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La propuesta mística de Fernando Rielo

José María López Sevillano

(Roma, 2014)

Publicado en

revista Teología espiritual, enero-junio,

Facultad de Teología San Vicente Ferrer, Valencia 2016, 237-252.

Mi especialidad es el pensamiento de Fernando Rielo, con el cual he convivido día a día durante más de 26 años, en Tenerife, Madrid y Nueva York desde 1978 hasta el 2004, año de su fallecimiento en la ciudad de los rascacielos. No obstante, comencé a saber de su pensamiento en 1970, año en que lo conocí, invitado por los misioneros identes a una de sus conferencias en Madrid.

El pensamiento de Fernando Rielo está aún prácticamente inédito. Sus dos últimas obras son: Concepción mística de la antropología[1], obra integradora del saber sobre el hombre visto desde la CONCIENCIA FILIAL, y En el Corazón del Padre[2], obra que describe su experiencia mística desde la vivencia del Padre Celeste. Los miembros de la Escuela Idente no dejamos de investigar y de preparar, en equipo, la sistematización del pensamiento rieliano. El origen de esta filosofía no es escolástico, ni radica en ninguna escuela o influjo de un determinado sistema, estrictamente hablando. Fernando Rielo es un místico, no un retórico o erudito de la mística. Es verdad que su pensamiento recoge un cierto bagaje cultural histórico, incluso clásico, pero no afecta a su raíz; esto es, no se inspira en ninguna filosofía ni en supuestas tendencias teológicas, no obstante que puedan hallarse semejanzas o coincidencias puntuales. Es un pensamiento integrador, pero no “totalizador”. La potencialidad de la visión rieliana de la realidad nos lleva a incluir y no a excluir, a dialogar y no a imponerse como pensamiento o sistema único o cerrado. Sólo un modelo metafísico “bien formado” con una concepción mística de la antropología puede detentar esta pretensión.

En varias ocasiones se nos ha preguntado por el origen del pensamiento de Fernando Rielo, pretendiendo encontrar un punto de referencia en un autor o escuela en las que se haya apoyado o recibido una marcada influencia.

«Yo no siento realizarme –asevera Rielo– por medio de los libros. La Santísima Trinidad es quien está transformando mi deidad, por medio de su gracia, en mística santísima trinidad de la Divina Santísima Trinidad: no en vano he sido creado a su imagen y semejanza. ¡Cuánto espero, vencida la muerte, la consumación final de esta transformación en la que, alcanzada la visión beatífica, contemplaré, de modo inefable, el carácter propio de cada una de las tres personas divinas! Esto es lo que quiere decir san Juan de la Cruz cuando afirma: “no sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado (…), y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza” (Cántico espiritual, 39,3). Este hecho es cierto. Sería falso lo contrario: las personas divinas transformándose en el ser humano. Cristo crucificado, escribiendo con la pluma de su muerte la redención universal del ser humano, es único viviente libro que me está realizando»[3].

Es verdad que la persona humana está en contacto con la realidad de su tiempo, situada en unas coordenadas geográficas, recibiendo una formación familiar y social, con el peso de un acervo cultural y académico. Asimismo debe soportar problemáticas, enfermedades y condicionantes propios del vaivén de la vida, entre los que pueden destacarse situaciones difíciles agravadas por la incomprensión y la agresividad propia de las pasiones y de las ideologías que, reductivas, excluyentes e intolerantes, impregnan el pensar y el actuar de las instituciones y sociedades. Sin embargo, el pensamiento rieliano no es debido a estas limitaciones, condicionantes y resistencias, pero no es sin estas. Las personas pueden abrir campos y determinar épocas, porque de sus manos sale la cultura, la ciencia, la religión, la historia. Pero no nos olvidemos de quién mueve e inspira, de forma eficaz, las manos del hombre.

El pensamiento o sistema de Fernando Rielo no nace, desde luego, detrás de una mesa de despacho, ni en las bibliotecas de la universidad, ni en el laboratorio, ni en la llamada “torre de marfil”. No surge dentro de unas condiciones físicas, sicológicas y en la tranquilidad que todos deseamos. El pensamiento rieliano no tiene otro paisaje que el del sufrimiento, la cruz, o lo que él mismo denomina “el dolor del amor”. Por eso, en el libro Diálogo a tres voces asevera que «Los santos se caracterizaron por su entrañable amor a Cristo crucificado infligiéndose, incluso, graves penitencias para compartir, de algún modo, su redención. San Bernardo de Claraval, llamado por mí “místico del amor puro”, exclamaba: “Mi filosofía es conocer a Jesús Crucificado”. San Juan de la Cruz lo hace suyo, al citar los grados de oración en su Subida al Monte Carmelo. Si yo tuviera que ponerme un nombre de religión, eligiría, aunque esto pudiera parecer presuntuoso, el sobrenombre de “Fernando de Cristo Crucificado”. Me he pasado la vida, de hecho, con el deseo de ser cruz de su cruz de tal modo que se me ha convertido en constante vivir cruento»[4].

Fernando Rielo fue un hombre profundamente creyente. A sus 16 años tuvo una experiencia honda de Dios Padre, no en el contexto de una conversión, sino en un proceso de vivencia espiritual que, desde niño, ya poseía: su relación familiar con el Padre. A esta edad tiene una experiencia singular: se le aparece el Padre y se abraza a su cintura hipostasiada en un árbol. Este hecho lo narra él personalmente: «Me sucedió la siguiente experiencia en Valsaín, un pueblo de la serranía de Segovia, el día 28 de agosto de 1939, cumpliendo yo dieciséis años. Se me presentó el Padre al amanecer, precisamente bajo un árbol, y me dijo: “hijo, sé santo como yo soy santo”. Me abracé al tronco de este árbol como si fuere su cintura. Quedóme grabada una impresión penitencial de luchar siempre contra mis pasiones por amor a Él»[5].

Años más tarde se expresaría en los siguientes términos: «Resuena todavía en mí su palabra como repetida y cantada, y, al mismo tiempo, cantada y llorada por la misma naturaleza, por los vegetales y por los animales, que entonces me rodeaban. ¡Qué amor aquel! ¡Qué evento más feliz el de aquel día! ¡Qué seguro me sentí! Saber —más aún, ver— que un ser infinito, eterno, supremo y magnífico me amaba, se dirigía a mí y yo, a su vez, lo entendía y creía en Él! Le prometí entonces que siempre me habría de arrepentir de todo aquello que le desagradara y que pasaría toda mi existencia buscando su voluntad en cada momento, cumpliendo sus deseos, amando apasionadamente su pensamiento, su mente»[6].

Con el correr de la vida, terminados los estudios de bachillerato, nuestro autor decide estudiar filosofía en la Universidad Central de Madrid, pero la vocación religiosa le acechaba. Resuelve la alternativa decidiendo entrar en los Redentoristas, donde hizo sus estudios eclesiásticos de filosofía y teología. Durante este periodo, según él, vio con claridad que había un problema serio, histórico, que acuciaba a la filosofía y a la teología, a la relación entre la razón y la fe. Rielo sigue con esta preocupación intelectual y a la vez pragmática en orden a la confesión de la fe y el sentido que ésta da a la vida y a la visión del mundo, preparándose y madurando en diversos ámbitos culturales, aunque deberá hacerlo, en adelante, de forma autodidacta. Claro que él poseía una vastísima cultura literaria y filosófica que ya comienza con rigor en la época de sus estudios de bachillerato. Él mismo nos lo relata: «Las primeras lecturas que me marcaron, hacia los diez u once años, pueden remitirse a mi conocimiento, siempre dentro de los límites de esta edad, de los clásicos españoles, griegos, latinos, orientales… Mi padre era un gran lector. Dominaba muy bien la literatura. Era un hombre cultísimo y quería que yo tuviese también esta cultura. Se interesaba mucho por nuestra formación, nos inculcó la pasión por la lectura, la inclinación a saber, a penetrar en los valores humanos, en el porqué último de las cosas. Todas las semanas íbamos con él al teatro, despertando en mí el conocimiento de las grandes obras dramáticas y líricas de la literatura española y, en general, de la mundial. […] Me enamoré primero de la literatura; después, cuando cayó en mis manos la Crítica de la razón pura de Kant, me enamoré, simultáneamente, de la filosofía»[7].

Tendrían que pasar aún varios años –siendo ya fundador de los misioneros y misioneras identes– para que le aconteciera otra experiencia clave que le marcaría definitivamente en su pensamiento. Así nos lo narra él en Diálogo a tres voces: «El origen de mi pensamiento tuvo el momento culminante un día 30 de mayo de 1964, festividad de san Fernando. Estaba convaleciente de una dificilísima operación, entre las muchas que he padecido hasta el presente, en la que se me había hecho, en medio de una hemorragia masiva, resección máxima del aparato digestivo. La noche de este día de mi santo había sufrido unos dolores espantosos. Mi residencia en Madrid era entonces la casa familiar con mi madre y mis hermanas. Ellas querían conmemorar este señalado día. Me levanté hacia las cinco de la mañana, en medio de un amanecer espléndido propio de la primavera madrileña. Me dirigí a la llamada “Plaza de los Mártires” para luego adentrarme en la floresta del Parque del Oeste. Me senté en un banco rústico: en este instante, clamé con agónico dolor a mi Padre Celeste: “Yo no soy nada; Tú eres el ser”. Se me abrieron, de forma repentina, los cielos con transfiguración del verdeante paisaje al tiempo que una voz enérgica, su voz paterna, respondía a mi gemido: “Yo soy más que el ser que dices”. Apareció, al momento, escala esbeltísima por la que subían y bajaban ángeles ante mi infusa mirada. El dolor me había desaparecido, regresando a mi hogar, antes de que se levantaran mi madre y mis hermanas, para celebrar juntos el desayuno de mi onomástica»[8].

Rielo está convencido que, gracias a este “ser+” que el Padre le revela, ha visto el verdadero problema de la metafísica y, por tanto, del pensar filosófico. Por eso, nos sigue diciendo en el mismo libro: «Durante el regreso a mi casa, vuelto el paisaje a mi natural mirada, se grabó en mi inteligencia, con rechazo de la identidad del ser a título de metafísico principio, única palabra: “ser +”. Esta fórmula, por mí contemplada llena de vida, iluminando mi pensamiento, me alejó de todos los sistemas filosóficos en virtud de que, incurriendo éstos en una identidad carente de sentido sintáctico, semántico y metafísico, afectaban gravemente, conforme a mi sentir, al campo teológico»[9].

La celebración de esta experiencia mística fue el humanismo familiar, en la fiesta de su onomástica, guardado el hecho en su corazón. Nadie de su familia observó nada de lo que había ocurrido. La inteligencia y el corazón de Fernando Rielo habían recibido un toque especial que influiría decisivamente en la forma de ver la realidad, la resolución de los problemas de la existencia, el dar unidad, dirección y sentido al pensamiento, al hecho religioso y estético, a la sociedad, a la cultura, a la historia.

La lectura anticipada de Kant le había despertado el apetito por la filosofía[10], pero la inteligencia rieliana encuentra en los orígenes históricos de la metafísica la verdadera problemática que acucia al pensamiento. Por ello, nuestro autor justifica, amparándose en Parménides, la experiencia sobrenatural que tuvo del “ser+” ese 30 de mayo de 1964: «La diosa de la verdad, invocada por Parménides, caía como desprendida roca haciéndose añicos hasta quedar convertida en nada. Si este genio de la metafísica, Parménides, se sintió con el derecho, por nadie desmentido, de poner su saber en boca de una diosa gentílica, ¿cuál no será el mío ante la invocación de un Padre que se dirige a un pobre hijo suyo que ama, aunque no posea toda la verdad, esta misma verdad?»[11].

El problema fundamental que descubre es que los sistemas filosóficos incurren en el seudoprincipio de identidad: que el pecado original de la metafísica estaba en el abstracto “ser es ser y no ser es no ser” de Parménides, y que este pecado influye en todos los sistemas filosóficos. Es más, Rielo habla también del pecado original de la religión acaecido en Adán y Eva. El “yo es yo”, que sistematiza genialmente Fichte, es el que está larvado en todo sistema, y de él se proyectan todas las formas del pensamiento identitático. Esto no quiere decir que la filosofía no haya conseguido admirables logros, aunque lo ha hecho a pesar de esta losa del seudoprincipio de identidad. Nuestro autor afirma que es el ser + o concepción genética del principio de relación quien puede romper con éxito el seudoprincipio de identidad, superando las paradojas y contradicciones de la identidad estática parmenídica, y de la identidad dinámica hegeliana.

¿Qué es, por tanto, ese ser+ en Fernando Rielo? Él mismo nos lo explica con nitidez: «Consumado el trance de mi espíritu, observé, configurado con mi fantasía, que Cristo era el metafísico de la Iglesia en virtud de lo cual ésta no tenía que empeñarse en cristianizar metafísicas de mano gentílica. La revelación por Cristo de que el ser es Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, es definición transacadémica que, ajena al racionalismo y al fideísmo, reside en la justa frontera de la razón y de la fe por Él establecida. Esta afirmación justifica con toda su plenitud la pretensión de que sólo Él era el Maestro absoluto: “Vosotros no os dejéis llamar ‘Rabbí’, porque uno sólo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos” (Mt 23,8)»[12]. Rielo se atiene a este único Maestro que está por encima de Parménides, Aristóteles, Descartes o Kant; por eso afirma: «Tengo un sistema de pensamiento con unas características propias. Yo parto de Cristo mismo, que es el metafísico por antonomasia. Si Él dijo: “Yo soy la Verdad”, no nos iba a dejar de enseñar o revelar la concepción del ser. Me considero, por tanto, simplemente discípulo de Él»[13]. Y esta es una constante en su pensamiento: «Amo apasionadamente la verdad, la mente de Cristo, su inteligencia, porque ella contiene la verdad absoluta de Dios: no esas pequeñas verdades que más que iluminar la mente la ciegan»[14].

Cristo no necesita, para expresarse, de Parménides o de cualquier otro filósofo; antes bien, son los filósofos los que necesitan de Cristo para encontrar la plenitud activa del pensamiento y de la vida: «Tenemos que saber –afirma Rielo– que Cristo al traer el cristianismo, ha traído también a este mundo la plenitud del saber, la plenitud de la verdad, y de la verdad que tiene que ser enseñada de una forma perfectamente organizada en todas las cátedras de todas las Universidades, de todos los centros estudiosos del mundo»[15].

Antes de Cristo las “semillas del Verbo” estaban esparcidas –en virtud de la divina presencia constitutiva del Absoluto en el espíritu humano– en el pensamiento, en la cultura y en la religión, pero no lograban conseguir el sostenimiento adecuado. Estas semillas –presentes hoy en muchas culturas y religiones– tienen necesidad de la presencia activa del mismo Verbo, divina presencia santificante, que potencia, incluye y dialoga con el hombre. Toda semilla de verdad está incluida en el mismo Verbo. Por eso, Rielo sale al paso de los que pudieran objetar que el pensamiento de Cristo no es universal: «Mi confesión de la fe cristiana no admite el prejuicio simplista de que el pensamiento de Cristo no tenga validez universal. Otro tema es saber exponer con competencia este pensamiento en el que no puede desprenderse la vivencia de su mensaje. Soy un peregrino que intenta seguir el camino, la verdad y la vida de Cristo»[16]. Lo mismo que una ciencia corrobora su validez por la experimentación dirigida por la técnica, el testimonio místico se hace también válido por la experiencia de amor en la comunidad. Por los frutos se reconoce la auténtica ciencia y la auténtica mística.

El ámbito de la revelación de Cristo o inteligencia formada por la fe (propia de la religión cristiana), superado el ámbito de la inteligencia formada por la “CREENCIA” (propia de todas las religiones y culturas)[17], le lleva a Rielo a fundamentar todo en el Evangelio, pues en la Palabra de Cristo está la plenitud del saber metafísico y teológico: «Yo trato de fundamentar toda mi actuación, todas mis conferencias, mi actividad intelectual, mi comunicación con el prójimo, en el Evangelio, teniendo presente, al mismo tiempo, la corroboración del Magisterio»[18].

Con el fin de llevar esto a cabo, se debe librar un gran esfuerzo intelectual que el mismo Rielo confiesa de sí mismo. Su propósito: sentar a Cristo en la cátedra del pensamiento humano: «Yo me he pasado estudiando, meditando en las ciencias filosóficas, teológicas e incluso en las ciencias físicas y matemáticas, en las mismas ciencias políticas, sociológicas, sólo con un pensamiento: Cristo, yo sólo me propongo y me puedo proponer una sola cosa para Ti; que me digas cuál es la verdad para poderla trasmitir. Que yo te pueda sentar a Ti, allí donde te han echado los filósofos de este mundo. Tú eres el Doctor. Eres el premio Nobel por antonomasia. Tú tienes que estar sentado como el pensador del mundo, no sólo como el Redentor del mundo. (…). No podemos ir siempre a Ti para emplearte sólo en invocaciones humanas utilitaristas o para que me ayudes en esta u otra necesidad»[19].

Con su concepción genética del principio de relación o ser+, nuestro autor pone, a nivel intelectual formado por la CREENCIA, las bases sólidas de un ecumenismo metafísico y místico: «No se trata, en este caso, de un ecumenismo religioso, pretendido actualmente por las iglesias cristianas. Mi sistema se refiere, más bien, a un ecumenismo metafísico y ontológico, dado que el primer ámbito de mi concepción genética del principio de relación puede ser aceptado, sin el dato de la infusa fe teologal, por la inteligencia humana. Éste es, para mí, el fundamento cultural para un ecumenismo religioso, no sólo entre iglesias cristianas, sino también entre todos los credos. La raíz de esta ecumene, aportada por mi concepción genética del principio de relación, es, cuando menos, la BINIDAD de dos seres personales en inmanente complementariedad intrínseca»[20].

El monoteísmo unipersonalista o impersonalista no existe realmente, pues larva en sí mismo el nihilismo porque carece ad intra de relación; por tanto, también ad extra. Ninguna religión, con una visión bien formada de la realidad, podría admitir la abstracción tautológica del Absoluto. Las religiones han necesitado de fundadores religiosos que han intentado, con mucha dificultad, dar contenido real al Absoluto. El influjo de unas en otras ha sido evidente. La constante en que se mueve el sentir religioso en las grandes religiones ha consistido en los dos términos de relación: Yahvé y Moisés; Alá y Mahoma, etc. Ahora bien, esta relación no puede llamarse absoluta, pues los dos términos no son a nivel absoluto ya que uno de ellos es finito. Sólo uno, Yahvé, Alá, son términos a nivel absoluto, pero el otro término no lo es. En el Antiguo Testamento, no obstante, encontramos indicios de una BINIDAD bien formada[21] que no encontramos en el Corán y en otros libros sagrados. Cierto que ya Ricardo de San Víctor, afirmando que Dios es amor, admite dos personas igualmente divinas, y, por tanto, demuestra un Dios al menos binitario, que necesita un condilectus, tercera persona divina, fruto del amor. Este gran teólogo nos ofrece un modelo de Dios como comunidad de personas en mutua relación. Sin embargo, no está claro en qué pueden consistir las relaciones en Dios, el orden de la procesiones y por qué tienen que ser exactamente tres personas divinas.

Se debe hallar, entonces, la visión bien formada del Absoluto. Los dos términos deben ser personas divinas constituyendo el Absoluto; esto es, el infinito, el ser+, la realidad, la vida, absolutos. El Absoluto es binitario a nivel dianoético. La vida absoluta es, pues, binitaria. Esta BINIDAD da razón a nivel dianoético, de sí misma (ad intra) y de lo que no es sí misma (ad extra). A nivel hipernoético o de la revelación de Cristo, el Absoluto es Santísima Trinidad. Nos encontramos en este ámbito con la plenitud del saber, que debe ser explicitado convenientemente.

Según estos supuestos, una visión bien formada del modelo absoluto (MA) es concepción genética del principio de relación (PR). Esto supone lo siguiente:

.- primero, que el PR son, al menos, dos personas divinas, no menos de dos porque incurrimos “ad intra” en la irrelación o nada absoluta (por tanto, imposibilidad también de la creación; no más de dos, porque una tercera persona, en el ámbito dianoético, es un excedente metafísico a la simplicidad del MA. Para que se dé la relación absoluta son suficientes dos términos. Este ámbito del MA, ámbito dianoético o “intelectual formado por la CREENCIA”, constituye la base del diálogo ecuménico. Un monoteísmo unipersonalista o impersonalista constituye una visión “no bien formada” del MA.

.- segundo, que en el ámbito hipernoético –o de la revelación de Cristo– del MA son tres personas divinas. Cristo nos revela tres hechos fundamentales:

a) que Él es persona divina igual al Padre;

b) que existe una nueva persona divina, además del Padre y el Hijo, que lleva a término todas las funciones que quedan sin cumplir en el ámbito dianoético;

c) que las personas divinas poseen nombre propio: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Resumiendo. En Cristo tenemos la realización, la revelación y la plenitud “bien formada” de la BINIDAD (fundamento del ecumenismo) y de la Trinidad ad extra. Él nos lleva al Padre y nos conduce por medio del Espíritu Santo a la plenitud de vivencia del misterio trinitario. La Teología Metafísica estudia el MA ad intra; la Teología Mística estudia el MA ad extra en el ser humano con el ser humano, dando a éste, en virtud de la divina presencia constitutiva del Absoluto, un estado, acto, forma y razón de ser místicos. Tanto la Teología Metafísica como la Teología Mística pueden ser: en el orden dianoético, ecuménicas; en el orden hipernoético, cristológicas. El ámbito hipernoético incluye todos los valores del ámbito dianoético llevándolos a su plenitud.

La Teología Metafísica y la Teología Mística proporcionan una concepción genética de la epistemología que da unidad, dirección y sentido a la concepción genética de la antropología, de la sicoética, de la pedagogía, de la sociología y, en general, de todas las ciencias experienciales o del ámbito vivencial, y se constituye en el fundamento último de las ciencias experimentales o de la cantidad con su metodología matemática corroborada por la tecnología y la experimentación.

Finalmente, decir que esta concepción genética de Fernando Rielo está lejos de cualquier forma de abstracción. Él mismo lo afirma:

«Nunca he tenido la experiencia de un Dios abstracto, universal o teórico. Mi experiencia personal es, con origen en el Padre, de las tres personas divinas que, aunque realmente distintas, se me presentan, al mismo tiempo, congenéticas; esto es, unum metaphysicum por naturaleza. La CONCIENCIA FILIAL en relación al Padre es de tal modo que me tiene también marcada una conciencia fraterna con Cristo y una conciencia que, inflamada por el fuego divino del Espíritu Santo, incrementa incesantemente mi estado filial con el Padre y, al mismo tiempo, fraterno con el Hijo»[22].

Rielo sabía que una concepción mística definida por el Modelo Absoluto no podía vivirse y expresarse con el lenguaje del ego, de la vanidad, del apego al juicio: «Líbrame, Señor, del lenguaje del ego y tenme incluido siempre en esa magna universidad donde eres Tú mismo, personalmente, quien enseñas esta gran filosofía, esa gran filología del celestial lenguaje con el que doctoras a los santos en la civitas crucis. Con esto quiero decir, Señor, que me sumas en una amnesia completísima de la sintaxis y morfología de ese lenguaje, de esa gramática del ego. Que comience ya por no cometer faltas de ortografía, y no me sienta torpe porque no sé escribir mereciéndome una sola nota: el suspenso. Que seas Tú quien me examine conforme al lenguaje del espíritu; y aquí, sí, me des sobresaliente con la cruz, porque he ido a vivir de la luz, nunca de las sombras sórdidas de mi ego. Afirmo de mí mismo, a pesar de todas mis faltas o defectos, que toda mi vida ha sido un grito de amor y súplica al Padre. Ésta es mi plegaria: —¡Padre, te he querido siempre y siempre te querré; me he pasado toda mi existencia pidiéndote auxilio!»[23].

Me atrevo a cerrar esta breve exposición con una opinión, si se quiere muy personal. Según mi modesto entender, ha habido en la historia del pensamiento tres grandes periodos, más que consecutivos, entrecruzados, teniendo en cuenta que el tercer periodo es el que, partiendo de Cristo mismo, hace la transcendental síntesis envolviendo toda la riqueza que pudieran comportar los demás periodos. Sabiendo que estos periodos no son compartimentos estancos, podemos, no obstante, hacer una simplificación pedagógica poniéndolos en orden consecutivo:

El primer periodo sería el teocéntrico, hasta Descartes, en el que el monoteísmo unipersonalista ha tenido la primacía, refrendado por filosofías con vocación metafísica.

El segundo periodo sería el ANTROPOCÉNTRICO, a partir de Descartes, en el que el hombre, centro del pensamiento, ha incurrido en el vacío caótico de las distintas filosofías sin metafísica: idealismos, materialismos, fenomenología, existencialismos, estructuralismo.

El tercer periodo sería el teantrópico, con el ser+, en el que la acción de Dios en el ser humano con el ser humano es el pensar y el actuar decisivo de una historia divino-humana que tiene a Cristo, persona divina encarnada, como plenitud del camino, de la verdad y de la vida.

La concepción genética del principio de relación, a nivel intelectual y revelado, nos ofrece la pauta de que Cristo es el modelo real por excelencia que, revelándose Hijo del Padre y dador del Espíritu Santo, nos devela con sus dos naturalezas, divina y humana, en su persona divina, la suprema expresión de un movimiento teantrópico del que Él es Supremo Maestro.

El movimiento teantrópico es, entonces, para Fernando Rielo, la acción de la Santísima Trinidad en el ser humano con el ser humano, esto es, el ser humano ha quedado elevado al mayor rango posible: mística u ontológica deidad de la divina o metafísica deidad. El ser humano, el homo mysticus, es alter Christus, alter Deus, en el que, roto el síndrome autista de su propia identidad, se comunica con sus semejantes con la misma comunicación de amor que se tiene con las personas divinas: éste es su modelo de actuación, de creatividad y de existencial vivencia.

Esta experiencia vital, no matematizable, incomparablemente más amplia y rica que toda experiencia sensible o sensorial, es la que, siendo deificada por el humanismo de Cristo, nos deifica en un amor creacional que se proyecta, como afirma Fernando Rielo, en la concepción mística de todas las ciencias del hombre, sobre todo, de la mística con supuesto en la metafísica.

  1. Editado por José María López Sevillano y equipo de la Escuela Idente, FFR, Madrid, 2012.
  2. Editado por José María López Sevillano y equipo de la Escuela Idente, BAC, Madrid, 2014.
  3. Fernando Rielo: un diálogo a tres voces, F.F.R., Madrid, 1995, p. 99. (Libro de entrevistas de la Dra. Marie-Lise Gazarian Gautier de Saint John's University de Nueva York). En adelante citaremos el libro como Diálogo a tres voces.
  4. Diálogo a tres voces, p. 80.
  5. Ibid., p.105.
  6. En el Corazón del Padre, p. 74.
  7. Diálogo a tres voces, p. 51.
  8. Ibid., p. 127.
  9. Ibid., p. 128.
  10. En Leyendas de amor, F.F.R., Madrid, 2010, p. 77, F.R. afirma: «Me hallo en los finales de mis dieciocho años. […] La aspiración que dominaba, decididamente, mi presente consistía en hacer la carrera de filosofía y letras para dedicarme, posteriormente, a la metafísica. La instigación se debió a mi lectura de la Crítica de la razón pura de Kant. Este estudio inicial me condujo a la lectura de otros filósofos que, incluido el kantismo, sembraron en mi mente la necesidad de, penetrando en la noción de ser y su conocimiento, resolver la problemática de antagonismos irresolubles».
  11. Ibid., p. 170s.
  12. Ibid., p. 171.
  13. Diálogo a tres voces, p. 127.
  14. En el Corazón del Padre, p. 142.
  15. Fernando Rielo, manuscrito inédito, Roma, 2-VI-73.
  16. Diálogo a tres voces, p. 139.
  17. Fernando Rielo distingue entre “CREENCIA” y “fe”: la CREENCIA es una virtud constitutiva, propia de todo ser humano, infundida por la divina presencia constitutiva del Absoluto en el espíritu en el momento de la concepción; la fe es elevación de la CREENCIA al ámbito santificante o de la redención de Cristo. El ámbito de la CREENCIA lo denomina Fernando Rielo “dianoético”; el ámbito de la fe “hipernoético”.
  18. Diálogo a tres voces, p. 72.
  19. Fernando Rielo, Roma, 2-VI-73.
  20. Diálogo a tres voces, p. 135.
  21. Por ejemplo, el ÁNGEL de Yahvé de las teofanías del AT se manifiesta como Elohim y Yahvé. Con ello parece que se indica que hay dos personas que son el mismo Dios: la que envía y la que es enviada; cf. Gen 16, 7-13; Ex 3, 2-14. Los padres de la Iglesia primitiva, teniendo en cuenta el pasaje de Isaías 9,6 y Mal 3,1, entendieron por “Ángel de Yahvé” al Logos. Los libros sapienciales nos hablan de la “Sabiduría divina” como una hipóstasis junto a Yahvé, que procede de Dios desde toda la eternidad (según Prov 8,24s.) y colaboró en la creación del mundo (cf. Prov 8,22-31; Sap 7,22); etc.
  22. Ibid., p. 128.
  23. En el Corazón del Padre, p. 21.