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Nuevo paradigma del conocimiento en Fernando Rielo
José María López Sevillano
(Nueva York, 2003)
Publicado en
Proceedings Metaphysics 2003 Second World Conference Rome July 2-5, Fondazione Idente di Studi e di Ricerca, Roma 2003.
I
CUESTIÓN PREVIA
Mi saludo a Su Eminencia Cardenal Camilo Ruini, Vicario de Su Santidad; saludo asimismo al Señor Presidente del Congreso, D. Jesús Fernández Hernández, a todos los profesores y profesoras presentes en este aula, a todos los asistentes.
Este Congreso de Metafísica me da pie a hablar de la Gnoseología de Fernando Rielo, una ciencia que sistematiza en su “Concepción genética del Método” que divide en seis libros, aún inéditos, perfectamente estructurados:
.- el primer libro,“Visión propedéutica de la metodología científica”, analiza la exigencia metodológica del saber, el sujeto y el objeto de la ciencia y su metodología, el carácter codificacional de la metodología científica por el Modelo Absoluto y las constantes y variables metodológicas;
.- el segundo libro, “Fundamentación genética de la metodología experiencial”, nos muestra la unidad y complejidad de la vivencia y experiencia humanas, las funciones genéticas del espíritu humano, su operatividad en las facultades, y la vivenciación del modelo absoluto como fundamento del método;
.- el tercer libro, “Función experiencial del método”, explica la forma de experienciación del método genético, la singularidad y esencia de la experiencia dialogal con el Modelo Absoluto, el COMPROMISO ONTOLÓGICO y ético y la terapia transcendental o sineidoterapia;
.- el cuarto libro, “Función epistemológica”, es el eje de toda la metodología rieliana; trata la sustancia del conocimiento o consciencia potestativa, el ordenamiento del conocimiento o la unidad, dirección y sentido, el principio del conocimiento o la inspiración, la integridad del conocimiento, y los límites, condicionantes y resistencias del conocimiento;
.- el quinto libro, “Función lógica”, acomete la tarea de una lógica transcendental que dé unidad, dirección y sentido a todas las posibles lógicas que tienen su base en alguna función cognitiva, como las lógicas racionales, desiderativas, intencionales, o en los lenguajes, como las lógicas formales, deónticas o disposicionales; acomete también el análisis de los instrumentos lógicos más importantes: el CORTE ANALÍTICO, el tertio incluso y la estructura enunciativa;
.- el sexto libro, “Función sistemática”, cierra el estudio de la concepción genética del método estudiando las estructuras del conocimiento científico experimental y experiencial, el carácter de suficiencia y de satisfacibilidad de la metodología, las propiedades metodológicas de consistencia, completitud y decidibilidad genéticas, y la instrumentación auxiliar del conocimiento.
La aportación que transmito a este Congreso es que esta concepción genética del método es el nuevo paradigma del conocimiento. Es una concepción nueva por la originalidad que presenta su carácter conceptivo-vivencial, es una concepción paradigmática porque, en su apertura, integra todo el saber epistemológico anterior dándole la unidad, dirección y sentido del Modelo Absoluto. Este Modelo Absoluto, constituido en su intimidad constitutiva por personas divinas, codifica en nuestra consciencia el diseño genético de una visión ontológica o mística capaz de establecer una metodología que, abierta a la infinitud del Modelo, nos hace conocer, desde el Modelo, lo que el Modelo conoce no sin las limitaciones, condicionantes y resistencias de nuestra finitud.
Intentaremos dar, en este breve espacio, una somera explicación, que no pretenderá otra cosa que la incitación al estudio y conocimiento del pensamiento de Fernando Rielo.
II
CUESTIÓN CRÍTICA
La historia del conocimiento se ha decantado por la preocupación sobre el origen del conocimiento como el racionalismo, el empirismo y el apriorismo; por la posibilidad del conocimiento, como el escepticismo, el subjetivismo, el relativismo, el pragmatismo, o el criticismo; por la lógica y el lenguaje, como el positivismo lógico y el análisis lingüístico; y, finalmente, destacan corrientes como el pensamiento posmoderno constructivo.
Sin embargo, para saber lo que es el conocimiento, su naturaleza, su ordenamiento y sus límites, debemos saber qué es el ser humano. Se han tenido en cuenta funciones, dimensiones, características de la persona humana, pero no se ha ido, según Fernando Rielo, a su definición. El ser humano es sujeto y objeto del conocimiento, es el que hace ciencia, cultura, política, sociedad, economía, historia, religión. Si nos olvidamos de quién es el sujeto, podemos afirmar cosas que pertenecen a alguna forma de verdad, pero de una verdad que, absolutizada, se transforma, si no en falsedad, sí en verdad deforme. Si abordamos la definición del ser humano, pero lo hacemos por una de sus propiedades, características o ámbitos, hemos incurrido en el reduccionismo propio de las ideologías.
El conocimiento humano no puede reducirse a procesos fisiológicos, neurológicos, psicológicos, medioambientales y sociales por medio de los cuales el sujeto y el objeto se constituyen en interacción dinámica y transformación mutua. No es posible reducir el conocimiento a una biología del conocimiento ni a una psicología del conocimiento, ni a una sociología del conocimiento, sin incurrir, asimismo, en el resbaladizo campo de las ideologías. Ahora bien, el conocimiento humano no es sin los procesos fisiológicos, neurológicos, medioambientales o sociales, pero no se reduce a ninguno de estos ni a la suma de todos ellos.
Todos los reduccionismos que tratan el conocimiento podrían polarizarse, según Fernando Rielo, en dos corrientes dominantes en epistemología:
la que define el conocimiento en función de las exigencias del orden externo como afirman las filosofías destacadas de gran parte del siglo XX, que circunscribimos en la expresión común “racionalismo objetivista”;
la que define el conocimiento en función de las exigencias del organismo humano como propugnan otras corrientes contemporáneas, que podríamos denominar con la expresión “posracionalismo subjetivista”.
La primera afirma, fundamentalmente, que el proceso epistemológico tiene por objetivo una realidad científica que, independientemente de nuestra percepción, contiene en sí misma la organización del conocimiento humano que responde a los estímulos del ambiente externo. La segunda concibe, sobre todo, el proceso epistemológico como un modo de autoorganización que transforma la realidad exterior desde las exigencias propias del organismo.
El pensamiento moderno está dispuesto a renunciar a un saber garantizado y absoluto, a un método único que le conduzca siempre a la verdad. Se intentan continuamente nuevas figuras del pensar. Ya no es relevante tratar el origen, la posibilidad o la legitimación del conocimiento. Lo importante es abrir espacios al conocimiento multidimensional capaz de producir sentidos valiosos y fecundos. Es preferible navegar a la deriva en los mares de la incertidumbre y de la multiplicidad de significados. Siempre se puede encontrar alguna especie ignota o descubrir algo nuevo. Esta pragmaticidad o aparente eficacia, intentando paliar el abismo del sinsentido, es la que nos insensibiliza al pensamiento metafísico.
Descubrimientos en la física, química, electromagnetismo, termodinámica, antropología, comenzaron a mostrar las limitaciones de los esquemas anteriores. El enfoque evolucionista, la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica dieron al traste con las suposiciones cartesianas y newtonianas. Los avances de la biología molecular, la biotecnología, impelen al científico a redefinir la vida y, en particular, lo humano. Se plantea así una nueva visión del mundo que explique las relaciones y dependencias recíprocas de los fenómenos. La cantidad de información más o menos organizada ha sustituido a la calidad de formación del conocimiento. Mientras tanto, siguen las guerras, el hambre, la injusticia, la pobreza, la ignorancia, la enfermedad, la muerte.
Se ha constatado —según afirma nuestro autor— que ha sido prácticamente vano para el progreso científico el intento de organizar el conocimiento experimental y experiencial desde intuiciones puras o desde unas supuestas categorías del entendimiento, de origen kantiano; ni desde el llamado “inconsciente” cognoscitivo, de cuño piagetiano; ni desde los deseos, temores y motivaciones “inconscientes”, como pregona Freud; ni menos, como concibe Bachelard, desde un “inconsciente” newtoniano y euclidiano que nos pueda procurar una visión atomista y sustancial del mundo. Tampoco los análisis sociológicos —aparte de las catástrofes, terremotos, inundaciones, accidentes de todo orden— en los que se intenta dar razón de las causas y del origen de los conflictos, de las violaciones de los derechos humanos, de las injusticias, de la violencia, de las guerras, de la miseria y, en general, de la degradación moral, han encauzado la dirección de los avances científicos hacia el servicio más adecuado para evitar este eterno desastre humano, presente en todas las épocas, e inculcar en el corazón humano su desarrollo espiritual y moral, fuente de todo otro progreso. El reduccionismo exagerado del sujeto y del objeto del conocimiento en poco ha ayudado a la ciencia y al sujeto de la ciencia porque se ha prescindido de lo mejor que posee el ser humano: su vocación y su destino transcendentes.
A pesar de todo, la vocación metafísica del ser humano, con su poder absolutizante, está presente en toda concepción filosófica o antropológica que se propone. El problema más importante reside en qué hace el ser humano con este poder absolutizante que, no sabiendo de dónde le viene, se lo atribuye a sí mismo. El credo materialista, desde sus múltiples y dispares lecturas, no es otra cosa que la hipostasiación del “yo” en una materia de la cual el materialista cree surgir y a la cual intenta dominar. El materialista ha bloqueado en sí mismo su vocación a la transcendencia. Hay que tener, sin embargo, en cuenta que ABSOLUTIZAR una verdad, que no es absoluta, es degradarla, deformarla, desproveerla de unidad, dirección y sentido.
Los dos parámetros que aglutinan las teorías del conocimiento, el cientificista y el humanista, han absolutizado la materia constituyéndola en el modelo absoluto:
el parámetro cientificista creyó en la posibilidad de un conocimiento objetivo y absoluto de las virtualidades de la materia desde la dinámica de la propia materia y en función de las exigencias emergentes de ésta;
el parámetro humanista cree hallar las virtualidades de la materia desde la dinámica de un conocimiento humano que, emergido de la misma materia, introduce en ésta un orden en función de las exigencias de autoorganización determinadas por el propio conocimiento humano.
Nada más lejos de este materialismo ideologizado que la concepción epistemológica de Fernando Rielo. La ABSOLUTIZACIÓN materialista se resuelve en la gran tautología de un constructo identitático, “la materia es la materia”, en el que se proyectan dos utopías:
la del cientificista, que concibe un supuesto mundo objetivado matemática y experimentalmente que dé razón de todo;
la del humanista, que concibe un supuesto mundo material que pueda cubrir las exigencias de bienestar, libertad y convivencia del ser humano.
La ABSOLUTIZACIÓN de la materia deja ciego, no obstante, cualquier intento del conocimiento humano por dar razón última de la realidad. La seguridad del materialismo cientificista no ha ido más allá del simple deseo de descubrir, afrontar y dominar una realidad que, debiendo esperar sine die a ser conocida absolutamente, encontraba su justificación en una CREENCIA y optimismo desmesurados en el progreso definitivo de la ciencia. Sigue a esta falsa seguridad el desengaño de un materialismo humanista que ha transformado el deseo de descubrir, afrontar y dominar la realidad mediante el conocimiento científico, en exacerbada crítica de todo aquello que no coincide con su también “humano ideal imposible”. Es la relatividad subjetiva o intersubjetiva del llamado “pensamiento débil”.
Finalmente, hemos de afirmar que frente a la rigidez del cientificismo y humanismo materialistas se han abierto ámbitos de carácter experiencial que intentan explorar otros dominios que pertenecen a la intimidad constitutiva y vivencial del ser humano. Prueba de ello es este Congreso de Metafísica que, sin rechazar ninguna concepción, aglutina en sí diversas sensibilidades que apuntan a este hecho: la preocupación por un ser humano cuya dimensión transcendente ilumina todas las demás dimensiones que lo constituyen.
III
CUESTIÓN FORMAL
Afirma Fernando Rielo que quien concibe y hace la ciencia es el ser humano. Y el ser humano puede hacer ciencia de lo cuantificable, sujeto a la matematización y al experimento: es el dominio propio de las ciencias experimentales. Pero existe otra realidad mucho más importante, mucho más vasta, que incide en la vida cotidiana de las personas, en el ejercicio de su libertad, en el campo de sus motivaciones, de la creatividad y de la acción en orden a la justicia, a la bondad, a la generosidad; es el ámbito de las vivencias, de lo no cuantificable, sujeto a la definición y a la experienciación espaciotemporal. La forma de abordar el ámbito de la “experimentación”, o de la materia y sus fenómenos, difiere del ámbito de la “experienciación”, o del espíritu y su actuación. “Querer conocer el espíritu humano lo mismo que se conocen las partículas elementales de la materia, es —en expresión de Fernando Rielo— tan absurdo como utilizar el termómetro para medir el grado de libertad de un individuo”.
El ser humano está acostumbrado, generalmente, a ver la realidad, el mundo, la historia, la sociedad, la ciencia, en definitiva a sí mismo, desde la prisión de sus propias concepciones y de su propia conducta, productos, en gran medida, de la sensibilidad y los intereses del momento o de los condicionantes medioambientales, grupales y educacionales. Este estado de ser le ha llevado a proyectarse desde una actitud solitaria y narcisista en todos los ámbitos: en el religioso, mediante la concepción de un monoteísmo impersonalista donde Dios es, llevando su visión a límite, soledad absoluta, proyección antropológica de la propia egotización humana; en lo filosófico, la concepción de un principio o un pensamiento que, identificado con un aspecto de la realidad, absolutiza desde un cerrado autonomismo individual o interindividual que reduce y deforma la visión del mundo. Estos extremos, detectados críticamente por el propio conocimiento humano, han llevado a la pérdida de confianza en unos valores universales cuya fundamentación religiosa o filosófica remitían a contenidos de interés ideologizante. La conclusión parece evidente: si existen patologías en el conocimiento y en el comportamiento humano, hay que atribuirlas a aquello en lo cual se fundamentan o en la forma de concebirlo y fundamentarlo. Mejor sería, por tanto, renunciar a cualquier tipo de fundamentación. Lo importante es el conocimiento global, con todo el potencial de la técnica, como información ordenada y estructurada con el fin de construir una realidad que pueda satisfacernos como objeto de conocimiento.
Pero el ser humano no es solamente su cuerpo, su actividad neuronal o sus sinapsis, reducido sólo a materia; el ser humano no es solamente complejidad anímica o psicológica, con sus instintos, emociones, imaginación, memoria; el ser humano no es solamente espíritu capaz de inteligir y querer libremente. El ser humano es “+” que materia, y es “+” que sus funciones psicológicas.
Fernando Rielo afirma que la persona humana es un espíritu sicosomatizado inhabitado por la divina presencia constitutiva del Modelo Absoluto. Es un espíritu que, con su ACTO ONTOLÓGICO, asume en sí mismo todas las funciones psíquicas y todas las funciones biológicas, manifestándose en todas y en cada una de ellas, pero no reduciéndose a ninguna de ellas. Las funciones biológicas están abiertas a las funciones psíquicas y las funciones biológicas y psíquicas están abiertas, a su vez, al espíritu.
De este modo, no existe, para Fernando Rielo, en el ser humano el conocimiento sensitivo, ni el conocimiento instintivo, racional, emotivo, intencional, intuitivo, mnésico, etc. El conocimiento humano es un conocimiento espiritual, no sujeto a la matematización ni al experimento. Ahora bien, ¿qué es, entonces, lo sensitivo, lo instintivo, lo racional, lo emotivo, lo intencional, lo intuitivo, lo mnésico? Fernando Rielo afirma que son las diversas funciones, propiedades o caracteres del conocimiento espiritual. Así deberíamos decir carácter sensorial, carácter emotivo, carácter racional del conocimiento humano; en ningún caso, deberíamos decir que el conocimiento humano es conocimiento sensorial o conocimiento emotivo o conocimiento racional o conocimiento intuitivo. Hacerlo es incurrir en el reduccionismo sensista, emotivista, racionalista o intuicionista. El conocimiento humano es “+” que cada una de sus propiedades, y “+” que todas las propiedades juntas, pero no es “sin todas y cada una de ellas”.
Poco habríamos adelantado si nos detuviéramos en un espíritu en cuanto espíritu, autónomo, absolutizado, un espíritu a merced de sus propiedades, un espíritu que se da a sí mismo su estado de ser, su acto de ser, su forma de ser y su razón de ser. Sólo la divina presencia constitutiva del Modelo Absoluto en nuestro creado espíritu sicosomatizado proporciona a éste su estado, su acto, su forma y su razón de ser finito abierto al infinito del Modelo Absoluto. ¿Qué es lo que hace la divina presencia constitutiva del Modelo Absoluto en nuestro espíritu? Constituirlo en estado se ser o consciencia, constituirlo en acto de ser o amor, constituirlo en forma de ser o simplicidad, constituirlo en razón de ser o relación genética.
La supuesta ABSOLUTIZACIÓN del espíritu humano queda sustituida por el “+” del espíritu: el espíritu es “+”, y este “+” es el “estructural genético”, el patrimonio genético. Dicho de otro modo, el “+” es el estado, acto, forma y razón de ser que imprime en la persona humana la divina presencia constitutiva del Modelo Absoluto. ¿Por qué el ser humano es capaz de concebir el bien, la verdad, la hermosura, el amor, la perfección, la infinitud, la justicia, etc.? Porque estos “disposicionales” son el patrimonio genético de nuestro espíritu. Pero este patrimonio genético posee un límite transcendental y un límite formal:
el límite transcendental es su apertura a la infinitud del Modelo Absoluto, carente, por tanto, de limitaciones y condicionantes;
el límite formal es su finitud criatural, por la cual el ser humano posee limitaciones, condicionantes y resistencias.
De este modo, en virtud del límite formal, nuestra verdad es una verdad finita, limitada y condicionada; en virtud del límite transcendental, nuestra verdad es una verdad finita abierta a la infinitud de la verdad absoluta constitutivamente presente en nuestra consciencia; por tanto, una verdad que puede reducir sus limitaciones, sus condicionantes y resistencias. El error histórico ha consistido en concebir cualquier verdad como “verdad absoluta”, cuando la verdad del conocimiento humano es una verdad finita abierta al infinito de la verdad absoluta constitutivamente presente en la consciencia humana.
Fernando Rielo afirma que el objeto de conocimiento, sea la finitud, sea la infinitud, está presente en nuestro espíritu. ¿Qué es lo que define a nuestro espíritu: lo más o lo menos, la infinitud o la finitud presentes en nuestro conocer? La respuesta es clara: nos define lo más; esto es, la presencia de la infinitud. Ahora bien, esta presencia de la infinitud, por ser definiente, no puede ser accidental, sino “constitutiva”; a su vez, la infinitud es absoluta. Esta infinitud absoluta no puede ser tampoco un abstracto ni algo que sea menos que persona, pues la definición de persona sería, en este caso, algo menos que ella misma. Esta infinitud absoluta personal no puede ser absolutamente solitaria, irrelacional, pues habríamos establecido la nada, el vacío. Es una infinitud que, siendo verdad absoluta, bien absoluto, amor absoluto, unidad absoluta, no puede ser sino, al menos, dos personas divinas: si fuera una sola persona, habríamos establecido la irrelación.
La divina presencia constitutiva del Modelo Absoluto en un creado espíritu sicosomatizado hace del ser humano persona a imagen y semejanza de las personas divinas. Su patrimonio genético transcendente no son los genes biológicos, sino el gene ontológico o místico en el que se codifica la divina presencia constitutiva del Modelo Absoluto, abriendo a nuestro espíritu finito al infinito de la verdad, de la bondad, de la hermosura, del amor. Este patrimonio genético ontológico o místico se da, en el ser humano, al mismo tiempo que el patrimonio genético biológico. Ésta es la razón ontológica por la que el ser humano es persona desde el mismo momento de su concepción.
¿Cuál es, por tanto, el definiente de la persona humana, capaz de amar, de conocer, de querer, de concebir la verdad, la bondad, la hermosura? Sólo puede serlo, según Fernando Rielo, la divina presencia constitutiva del Modelo Absoluto como principio concreacional, actual y epistémico. El acto de consciencia humana es una acción sinérgica, relacional, teantrópica; es la acción del Modelo Absoluto en el ser humano con el ser humano. ¿Qué es, entonces, la consciencia? ¿Qué es el conocer? Conocer es “cum-scire”, “saber juntamente con”. La relación de la persona humana con las demás personas humanas y con el mundo posee, pues, el modelo de su relación, no con otro ser humano o con la sociedad, sino con el Absoluto. Dime con qué absoluto estás unido y te diré qué eres o quién eres, qué haces o qué visión tienes de la realidad.
Llegados a este punto, afirmar que el ser humano es el sujeto que hace ciencia quiere decir que tienen en sí la capacidad metódica codificada por la divina presencia constitutiva del Modelo Absoluto, que, como principio epistémico, abre nuestra finita verdad patrimonial al infinito de la verdad, bondad y hermosura absolutas. A este principio epistémico se le denomina “inspiración”: una inspiración constitutiva que es propiedad de todo ser humano y a la que todo ser humano —sea ateo, agnóstico o creyente— tiene que responder con su esfuerzo.
La metodología científica posee, según Fernando Rielo, una constante transcendental y una constante formal. Si nos referimos a la constante transcendental de las ciencias experimentales y de las ciencias experienciales, ésta es la inspiración. ¿Qué científico no se siente inspirado en sus descubrimientos, o en su forma de hacer ciencia? La inspiración constitutiva requiere la respuesta del esfuerzo del investigador o del científico, sea en el ámbito experimental como en el ámbito formal. Todo acto inspirativo en el ámbito de la cotidianeidad, de la comunicación, del ARTE, de la ciencia, de cualquier actuar positivo, hay que ganárselo con el esfuerzo de la inteligencia, con el compromiso de la voluntad y con la fuerza de la unión.
Si nos referimos a la constante formal de la metodología científica, aquélla es diversa en la metodología experimental y en la metodología experiencial: la constante formal de la metodología experimental es la unidad de medida; su lenguaje es la matemática, forjadora de hipótesis y teorías; su instrumento es el dominio de la técnica; la constante formal de la metodología experiencial es, en cambio, la unidad de vivencia; su lenguaje es la definición transcendental, potenciativa, forjadora de la comunicación por medio del discurso vivencial; su instrumento es el dominio de nosotros mismos. Este dominio nos tiene que llevar a la superación y desenmascaramiento de lo que son las actitudes egotizantes o inauténticas del ser humano. Estas actitudes influyen en todas las filosofías, que se originan y se desarrollan en virtud de una constante natural que define al acto reflexivo: la búsqueda del fundamento. Esta constante, en la que cualquier pensamiento pretende validarse, posee la estructura de tres momentos precisos:
a) el imperativo de la dirección y sentido últimos con el intento de llevar la experiencia reflexiva a límite;
b) la tendencia a la unificación frente a la percepción fragmentaria y caótica de los datos de experiencia;
c) la exigencia de COMPROMISO ONTOLÓGICO del que deriva el compromiso ético.
Si todas las filosofías se rigen por esta constante estructurada de la búsqueda del fundamento, ¿cómo es posible que éstas nos ofrezcan resultados tan distintos y tan dispares? Rielo descubre que la multitud de interpretaciones depende de la actitud y aptitud del filósofo ante esta constante del filosofar; esto es, la forma en que el filósofo acomete la búsqueda del fundamento con el imperativo de la ultimidad, con la tendencia a la unificación y con la exigencia del compromiso, es lo que determina la diversidad de filosofías. De lo que se trata, entonces, no es de que todas las filosofías operen desde la misma constante, sino de la forma cómo se abordan los momentos estructurales de esta constante y de la forma cómo se elige un Modelo Absoluto que se cree último, unificador y compromisivo. Las ciencias experienciales, según Rielo, deben ofrecernos la mejor opción posible, pero no engañados por el afán de convicción de una sofística que nos ofrece un buen producto a bajo precio, ni por la estética o el ARTE del buen decir, ni por la tentación de connivencia con la mentalidad y sensibilidad del momento, ni por el interés que conlleva la capacidad o posibilidades de la difusión… La mejor opción posible únicamente nos la puede presentar una metodología científica codificada por la presencia constitutiva del propio Modelo Absoluto en el acto de nuestro conocer.
La metafísica genética y su lógica vivencial es la que —según Rielo— debe dar razón de este hecho que no ha podido obviar ninguna investigación de carácter experiencial fundante: la propensión que posee el ser humano de dar unidad a su saber y a sus vivencias, llevando su reflexión a límite en su relación con la realidad, y, en consecuencia, determinar cuál es el grado de COMPROMISO ONTOLÓGICO y ético al que está dispuesto a llegar.
La constatación de esta actitud filosofal debe llevarnos a sustituir la actitud absolutizadora por otra actitud que resulte “bien formada”. Rielo denomina a esta actitud “bien formada”, tendente al absoluto, “actitud absolutivadora”. La primera actitud esconde el peso de la incomunicación identitática. Pongamos el ejemplo cartesiano del cogito: el “pienso luego existo” es simplemente “pienso luego existo”, pues, tomado como verdad absoluta, ya no se puede ir ni más allá ni más acá; en el “pienso luego existo” cree Descartes encontrar toda carga semántica, cultural, existencial; ya nada se puede decir, sino explicar toda la realidad desde este «“yo” pienso», un yo inmanente, cerrado, que es, en última instancia, el supuesto y la referencia última de interpretación de la realidad. Ésta ha sido la actitud de todas las filosofías hasta el presente: una proyección del yo en la que cualquier interpretación de la realidad no puede ir más allá de ser a imagen y semejanza de ese yo, de esa subjetividad fluctuante del filósofo. Resulta, de este modo, que lo que la filosofía ha creído ser su verdad absoluta puede, en última instancia, resolverse en un “yo” que no sólo se dice, como afirma Aristóteles del “ser”, de muchas maneras, sino que, sobre todo, se proyecta de muchas maneras. El ser de Aristóteles no es más que una objetivación reflexiva a imagen y semejanza de un yo que concibe lo abstracto en lo concreto, lo universal en lo particular. La tendencia taxonómica de Aristóteles con los animales y las plantas le lleva a concebir un mundo de estructuras donde la metafísica, más que ciencia, se hace una especie de lógica y una especie de metodología formales de un universal “ser en cuanto ser” que, estructura de la realidad, no puede sino decirse de muchas maneras y hallarse particularizado en un “ser en cuanto ser esto o ser aquello”. La realidad es, de este modo, una proyección abstracta de un yo racional que, concibiendo desde sí mismo lo universal en lo particular, describe la realidad que cree haber mediante géneros, especies e individuos.
Nuestra experiencia del yo, sin embargo, es finita, pero es una finitud abierta a la infinitud del Absoluto. No existe, por tanto, un finito “yo absoluto”, pero sí tenemos experiencia de un finito yo abierto al infinito del Absoluto. ¿Qué quiere decir esto? Que el Absoluto está presente en el vivir del ser humano; pero no está presente de cualquier modo. El ser humano habla del Absoluto, tiende al Absoluto, concibe el Absoluto, aunque esta “constitutividad absolutiva” sea desviada por el propio ser humano en tal grado que éste puede pasarse la vida “absolutizando” a su imagen y semejanza o proyectando en “otra cosa” su potencia absolutivadora. La presencia del absoluto no es, pues, como otra presencia cualquiera; es una presencia esencial, constitutiva de nuestro ser personal. Es una presencia que, lejos de esa enfermedad proyectiva de un yo autista, ensimismado, que no puede salir de sí, nos lleva a una verdadera comunicación dialogal con el Modelo Absoluto que, codificado en nuestro yo como presencia inhabitante de un principio absoluto de relación que nos define como personas, se nos tiene que presentar constituido, genéticamente, por personas divinas que se definen metafísicamente entre sí. No puede existir, según la concepción rieliana, un absoluto solipsista: éste no sería sino una proyección del yo cerrado, inmanente, incomunicado e incomunicable; sería, en realidad, una antropomorfización del Absoluto. La codificación del principio genético en el ser humano hace que el ser humano posea un estado de ser personal que le capacita para concebir este principio genético de relación y poseer el modo de comportamiento que marca su código. Pero el principio genético no hace del ser humano un absoluto, sino persona capax absoluti; esto es, lo hace, más allá de un yo cerrado e inmanente, persona abierta al Absoluto.
Que la persona humana sea capax absoluti no significa que su comportamiento genético sea la ABSOLUTIZACIÓN. Rielo distingue entre “ABSOLUTIZACIÓN” y “ABSOLUTIVACIÓN”. La elevación a absoluto no debe ser una ABSOLUTIZACIÓN de algo previo que se transforma en modelo; en este caso, sería un constructo, una tautología, un concepto cerrado, idéntico a sí mismo; en definitiva, una ABSOLUTIZACIÓN de algo a imagen y semejanza de un yo concipiente. La elevación a absoluto debe incluir el qué y el cómo de la elevación, la ruptura de la identidad o huida de la abstracción y el remonte sobre el ámbito cuantificacional. Sólo así puede convertirse la elevación a absoluto en una constatación experiencial del Modelo, en una verdadera “ABSOLUTIVACIÓN”. Para ello, concibe Rielo una metodología que venga codificada e impulsada por el propio Modelo. De este modo, el disposicional genético, más que biológico, más que procesual, es, sobre todo, metafísico y ontológico. La metodología experiencial comienza cuando, proponiéndonos la vía de acceso a la realidad incuantificacional, encontremos su función primada en la vivencia del modelo, sea éste implícito o explícito a nuestra reflexión. Pero la función vivencial no puede separarse de la función epistemológica de llevar nuestra reflexión a límite; no puede separarse tampoco de la función lógica, que incluye en su formalidad la presencia del Modelo como tertio incluso; y, además, no puede prescindir de la función sistemática en la que la metafísica encontraría como ciencia su consistencia, completitud y decidibilidad.
Nuestro yo no estaría abierto al Absoluto si el Absoluto no estuviera constituyéndonos disposicionalmente con su divina presencia. Esta divina presencia del Absoluto es, evidentemente, “más” (“+”) que nuestro yo, pero al mismo tiempo lo define. De aquí la importancia metodológica que adquiere la ruptura de la identidad en el sistema rieliano. Rielo sustituye la fórmula identitática “yo soy yo” por la concepción genética que viene expresada en un “yo soy yo y algo + que yo”. Este “+” es el estado de ser en que deja, constitutivamente, la divina presencia del absoluto a nuestro yo. Es el patrimonio ontológico o místico en virtud del cual nuestra personalidad cobra dirección y sentido al infinito del absoluto. El absoluto es, pues, nuestro atractor. Ahora bien, la forma de relación del absoluto y mi yo no puede ser absoluta porque un término, mi yo, aunque finito abierto al infinito, posee, sin embargo, el límite de la finitud. Ésta es vivencia ineludible del ser humano: la experiencia de su finitud. Pero esta experiencia de la finitud no queda ahí, en su finitud, sino que es experiencia fundamental y primigenia de una finitud abierta a la infinitud del absoluto. Por eso, nuestra relación con el absoluto no puede ser absoluta; esto es, no puede constituirse en el absoluto. Y si esta relación no puede ser absoluta, sí en cambio es una relación abierta al absoluto por codificación, por presencia del propio absoluto en el ser humano. A partir de aquí, Rielo se centrará en el absoluto como Modelo: un Modelo que la persona humana puede conocer porque la presencia de aquél la está constituyendo como tal persona.
Rota la identidad “yo soy yo” por la congeneticidad del “yo soy yo y algo + que yo”, podemos observar inmediatamente nuestra constitución relacional: el “+ que yo” es el estado, acto, forma y razón de ser en que deja a nuestro yo la divina presencia constitutiva del Absoluto. La forma, pues, de nuestra relación con el absoluto todo lo preside espiritual, unitiva, intelectiva y volitivamente.
Es ahora cuando podemos tener una verdadera actitud disposicional para formar bien la relación elevada a absoluto. No es cualquier relación: no es la relación del hombre con la naturaleza, ni del hombre con lo indeterminado, ni del hombre con el otro —sea este “otro” otro hombre o Dios—, lo que debe elevarse a absoluto. Ya lo hemos visto: no podemos elevar a absoluto ni siquiera nuestra relación con Dios, porque ésta, inmersos en nuestra experiencia de finitud, es una relación, aunque abierta al infinito, finita.
Una cosa es cierta: si el Absoluto me constituye en relación es porque el Absoluto es también relación. Lo codificado está de modo sumo en el codificante. ¿En qué consiste esta relación absoluta? ¿Cómo podemos concebirla? La ruptura de la identidad “yo soy yo”, mejor dicho, la concepción genética de un “yo+” definido por la divina presencia constitutiva del Absoluto, nos hace concebir que tampoco hay identidad absoluta en el Absoluto. La relacionalidad del “yo+” nos tiene que llevar necesariamente a la relacionalidad del Absoluto. He aquí que estamos ya en las mejores condiciones de formar bien esa regla metodológica de llevar a límite o de elevar a absoluto. ¿Qué elevamos a absoluto? La respuesta es muy sencilla: la relación del absoluto. Pero no existe ni el concepto de “la relación es la relación” ni el concepto de “el absoluto es el absoluto”, sino un Absoluto que no soy yo, pero que, constituyéndome “relacionalmente”, tiene que ser relación independientemente de mí, una relación que, elevada a absoluto y rota la identidad, nos es “videnciada” por dos seres personales divinos en inmanente complementariedad intrínseca: no menos de dos, porque habríamos incurrido en la identidad absoluta de un ser en su ser imposibilitando toda relación; no más de dos, porque un tercer ser personal es, racionalmente, un excedente metafísico. Son, por último, seres porque la nada no puede constituir relación, y son, además, seres personales porque la persona es la suprema expresión del ser. ¿Qué es el Absoluto? El absoluto no es “absoluto en cuanto absoluto”, sino el “sujeto absoluto” constituido por, al menos, dos seres personales, dos personas divinas, en inmanente complementariedad intrínseca. Es “sujeto” absoluto porque las personas divinas son: ad intra, “sujeto absoluto” de sí mismas; y ad extra, sujeto absoluto de todo lo que no son “sí mismas”.
Sólo el diálogo de amor de, al menos, dos seres personales que constituyen única esseidad o congeneticidad, puede ser, exigitivamente, el referente absoluto de una divina presencia increada que nos constituye, ontológica o místicamente, como seres personales abiertos a la infinitud constituida por las personas divinas[1]. Rielo hace así una diferencia importante entre metafísica y ontología o mística:
.- la metafísica es la ciencia del sujeto absoluto ad intra constituido por personas divinas;
.- la ontología o mística es la ciencia de la divina presencia constitutiva de este sujeto absoluto en la persona finita supuesta la libre creación de ésta por aquél.
La presencia en nosotros del principio absoluto, constituido por personas divinas, es presencia que, a su vez, constituye nuestro “ser persona” porque sólo la persona puede ser, ontológicamente, persona entre personas. Esta divina presencia constitutiva del sujeto absoluto en nosotros es, pues, el atractor que nos hace transcender o salir de nosotros mismos para comunicarnos transverberativamente como personas con las personas divinas, con las personas finitas y, en general, con la naturaleza. El modelo absoluto, modelo constituido por personas divinas, hace que no exista el concepto de persona en cuanto persona, sino que la persona se define, metafísicamente, por otra persona. La razón es sencilla: nada hay superior ni inferior al concepto de persona que pueda definir a la persona. La persona, por tanto, no puede ser definida, metafísicamente, por sí misma, sino por otra persona realmente distinta. En caso contrario, habríamos incurrido, absurdamente, en la petitio principii o en la carencia de sentido sintáctico, lógico y metafísico de todo concepto, expresión o análisis tautológicos o identitáticos.
Ello es evitado, metafísicamente, por la CONCEPCIÓN GENÉTICA DEL PRINCIPIO DE RELACIÓN, porque ésta hace imposible la identidad absoluta: ad intra, del ser en cuanto ser por la congeneticidad de dos seres personales en inmanente complementariedad intrínseca; ad extra, de la nada en cuanto nada por la genética posibilidad de todo lo que no es el sujeto absoluto, en virtud de la cual el sujeto absoluto puede crear libremente los seres y las cosas. Por eso, afirma Rielo que sólo si hay posibilidad genética de ser, establecida a priori por imposibilitación de la nada absoluta, puede darse la libre creación de seres y cosas por el sujeto absoluto.
IV
CUESTIÓN FINAL
Hasta aquí el pensamiento rieliano ha intentado fundamentar, con su definición mística del ser humano, un ecumenismo cultural y religioso aportado por el modelo a la ratio intellectus. Todas las filosofías, todas las culturas, todas las religiones e, incluso, las actitudes agnósticas y ateas, intentan adquirir sentido y fundamento dentro de este dialogal genético, que, como místico u ontológico patrimonio hereditario de todo ser humano, se presenta abierto en “grado de suficiencia”. Este patrimonio es la “energueia” que nos capacita para ser personas entre personas y para concebir y actuar como personas en cualquier ámbito de la realidad en que nos movemos.
Pero lo mejor de la concepción genética del principio de relación lo va a aportar la ratio fidei. Para Rielo, esta ratio fidei es necesariamente cristológica. Cristo, el metafísico por excelencia, nos revela tres hechos fundamentales y decisivos, otorgados a nuestra inteligencia abierta al absoluto, para entender, ya no en “grado de suficiencia”, sino en “grado de satisfacibilidad” el modelo:
primero, que Él es una de las dos personas divinas que constituyen la concepción genética del principio de relación;
segundo, que Él es el Hijo encarnado en una naturaleza humana para redimir y salvar al ser humano, y la otra persona divina es el Padre eterno;
tercero, que existe, además, una tercera persona divina, que denomina Espíritu Santo.
Si para la ratio intellectus el modelo era “BINIDAD”, para la ratio fidei el modelo es “Trinidad”. En fin, la aportación cristológica, trinitaria y eclesial del pensamiento rieliano, además de servir de fundamentación a las ciencias experienciales y posibilitar el diálogo con todas las culturas y religiones, es, en mi opinión, la mejor —prefiero no quedarme corto— contribución metafísica y teológica de nuestro tiempo.
Ha habido en la historia del pensamiento tres grandes periodos o paradigmas del conocimiento:
1º) Periodo teocéntrico, hasta Descartes, en el que el monoteísmo unipersonalista ha tenido la primacía, refrendado por filosofías con vocación metafísica.
2º) Periodo ANTROPOCÉNTRICO, a partir de Descartes, en el que el hombre, centro del pensamiento, ha incurrido en el vacío caótico de las distintas filosofías sin metafísica.
3º) Periodo teantrópico, con la concepción genética del método de Fernando Rielo, expresado por la concepción genética del principio de relación a nivel intelectual y revelado.
Cristo es, por otra parte, el modelo real por excelencia que, revelándose Hijo del Padre y dador del Espíritu Santo, nos revela con sus dos naturalezas, divina y humana, en su persona divina, la suprema expresión de un movimiento teantrópico del que Él es Supremo Mestro, Supremo Metafísico, Supremo Epistemólogo.
El movimiento teantrópico es, entonces, para Fernando Rielo, la acción de la Santísima Trinidad en el ser humano con el ser humano, esto es, el ser humano ha quedado elevado al mayor rango posible: mística u ontológica deidad de la divina o metafísica deidad. El ser humano, el homo mysticus, es alter Christus, alter Deus, en el que, roto el síndrome autista de su propia identidad, se comunica con sus semejantes con la misma comunicación de amor que se tiene con las Personas Divinas: éste es su modelo de actuación, de creatividad y de existencial vivencia.
- ↑ Que el absoluto sean, al menos, dos personas divinas es de fácil comprensión. Dos seres humanos, por ejemplo, pueden constituir una unidad de amor; en este sentido, podemos decir que son una misma cosa, o que se constituyen en sujeto de referencia para los demás, como puede ser la unión de un padre y de una madre para con sus hijos. Lo mismo podemos afirmar de la unión de los miembros de una familia, de una comunidad, de una organización… Sin embargo, esta unidad, que requiere cuando menos dos personas, es una unidad finita experiencialmente, se puede romper, posee sus limitaciones; pero, si de algún modo tenemos experiencia de esta unidad, sabemos que es una unidad abierta al absoluto: una unidad que puede ser siempre más unidad; es, en definitiva, una unidad no absoluta, sino incrementativa. Este hecho experiencial nos lleva a concebir que tiene que existir, necesariamente, la unidad absoluta que nunca se realiza en nuestra experiencia de finitud por muy perfecta que sea nuestra unidad. Esta unidad absoluta, a la que está abierta nuestra experiencia finita de la unidad, no puede ser menos que dos personas divinas que constituyen único sujeto absoluto. Este hecho nos dicta que no existe, si lo analizamos seriamente, un monoteísmo absoluto de carácter unipersonalista o impersonalista. Puede rastrearse de un modo culto que, en la experiencia religiosa universal, se da más bien la tendencia a un monoteísmo binitario, o Santísima BINIDAD, aunque éste se presente de un modo imperfecto. La razón es sencilla: si elevamos a absoluto la unidad de relación, esto es, nuestra experiencia unitiva de amor, obtenemos, cuando menos, dos personas constituyentes de esta unidad de relación absoluta. Este sujeto absoluto es, pues, el referente que, inhabitándonos con su presencia, nos constituye, a su imagen y semejanza, también como unidad abierta a su infinitud.