YO

De Escuela idente
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YO: Si nos referimos al proceso metódico de la elevación a absoluto del concepto expresivo de relación experiencial, descubrimos que nuestro ‘yo’ es yo y algo + que yo. Se utiliza el signo “+” para expresar la forma apertural transcendente de cualquier realidad, fiel a la fórmula de la ruptura de la identidad absoluta “A es A y algo ‘+’ que A”, expresión formulativa de la concepción genética. La experiencia que poseemos de nuestro yo es siempre “algo +” de lo que podemos concebir, querer, sentir. Nuestro yo no se reduce a nuestros pensamientos, nuestras querencias o nuestros sentires, y, aunque no es sin todas estas manifestaciones, hay en nuestro yo “algo +” que nos desborda. Cúmplese, pues, nuestra fórmula del “yo soy yo y algo + que yo”.

La primera consecuencia metodológica que se deriva de la ruptura de la identidad del ‘yo es yo’, tratándose del yo humano, es la geneticidad de un “yo+” con su “+” que, en la experiencia personal de su finitud, se descubre ontológicamente abierto no a un algo o a un alguien cualquiera, sino a alguien absoluto. No puede confundirse, por otra parte, una seudoconcepción del principio de relación como la relación de dos términos, mi yo y el absoluto, porque iría contra toda experiencia. La razón es clara: el yo finito, aunque abierto al absoluto, no tiene experiencia de ser el absoluto, ni de constituir el absoluto; no puede ser, por tanto, término del principio metafísico de relación. Si el yo finito no es término del principio genético de relación es, sin embargo, rota la identidad ‘yo es yo’, ‘yo y ALGO + que yo’. Este “+ que yo” es codificación ontológica de nuestro ser personal por la divina presencia constitutiva del principio absoluto de relación que, a priori, tampoco puede ser identitático. Es más, si el yo no puede resultar experiencialmente identitático en virtud de la DIVINA PRESENCIA CONSTITUTIVA del principio absoluto , es porque este principio tampoco es identitático.

El yo de la persona es el sujeto formal último de referencia de todo su ser y actividad; no hay, por tanto, más que un yo que puede tener diversos estados o comportarse de distintas formas. El sujeto transcendental es el modelo absoluto, presente constitutivamente en el yo de la persona humana, que lo define genetizándolo con estructuras y operadores ontológicos en orden a su ser y actuar deitático. Lo que, de hecho, nuestro yo degrada al dejarse moralmente vencer por los instintos, pasiones, pulsiones, es la geneticidad que recibe de la divina presencia constitutiva: el bien lo transforma en mal; la verdad, en falsedad; la belleza, en fealdad; la unidad, en división; el amor, en odio, etc., etc. Lo que hace el yo egotizado es como el virus que se apropia de la información genética, desactivándola en la célula y activándola en sus propias estructuras (en este caso, pasionales, instintivas…) sin ningún orden, sin la dirección y el sentido que proporciona la geneticidad en el ESPÍRITU SICOSOMATIZADO al modo como sucede, mutatis mutandis, en la célula como unidad viviente más pequeña.

El EGO , en el sistema rieliano, no es un elemento distinto del yo en tal grado que aparezca como otra especie de yo pervertido. Si fueran distintos en ese sentido, habríamos establecido, absurdamente, en el ser humano dos personas, dos conciencias, dos sujetos, dos espíritus: uno bueno y otro degradado. Habríamos incurrido en el absurdo que presenta el dualismo filosófico. El ‘yo’ es relativo al espíritu y el ‘EGO’ relativo al alma o sique. El alma o sique no posee forma propia con su ACTO ONTOLÓGICO propio, pues estos han quedado reducidos a cero ontológico por la forma y el ACTO ONTOLÓGICO del espíritu, en tal grado que la complejidad anímica, con su específico y funciones, al quedar reducida a cero la forma y ACTO ONTOLÓGICO, es asumida por la forma del espíritu con su ACTO ONTOLÓGICO para sujetar el específico y actuar con sus complejas funciones. El ‘ego’ no es otra cosa que la EGOTIZACIÓN (Véase EGO y EGÓTICO) del ‘yo’; es decir, la inmersión del yo en el SICOSOMA , adaptándose, con algún grado de consciencia, a la estimulidad e instintualidad del complejo anímico. El ego es, por tanto, la inversión del yo, careciendo, por ello, su actuación de dirección y sentido conscienciales y potestativos. Si tenemos en cuenta el ámbito moral, existen muchas formas y grados de egotización, en tal grado que el ‘ego’ está, de algún modo, presente en todo ser humano durante su periodo viador. El Magisterio de la Iglesia Católica excluye de esta presencia del ego, además de la naturaleza humana de Cristo, a la Santísima Virgen María.

¿Por qué el yo puede egotizarse moralmente? Por el supuesto de la posible malicia del espíritu, que, en virtud del límite formal de su finitud, puede, con su libertad , escoger degradando la riqueza deitática que, como límite transcendental, nos define; esto es, degradando el estado deitático en que nos deja la divina presencia constitutiva del sujeto absoluto en nuestro espíritu.

El ego es, por tanto, el mismo yo egotizado en las tendencias sicosomáticas que quedan a la deriva; esto es, a merced de la egotización. La frase de Cristo “Me odiaron sin motivo” es ilustrativa. No hay razón última para la mentira, el mal, la fealdad, el odio…, pues estos, resultado de la inmersión de nuestro yo en la estimulidad e instintualidad a la deriva, carecen de metafísica y de ontología. Nuestro yo, en este sentido, se despersonaliza haciendo dejación de sus funciones transcendentales para sumirse libremente en las limitaciones materiales y formales de la instintualidad y estimulidad de su sicosoma.

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