absoluto y por el sujeto absoluto, a los demás seres y al cosmos. La percepción que todo hombre tiene de su apertura al infinito es síntoma de que somos definidos por la divina presencia constitutiva del sujeto absoluto. Esta es la clave de nuestro ser y de nuestro conocer. La inferencia lógica que se sigue de estos supuestos es que la Santísima Trinidad se constituye, sub ratione subiecti absoluti, en el supremo modelo pedagógico. La pedagogía es, en este sentido, una pedagogía de la divina presencia constitutiva en nuestro espíritu al que le han sido dados unos bienes herenciales de carácter transcendente.
La herencia biológica, moral, testamentaria, cultural…, en la que, en esta vida, forma su personalidad el ser humano, es imagen distante de su primordial herencia ontológica o mística. El contenido herencial tiene, por otra parte, momentos de enriquecimiento y precariedad que están en función de los bienes, espirituales o materiales, que se manejan. Jesucristo, en quien se une hipostáticamente la naturaleza divina y la naturaleza humana es, de forma tangible, el pedagogo por excelencia que, en virtud de la consustancialidad de su naturaleza humana con la nuestra, puede formar al ser humano con su gracia en los bienes que, imperecederos, le son ontológicamente necesarios para subsistir en su carácter de persona espiritual. Ninguna otra preocupación debe anegar al espíritu humano: los demás bienes legítimos son, no sin el afán propio de cada jornada, dados por añadidura. Cristo encarna, con su ejemplo, la virtud moral de mayor rango que debe tener el pedagogo con el sujeto educando: la humildad. No hizo con el ser humano alarde de su categoría de Dios a pesar de su condición divina; antes bien, se despojó de ella cubriéndose con los harapos de la herida naturaleza humana para redimirla (cfr. Fl 2, 6-7).
El sujeto educador debe encarnar, además de la aptitud o cualificación propia de su campo específico, la actitud de generosa entrega que se resuelve en un conjunto de virtudes morales que, con síntesis en el amor, condicionan, no sólo la transmisión de virtudes intelectuales, sino la propia formación integral del sujeto educando en interacción también con la formación del sujeto educador. El amor es, como afirma San Juan, la esencia misma de la Santísima Trinidad (1Jn 4,7s,16); por tanto, lo que nos constituye como personas espirituales. El desamor es despersonalización. El rechazo del amor como forma ética del actuar educativo comporta el secuestro de toda posible formación positiva en el sujeto educando, quien acabará por rechazar o hacerse cómplice de todo intento de transmisión viciada.
3.- El connatural impulso de transcendencia que define al ser humano le capacita, ya desde niño, para recibir la educación integral. Su modelo es la pedagogía del amor que Dios tiene con sus criaturas. La percepción y enriquecimiento en esta pedagogía requiere una exquisita sensibilidad espiritual que sólo, desde la actitud de discípulo, puede aprehenderse: su vehículo es la oración; su fuente, las Sagradas Letras. El maestro enseñará con eficacia en la medida que él mismo se tenga en verdadero discípulo. Sólo la experiencia de los valores espirituales puede convertirse en prueba fehaciente de los contenidos intelectuales del mensaje cristiano, que, si son auténticos, ilustrarán la ciencia y la cultura, con la exigencia de ser aceptados por el discípulo en virtud de la ejemplar conducta, intelectual y moral, de su maestro.
La divina presencia constitutiva otorga al espíritu aquella energía que, capacitándole para el éxtasis, es el parámetro requerido por la entidad antropológica del ser humano para verificar su transcendente personalidad. Educar en el éxtasis es dar forma a la energía que capacita al hombre para, saliendo de sí mismo, unirse al sujeto amante de su celeste destino. Gracias a esta energía, el ser humano experimenta la aspiración o conjunto de aspiraciones en el fluir de su vida que transforma y transfigura haciendo suyo lo que en sí es a él mismo transcendente. Educar o formar en el éxtasis comporta, por tanto, la sensibilidad extática del sujeto educador por la cual adquiere la capacidad de formar al sujeto educando con el fin de que éste dirija su atención extática al objeto que se le presenta. Si un maestro, pongo por caso, no tuviera esta sensibilidad, ¿qué podría extasiar en el espíritu del niño? Sin duda, la proyección de su propio desorden espiritual y moral, que se impondría, de forma autoritaria, a la indefensa fragilidad del niño.
Los grandes teóricos de la pedagogía, Vives, Comenio y Pestalozzi, entre otros, intuyeron, ciertamente, esta mística sensibilidad extática al afirmar, aunque con terminología imprecisa, que la base y fin supremo de la educación es el sentir religioso.[13] Nadie, sin embargo, como los grandes prácticos de la pedagogía que, en los últimos cuatro siglos, dejaron, con su vida y con sus instituciones dedicadas a la formación de la juventud, escritas las mejores páginas imborrables sobre la educación. Reivindico, entre otros, a algunos de estos santos pedagogos: a San José de Calasanz, a San Juan Bautista de la Salle, a Marcelino Champagnat, a San Juan Bosco [14] … Todos sin excepción, puestos hoy en injusto olvido, llenaron también con grandes pedagogos las aulas de la juventud.
Cuestión final
1.- Hemos constatado la necesidad que tiene el pedagogo de ser consciente de qué definición de ser humano parte en orden a acometer la tarea de la educación: debe, por tanto, comenzar por saber qué es el ser humano, cuál es su estructura, cómo, en qué y para qué formarse. La observación natural nos permite constatar que la naturaleza humana en cuanto tal nos posibilita y predispone en un status hacia la religión, la cultura, las costumbres, la ciencia, el arte… Es ese recurso que la persona posee por constitución ontológica por el hecho de ser tal persona. El ser humano nace, se desarrolla y se comporta en un conjunto de bienes culturales… que acepta: cuando niño, con la creencia irrefleja; cuando adulto, con la creencia ilustrada. Esta capacidad “pisteica” o “fideica” [15] se debe a aquella energía que tiene el ser humano en orden a acometer todas las necesidades de supervivencia y de empresa. Sin esta energía la persona humana no podría subsistir; su merma comportaría el desánimo, la depresión e, incluso, la catalepsia espiritual y síquica.
Esta ἐνέργεια es, en virtud de la divina presencia constitutiva en un espíritu creado, potestas fundante y transformante, que define la personalidad del ser humano. La personalidad es, precisamente, conjunto de actos por los que decimos a “alguien” persona: receptiva, en el niño; agente, en el adulto. La metodología que ha de seguirse en la formación humana tiene, entonces, la finalidad sustantiva de incitar a los seres humanos a que desarrollen su personalidad en el sentido de transformarla de receptiva en agente: sujeto, por tanto, responsable de sus actos. Ésta es su potestas fundante que el sujeto absoluto a su imagen y semejanza (Gén 1,26) ha conferido al ser humano.
La primera gracia otorgada a la potestas ontologica en el mismo momento de la creación del espíritu humano es una filiatio generalis que encuentra su activa plenitud transformativa en la filiatio fidei, exclusivo mérito de Cristo: «la prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abba, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios» (Gá 4,6s.). Las demás potestades de la persona, política, social, jurídica, familiar…, son subsidiarias y tienen el supuesto fundante y transformante de la potestas ontologica. Esta potestas ontologica o mística, puesta en ejercicio receptivo, concede al ser humano la mística capacidad del ejercicio sobrenatural según las palabras de la Escritura: «a todos los que le recibieron [acción receptiva] les dio potestad de hacerse [[[ACCIÓN AGENTE, RECEPTIVA Y REPLICATIVA|acción agente]]] hijos de Dios» (Jn 1,12). La energía o potestad filial resulta, por tantos graves prejuicios e intereses de toda índole, altamente precaria en una gran multitud de personas. Su fruto específico: una espiritualidad anémica. Si la persona tiene un objeto es precisamente su espíritu con el que no acaba de encontrarse. Esta incertidumbre espiritual es causa de su inmensa tragedia histórica.
2.- La relación educativa es, por tanto, dinámica. Sujeto educador y sujeto educando, son portadores de energía pisteica o fideica en tal grado que los hace, mutuamente, agentes y receptivos. La prioridad agente es, no obstante, la del adulto que ha desarrollado convenientemente sus facultades. La persona fideica [16] con su facultas fidei, crece, a imagen de Cristo, en edad, gracia y sabiduría ante Dios y ante la sociedad. Débese este hecho a que el ser humano, aunque sea niño, poseyendo las características de receptividad y espontaneidad, no es meramente pasivo. El sujeto educador debe buscar que el sujeto educando active constantemente su capacidad como persona suscitando el interés de éste en función de su proceso espiritual, síquico y biológico. El sujeto educador, a su vez, debe hacer lo mismo. La instrucción sin el ejemplo dificulta el desarrollo educativo según la máxima de Séneca: longum iter est per praecepta, breve per exempla [se hace largo el camino con los preceptos y breve a través del ejemplo]. Si me refiero a la enseñanza, la autoridad moral es, pues, condición necesaria en orden a que la “competencia científica” del sujeto educador sea recibida sin trabas por el sujeto educando.
La esencia de la persona humana es la mística potestad que consiste en el ejercicio responsable de sus acciones. Radica en esta mystica potestas su comportamiento ético en tal grado que la acción inmoral es el resultado de la deformación o cambio de fin en ejercicio potestativo. Hay que afirmar que el sujeto absoluto no pone ni la forma ni la materia del acto inmoral porque ha quedado establecido que la responsabilidad moral reside en el buen o mal ejercicio de la potestad recibida, una potestad que tiene único fin: incrementar por medio de las gracias actuales la filiación divina. Queda, de este modo, iluminado el comportamiento humano por esta filiación.
Se me podría objetar que me muevo en el campo, más que de un utópico análisis racional que sea válido para todas las creencias, de una fe que parece restringida a un análisis de carácter teológico. Mi respuesta no creo que pueda ser rechazada por nadie: ¿no es acaso la fe la que, cualquiera sea su objeto, determina las formas de comportamiento personal y social, y mueve toda empresa que pueda acometer el hombre? ¿No es esta misma fe la que ha movido a los integrantes de este Ciclo dedicado a la Pedagogía a exponer, a resolver, con menor o mayor acierto los problemas que se plantean a la educación orientativa? Esta fe es la que hay que estimular, encender más bien, en el hombre en tal grado que sea fuego sagrado de su razón, de su querer y de su libertad.
El discurso de la fe no es un discurso hallado por medio de la inteligencia; pero, a su vez, es un discurso que, no sin la dura condición de la inteligencia, acontece. Evoco sentencia escolástica: la inteligencia es perfeccionada por la fe, esto es, transformada en metainteligencia. Mi sentencia es otra: la apertura de la inteligencia a la fe por la misma fe hace que la inteligencia sin la fe sea una inteligencia ciega.[17] El “recto entender” requiere la base firme de la creencia o de la fe; si esto no fuera así, no sería posible ningún análisis, ningún conocimiento. Creer es empezar a entender; creer en alguien es prestarle atención: es conocimiento motivado por la creencia. No puede, de este modo, cuestionarse la existencia de Dios: éste no puede ser resultado o producto de una demostración que, por su misma naturaleza, tiene que dar crédito a unas premisas o unos supuestos de los que Dios, siendo el axioma absoluto, sería, absurdamente, el resultado.
Creer es buscar, preguntar, escuchar, obedecer, entregarse: cuando el hombre busca, Dios se acerca; cuando el hombre pregunta, Dios responde; cuando el hombre escucha, Dios habla; cuando el hombre obedece, Dios gobierna; cuando el hombre se entrega, Dios obra.[18] Sirva de referencia el eslogan anselmiano, recogido de San Agustín: “Neque quaero intelligere ut credam, sed credo ut intelligam” [No pido, pues, entender para creer, sino que creo para entender].[19] Otra cosa es el discurso sobre Dios; esto es, la forma cómo el ser humano conoce y debe conocer a Dios.
3.- Permítanme, finalmente, hacer confesión del supremo pedagogo, del supremo educador de la fe, Jesucristo, con quien sus discípulos al seguirle o confesarle modifican su propio comportamiento y su forma de entender (Mt 16,21). La relación que une a los discípulos con su Maestro no es, exclusivamente, de orden intelectual; antes bien, es un hecho concreto de seguimiento que supone ruptura con el pasado. Esta relación amorosa no se circunscribe a una idea, un querer o un sentir; antes bien, es un acto de amor en el que va la vida entera, una vida que Él mismo va formando con la sucesiva incrementación de nuestra fe.
Si Él es la verdad y la vida, encontramos en Él al metafísico y al místico por excelencia; si Él es el camino, en Él tiene que encarnarse, necesarimente, el saber pedagógico. Uno de los tantos rasgos de suprema sabiduría pedagógica de Cristo que más me fascinan es que no dejó, personalmente, libro escrito con el fin de que los seres humanos colaboraran con la gratia inspirationis del Espíritu Santo para ser instruidos con la doctrina que, a través de los siglos, la Iglesia fuera capaz de asimilar: sólo con la visión beatífica habrá de revelarse al bienaventurado la plenitud de la verdad.
Cristo con su autoridad moral, intelectual y académica, superando a los titulares de las cátedras de su tiempo, es reconocido como el Maestro que sabe impartir novedosas enseñanzas que, incómodas al prejuicio de los sabios,[20] eran recibidas por sus oyentes suscitando peticiones de explicación (Mt 13,10-13) hasta que se haya comprendido (Mt 13,51); sin embargo, no quiso hacerse comprender completamente por sus discípulos (Jn 16,12s) siendo conveniente irse al Padre para ceder el puesto al Espíritu Santo (Jn 17, 7s) que llevará perfectamente a término la obra educadora de Dios. Cristo censura a los discípulos su dureza de corazón y su falta de fe con la finalidad de ponerlos en ocasión para recibir su mensaje: “Si al deciros cosas de la tierra no creéis, ¿cómo vais a creer si os digo cosas del cielo?” (Jn 3,12). Les hace ver, también, que no están capacitados para recibir todo lo que les tiene que decir: “Mucho podría deciros aún, pero ahora no podéis con ello” (Jn 16,12).
El Hijo seguirá, por medio del Espíritu Santo, dando a conocer el Nombre del Padre, esto es, todo lo que atañe a su gloria concelebrada por el Hijo y el Espíritu Santo: “Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer” (Jn 17,26). No se contentó con decir lo que había que hacer; antes bien, como perfecto educador dio ejemplo a los seres humanos tomando sobre sí la corrección, el castigo que pesaba sobre ellos (Is 55,5), cargando con sus flaquezas (Mt 8,17) y siendo probado en todo menos en el pecado (Hb 4,15).
La prioridad de la fe en la formación humana comporta, finalmente, la misma prioridad de la esperanza y la misma prioridad del amor porque, a modo de pericóresis fulgenciana, la fe está toda en la esperanza, toda en el amor; la esperanza está toda en la fe, toda en el amor; el amor está todo en la fe, todo en la esperanza. La descreencia, con su desesperanza y su desamor, lleva, a su vez, al egoísmo de una indiferencia por lo transcendente en tal grado que hace oblicuas, desviadas, las motivaciones del ser humano. Su fuente, la libertad deforme o libertinaje; su resultado, la orientación deforme o desorientación. El amor es, formante de la libertad, la mayor de las prioridades: formar en el amor es formar en la libertad, una libertad donde el entender con su fe y el querer con su esperanza asumen, sin posible desorientación, el imperativo agustiniano de quien se sabe, ya en este mundo, dentro de la senda que le lleva a su celeste destino: ama et quod vis fac; ama y haz lo que quieras.
- ↑ Son sinónimos en latín del verbo educare los verbos conformare e informare con el significado de “educar”, “dar forma adecuada”, “modelar”, “formar”, “organizar”. Encontramos, pues, en todas las etimologías la idea de “formar” o “dar forma”.
- ↑ Existen también en griego el verbo παιδεύω y el compuesto παιδαγωγέω [παῖς + ἀγω que significan “dirigir”, “guiar”, “criar”, “formar” a los niños. Aparece también en la etimología griega la idea reflejada por el verbo “formar”.
- ↑ Mi concepto de “creencia” nada tiene que ver con el pensamiento orteguiano que, ciertamente, ignora todo referencial a una fe transcendente para quedar en pura vida de creencias circunstanciales. La creencia es elemento fundante de la fe, por tanto, acción receptiva de la acción agente en que consiste el donum fidei. La creencia es, de este modo, aperturidad a una fe que excede a la naturaleza humana.
- ↑ Este término griego no tiene el significado de “energía física”; antes bien, de “energía” en el sentido de “eficacia”, “virtud”, “fuerza moral o espiritual”.
- ↑ El concepto de sociedad no es para mí ni un universal, ni un concepto abstracto; antes bien, una singularización de la unidad y diferencia de singulares que toma la forma de sus relaciones políticas, económicas, laborales, educativas… La sociedad, compleja relación entre personas, no puede, en este sentido, ser sujeto de perversión: la sociedad, en sentido propio, no influye en la persona; son las personas que influyen unas en otras.
- ↑ Toda estructura conceptual necesita, para que tenga sentido, un functor diádico en virtud del cual se dé la relación de, cuando menos, dos términos. La estructura reduplicativa “educación es educación”, “educación en cuanto educación”, “la educación por la educación”, “la educación es un producto educativo” … y fórmulas semejantes, son identitáticas en virtud de carecer de los dos términos distintos que exige el functor diádico para que se de la relación; con la relación, el sentido sintáctico, semántico y metafísico.
- ↑ En mi conferencia “La persona no es ser para sí ni para el mundo” publicada en Hacia una pedagogía prospectiva (Sevilla: F.F.R., 1992, p. 94), hago un análisis de estos carentes de sentido.
- ↑ Esta forma de definir un conjunto por una de sus notas acontece en el mejor de los casos, pues ordinariamente se acude al recursivo de la sinonimia.
- ↑ Véase mi conferencia “La persona no es ser para sí ni para el mundo” en Hacia una pedagogía prospectiva, pp. 93s.
- ↑ La imbecillitas lleva muchas veces al ser humano a comportamientos que, en la mayoría de los casos, requieren de una cierta energía que una sana pedagogía de la autoridad puede convenientemente impulsar. Pongo por caso que a la inedia por el trabajo sólo puede responderse con el mandamiento rodiniano de “il faut travailler”.
- ↑ Hago síntesis de mi concepción genética de la metafísica en varias de mis conferencias: “La persona no es ser para sí ni para el mundo” publicada en Hacia una pedagogía prospectiva (Sevilla: F.F.R., 1992); “Concepción genética de lo que no es el Sujeto absoluto y Fundamento metafísico de la Etica”, en Raíces y valores históricos del pensamiento español (Sevilla, F.F.R.,1990); “Concepción genética del principio de relación” (Quito-Ecuador-Julio,1989); “Hacia una nueva concepción metafísica del ser”, en ¿Existe una Filosofía Española?, (Sevilla, F.F.R., 1988); “Definición genética de la transverberación teresiana”, en Santa Teresa y la literatura mística hispana (EDI-6, S. A., Madrid, 1984). Existen, entre otras exposiciones de mi pensamiento, las de José M. López, “La metafísica pura en Fernando Rielo”, en Homenaje a Fernando Rielo (Georgetown University-Washington D.C., 1989), Sevilla, F.F.R., 1990; “Paso de la mística española a la novela en Teoría del Quijote de Fernando Rielo”, en Homenaje a Fernando Rielo (Georgetown University-Washington D.C., 1989), Sevilla, F.F.R., 1990; “La nueva metafísica de Fernando Rielo”, en Aportaciones de pensadores españoles del siglo XX a la filosofía, Sevilla, F.F.R., 1990; August Riska, “La concepción genética del ser en Fernando Rielo: consideraciones lógicas” y Joseph Romano, “Más allá de la identidad: un nuevo acercamiento al ser”, publicados en Homenaje a Fernando Rielo (Sevilla,1990)…
- ↑ Este aserto de mi concepción genética de la ontología es corroborado por San Juan de la Cruz cuando afirma: “no sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado (…) y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza” (Cántico espiritual, 39,3).
- ↑ El sentimiento religioso es el axioma de la filosofía de Schleiermacher en el que se fundamenta la hermenéutica moderna.
- ↑ Son cuatro fundadores de instituciones religiosas dedicadas a la enseñanza en los últimos cuatro siglos: San José de Calasanz, fundador de las Escuelas Pías, muere a los 92 años en 1648; San Juan Bautista de la Salle (1651-1719), fundador de los Hermanos de las Escuelas Cristianas; Marcelino Champagnat (1789-1840), fundador de los Hermanos Maristas; San Juan Bosco (1815-1888), fundador de los Salesianos, creador del método preventivo en la educación.
- ↑ Los neologismos “pisteica” y “fideica”, relativos a la creencia o a la fe, tienen su origen: el primero, del griego πίστις; el segundo, del latín fides. El nombre “creencia” es, para mí, un concepto más general, que alcanza al sujeto absoluto como a uno de sus muchos objetos; el nombre “fe” es un concepto específico que, correspondiendo a una de las virtudes teologales, se dirige inmediatamente al sujeto absoluto como objeto propio y a los demás objetos en función del sujeto absoluto.
- ↑ No puede hacerse separación absoluta entre “persona pística” y “persona fídica”: la persona pística, encaminada a ser “persona fídica”, es también virtualmente “persona fídica”, estado que se alcanza, según la doctrina cristiana, por la gracia del bautismo. No hay ser humano que, en estado viador, no pertenezca actual o potencialmente al cuerpo místico de Cristo.
- ↑ La dimensión objetiva de la fe a la que me refiero es mucho más amplia que el sólo pragmatismo para obrar milagros extraordinarios. El actuar ordinario de la fe es secreto, callado, escondido.
- ↑ “Porque en verdad comienza Él a obrar para que nosotros queramos, y cuando ya queremos, con nosotros coopera para perfeccionar la obra… Por consiguiente, para que nosotros queramos, comienza a obrar sin nosotros, y cuando queremos y de grado obramos, con nosotros coopera. Con todo, si Él no obra para que queramos, o no coopera cuando ya queremos, nada podemos en orden a las buenas obras de piedad” (cfr. S. Agustín, De gratia et libero arbitrio c.17,).
- ↑ San Anselmo en Proslogion, 1 ad finem. Basado en Isaías VII, 9: “Nisi crederitis, non intelligetis” [A menos que creas no entenderás]. Explicado por San Agustín: en Sermo XLIII, 7.9: “Crede ut intelligas”.
- ↑ La sofística de los llamados “sabios” se mueve, no en la roca firme de la creencia, sino en el terreno movedizo del juicio previo [prejuicio].