FUNCIÓN DE LA FE EN LA EDUCACIÓN PARA LA PAZ

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FUNCIÓN DE LA FE EN LA EDUCACIÓN PARA LA PAZ

(Nueva York, 1994)

Publicado en

VARIOS, Educar desde y para la paz, Madrid, 1994, Fundación Fernando Rielo, Madrid 1995, 97-119.

PROEMIO

Se preguntarán por el significado del título de esta conferencia: “Función de la fe en la educación para la paz”. ¿Por qué relacionar la fe con la educación para la paz? ¿No hubiera sido mejor tratar el tema de los valores, las actitudes, la tolerancia, la libertad, la justicia, la política, los derechos humanos, el desarme… conceptos, quizás, más coherentes con la denominación del ciclo: “Educar desde y para la paz”?

La reflexión sobre estos temas se hace, seguramente, necesaria a la hora de esclarecer una debida conciencia de la paz; en ningún caso, es suficiente. Dicho de otro modo: cualquier tema alusivo a la paz tiene carácter de necesidad, no de suficiencia. Es necesario, por ejemplo, expresarnos en términos de justicia, en términos de actitudes, en términos de valores… y, cómo no, en términos relativos a las llamadas “ciencias de la educación” porque de “educación” estamos tratando; pero estos conceptos, cuando se intentan clarificar o enraizar en una dimensión más profunda, escapan a una delimitación [1] que permanezca incuestionable. Han sido, sin embargo, a la intemperie de la cultura, conceptos resistentes que no se han dejado definir, sólo erosionar por las inclemencias de las distintas filosofías.

CUESTIÓN PREVIA

Afirma a este tenor Ortega y Gasset: «La pedagogía no es sino la aplicación a los problemas educativos de una manera de pensar y sentir sobre el mundo, digamos, de una filosofía».[2] Esta vocación filosófica la hago extensiva a toda forma de pensar del ser humano. ¿Quién no está adscrito, con carnet o sin él, a una filosofía, o si se prefiere a una concepción de la vida, a un sistema donde pueda integrar la experiencia de su saber? Hállase aquí la incansable actitud sistematizante del hombre, que, en su cotidiano existir, intenta dar unidad al alto índice de fragmentación en el que vienen dados su vivir y su pensar.

Ahora bien, no se trata de un systemare simpliciter, de una sistematización a la deriva [3] . Lo que está a la deriva no va a ninguna parte. Éste ha sido el vano intento de las diversas formas de la “racionalización”. El comportamiento humano no se ha dejado, por lo general, encasillar en estériles racionalizaciones o en sistematizaciones a la deriva. Lo que importa a la reflexión científica [4] es, más bien, la forma o modus [5] de este systemare. Por esta causa, busca, refleja o irreflejamente, la seguridad de un modelo que sirva de aval a su afán sistematizante. Esta securitas sólo puede ser proporcionada, como veremos, por la πίστεος ἐνέργεια,[6] la energía de la fe: «su vida no puede esperar, pongo por caso, a que unos supuestos argumentos le convenzan de que Dios existe». El modelo es axioma indemostrable y por sí mismo evidente en tal grado que no se deja subordinar, ni ser resultado de ninguna premisa. Éste es el caso del deísmo: hacer de Dios una idea, un constructo, un resultado argumental de la razón. No es suficiente con sistematizar, antes bien, es necesaria encontrar la forma de sistematizar con fundamento y por el fundamento. Me refiero, pues, a una sistematización modelante, modélica, modelada. El concepto σύστημα [systema] de los griegos venía a significar “ordenamiento de los elementos que conforman una visión del mundo”; de aquí, su aplicación a las variadas formas de esta visión integradas en los diversos campos del saber, recibiendo las denominaciones de “sistema filosófico”, “sistema científico”, “sistema político”, “sistema económico”…

El concepto de sistema supone, por otra parte, el concepto de teoría. La θεωρία [theoría] en su origen griego no es otra cosa que “visión” o “examinación” de un objeto complejo: es una visión reflexiva en la que se hace imprescindible un μέθοδος” [méthodos] [7] que va tomando formas complejas. El método, etimológicamente, significa “medio de abrir caminos”, “de trazar caminos”, “de seguir un camino”. Este modo metódico de actuar el ser humano tampoco puede prescindir de la πίστεος ἐνέργεια, de la energía de la fe.

La teoría, implicada en el método, no es todavía sistema: el sistema no se queda, aunque lo asuma, en el método; antes bien, tiene por paradigma un modelo. El método se contenta con lo que, en castellano, su misma palabra connota: trazado o recorrido de metas [8] que se visualizan en el horizonte reflexivo. Sistematizar es más que teorizar: la θεωρία [theoría] está en el camino intermedio entre la opinión y la ciencia. La θεωρία [theoría] y el σύστημα [syvstema] tienen en común la visión de un conjunto de elementos relacionados entre sí funcionalmente. Este hecho constituye la prueba de la radical tendencia de la inteligencia humana a que no quede nada aislado; antes bien, teorizado o sistematizado en el conjunto unitario de una visión del mundo o de la realidad: en la teoría, mediante el método; en el sistema, mediante el modelo. Esta inclinación intelectual, que supone una dimensión más profunda presente ya en el niño, es ontológicamente congénita: es la energía de la fe. Ésta proporciona al ser humano un comportamiento genético, direccional, hacia un Absoluto tan inmanente como transcendente a la persona humana. Es la actitud del inquietum cor [9] agustiniano cuando exclama: Tu autem interior intimo meo et superior summo meo. Esta innata tendencia de carácter genético [10] nada tiene que ver con lo biológico, es una constante que atañe al humano actuar consciente: el inconsciente, la energía instintiva, sí pertenece a la biología; la consciencia, la energía pisteica,[11] sólo a la ontología.

El comportamiento humano, guiado por esta πίστεος ἐνέργεια [písteos enérgueia], no se queda en la mera elaboración de un orden sistemático. Va mucho más lejos: esto es, a la forma, al modo de este orden. Este modus es lo proporcionado por el modelo [12] . El dicho clásico ad omnem formam sequitur aliqua inclinatio,[13] pongo mi aserto “a todo modelo sigue una sistematización”. El modelo es forma genética presente en el actuar humano; si en el actuar humano, también en su ser personal. Operari pertinet ad esse personale [14] . Es falso el clásico operari sequitur esse [15] . No se ha tenido en cuenta que sequitur es un verbo de movimiento. Si el obrar siguiera al ser, el ser debería “moverse delante”; esto es, el operari habríase quedado en un actuar extrínseco, venido de fuera, añadido. Es la disociación clásica del esse y del actus, de la esencia y de la existencia que ha infectado toda la historia de la filosofía.

CUESTIÓN CRÍTICA

Hay un dato digno de tenerse en cuenta: el concepto de teoría, en la antigüedad, poseía una connotación sagrada; así lo atestiguan Plutarco y otros autores, que hacen derivar el concepto θεωρία de la contracción de dos términos: θεός [theós = Dios] y ὁράω [hioráo = observar, ver, buscar]. La θεωρία [theoría] viene a significar, en su más prístino origen, acción de ver, contemplar, buscar lo divino. Este concepto denotaba una forma sacralizada de visión del mundo, de la naturaleza, del ser humano, que recorría todas las esferas de la cultura. Dominaba el estadio primitivo de una concepción mística de la vida. Parménides echa por la borda esta visión a lo divino por medio de su intento desacralizador. He aquí la causa de la degradación de la πίστεος ἐνέργεια [písteos enérgueia] en la antigua Grecia: la desacralización. El filósofo eleático sustituye el θεός [theós] por el εἶδος [eidos] constituyéndose éste en el elemento modular de la visión del mundo. El εἶδος ha dejado de ser “εἶδος θεοῦ” [“idea de Dios”] para transformarse en “εἴδωλον αὐτοῦ” [“ídolo de sí mismo”], esto es, en “ídolo”, en sustantivación de la “idea en sí misma” que recogerá al vuelo Platón y se le caerá de las manos a Aristóteles: es la consecuencia inmediata de la seudoproposición identitática “el ser es el ser”.

Las ideas o conceptos constituyen los elementos modulares de una visión del mundo [16] bien formada: son “ideas de”, genéticamente relacionales. Hemos visto que “idea” viene de εἶδος con el significado de “figura”, “representación de”. Una idea no es, por tanto, la huera expresión de la “idea en cuanto idea”;[17] antes bien, la expresión genética de una “idea +” con la estructura gramatical “idea de”. Cuando una idea deja de ser “idea de algo distinto de sí misma”, se “metamorfosea” en εἴδωλον,[18] en ídolo, en simulacro, en espectro sin ningún tipo de referente. El ídolo es, por esta causa, una seudorrealidad, una representación vacía, un abstracto que necesita ser sustantivado en el mundo de la razón con las características propias de algo que es verdad, determinando, de este modo, una forma idolátrica, más aún, egolátrica del comportamiento humano. Su primera consecuencia es una “mal formada” visión antropocéntrica del mundo que tiene por seudomodelo un εἴδωλον, un ídolo al que todo lo demás hace referencia, es la seudoidea “yo soy yo”.[19] Pascal llega a decir que la verdad fuera de la caridad ya no es Dios, sino un ídolo que no merece ser adorado.[20] Mi afirmación es que el εἴδωλον es, negado a Dios, una seudoverdad, una creación ficticia de un “yo en su yo” donde el ser humano, degradando su πίστεος ἐνέργεια, proyecta su egolatría. La diosa de la verdad parmenídica, lejos de ser un Θεός, ha quedado hipostasiada en el propio εἴδωλον, “ser es ser”, que instaura el pecado original de la metafísica: este pecado no es otro que el seudoprincipio de identidad que ha sido transmitido, como castigo ontológico, a toda la historia del pensamiento.

La historia de la filosofía no ha podido liberarse de la sofística del seudoprincipio de identidad; por tanto, sus teorías y sistemas han estado alimentados por enunciados y conceptos viciados. Todo enunciado que no sea susceptible de verificación genética debe ser excluido del ámbito de la metafísica y de la ontología: a ésta pertenecen sólo los enunciados significativos. Todo enunciado que lleva la marca de la identidad es un seudoenunciado; esto es, un enunciado no significativo.[21]

El verdadero principio absoluto o metafísico debe ser, contrario al seudoprincipio de identidad, intrínsecamente relacional; por tanto, provisto de relatos que, no pudiendo ser sino personas divinas [22] en inmanente complementariedad intrínseca [dianoética, de dos personas; hipernoética, de tres personas],[23] constituyan una relación genética o modelar. No puede decirse que un “relato sea de sí mismo relato” como sucede con el monismo absoluto o unipersonalista: habríamos quedado incursos una vez más en el paroxismo de la identidad. Esta concepción deísta o teísta, “relato es de sí mismo relato”, carece de sentido sintáctico, semántico y metafísico. Sintáctico, porque el functor monádico [“— es de sí mismo —”], apoyando la reduplicación del término “relato”, es de información estéril en virtud de que el predicado gramatical es el mismo sujeto gramatical; semántico porque tiene el mismo sentido decir un “relato es de sí mismo relato” que un “no relato es de sí mismo no relato”; metafísico, porque los dos términos de la reduplicación serían relatos de sí mismos en sucesión indefinida sin que el relato pueda alcanzarse nunca a sí mismo. No puede aducirse, con el objeto de evitar el seudoprincipio de identidad, que el principio está constituido por dos relatos, Dios y el mundo: habríamos incurrido absurdamente o bien en un monismo impersonal o panteísta de carácter emanacionista, o bien, en dos absolutos también identitáticos destructores de toda comunicación.

Deconstruir y disolver los sistemas identitáticos de la historia de la filosofía rescatando sus posibles bienes culturales es uno de los objetivos críticos de mi concepción genética de la metafísica. La metafísica histórica, infectada por el seudoprincipio de identidad, no puede ser ya rehabilitada: es un cadáver olvidado al que aún no se ha podido inhumar.

Los tres conceptos que determinan nuestro tema de estudio, fe, educación y paz, pasan por el filtro de los distintos sistemas filosóficos. ¿Qué se entiende por fe, educación, paz? ¿Bajo qué supuesto o supuestos nos movemos para definirlos?.[24] La respuesta coherente a estas preguntas no puede dejarnos indiferentes; antes bien, nos colocan ante la tesitura de aceptar o rechazar la visión del mundo en que están insertas, porque toda visión bien formada nos compromete vitalmente a actuar lo que está significando. Lo único que no puede comprometernos es la opinión: la opinión no sabe nunca “por qué dice lo que dice”; es un residuo de una verdad que no ha pasado por la teoría ni por el sistema. No prueba, por tanto, nada: su forma de argumentación es estéril. La opinión sólo puede convencer por otras razones ajenas a su posible verdad: su fuente son los tópicos que rodean a la muchedumbre y los “ramplones lugares comunes”, que diría Ortega y Gasset, por los que se siente y se piensa por contagio. La opinión y la duda como actitudes [25] ofrecen a la mente gozarse en no dar ninguna respuesta y en no producir ninguna convicción; menos aún, ningún compromiso vital. La opinión y la duda hacen de la πίστεος ἐνέργεια la seudocreencia de que no es posible decidirse.

La energía de la fe se proyecta en la inteligencia para que ésta conceptúe, categorice, teorice, sistematice. Mi fórmula es, por tanto, un dato de experiencia: intelligere sequitur credere [26] . Este aserto nada tiene que ver con la opinión de Ortega y Gasset de que «la idea es aquello que se forja el hombre cuando la creencia vacila». Es falso que la idea, al menos una idea “bien formada”, siga a una creencia que vacila; en este caso, sería una idea vacilante. Mi concepción sobre la creencia, contraria a esta opinión orteguiana, es que la acción de creer engendra seguridad: el concepto de mesa, por ejemplo, implica el sentido apodíctico del juicio “yo creo que esto es una mesa”, esto es, “tengo la seguridad de que esto es una mesa”. La creencia no es tampoco “adhesión a una idea” como quiere Roustan: es, más bien, la idea la que se adhiere a la creencia. La idea es, finalmente, una manifestación de la creencia cuando ésta se proyecta en el entendimiento. La creencia, en ningún caso, puede ser, como insinúa Lutero, una especie de acto volitivo: el acto volitivo necesita ser motivado por la propia creencia proyectada en la inteligencia. La fe es, como todo lo dado [datum],[27] incondicional, gratuita, magnánima, hacia su objeto deitático: por esta causa, todo lo concibe, todo lo puede, todo lo ama.

CUESTIÓN FORMAL

El actuar humano, que incluye la visión y el compromiso, en cuanto tal no existe. Lo que existe es el “modo” de actuar el ser personal. Este modus, que le es genéticamente constitutivo y, en ningún caso, biológico o procesual, viene dado por el modelo, inmanente e intrínseco al ser personal. El modelo es, por tanto, a nivel ontológico,[28] “inmanente presencia constitutiva” del sujeto absoluto en el espíritu humano. Nada más lejos de la intrinsicidad ontológica de esta divina presencia constitutiva que la extrinsicidad física o moral de los demás tipos de presencia: presencia física, presencia moral… La divina presencia, que constituye al ser humano como tal persona, viene clarificada por el concepto de παρουσία [parusía], que, compuesto por la preposición παρά [pará=idea de origen] y el sustantivo οὐσία [ousía=propiedad, riqueza, abundancia de una persona], tiene la significación originaria de “propiedad o riqueza de una persona por el hecho de ser persona”; es un “más del ser”.[29] Esta propiedad o riqueza parusiástica es su carácter ontológicamente hereditario. No es, como quería Aristóteles, “el qué del ser”. El qué del ser nada dice porque sólo puede ser tautológicamente “ser”: este qué es el identitático concepto aristotélico de esencia desligado históricamente del también identitático concepto de existencia. El concepto ontológico de “parusía”, divina presencia constitutiva en el espíritu humano, es el “puro quién del ser personal” porque sin la divina presencia constitutiva la persona no podría subsistir.

Doy un paso más. ¿De quién es esta inmanente presencia constitutiva, este puro “quién” del ser personal? No del ser humano: el ser humano no puede estar constitutivamente presente dentro de sí mismo. Habríase convertido en el absurdo identitático de la “persona en su persona” constituyéndose en un seudoconcepto cerrado sin posibilidad alguna de sentido sintáctico, semántico y metafísico. La inmanente presencia constitutiva es de un modelo metafísico que tiene por sujeto absoluto, no una persona divina en absurda identidad consigo misma, antes bien, dos personas divinas en inmanente complementariedad intrínseca dentro del ámbito intelectual o de la completitud diagnostica [30] o tres personas divinas en inmanente complementariedad intrínseca dentro del ámbito revelado o de la satisfacibilidad hipernoética.[31]

El comportamiento ad extra del modelo metafísico, divina presencia constitutiva del sujeto absoluto en el creado espíritu humano, hace de éste “persona modelada”, esto es, modelo ontológico. Podemos, de este modo, afirmar, frente al idolátrico “yo soy yo”, la proposición genética: “yo soy modelo ontológico o místico del modelo metafísico o divino”.[32] La ontología del ser humano es, lejos de un antropocentrismo ingenuo, una antropología constitutivamente deificada.[33] No existen muchos modelos. Lo que existen son modulaciones del único modelo: modulación metafísica, modulación ontológica; o si se prefiere, modulaciones que entonan y modulaciones que desentonan.

La inmanente presencia constitutiva de las personas divinas en el espíritu humano es presencia pura, inmediata. Ninguna mediatización existe entre el sujeto absoluto y el sujeto humano. Esta divina presencia no puede conocerse, por tanto, por medio de argumentos: se esconde a toda búsqueda, a todo intento de conceptualización o categorización, porque la divina presencia constitutiva es lo que nos es, no sin la dura condición de las facultades, inmediatamente dado para alcanzar la categoría de “personas”.[34] No es el ser, sino la divina presencia constitutiva lo que viene impuesto y supuesto en nuestro pensar, nuestro querer, nuestro sentir; es aquello que da forma de verdad, bondad y hermosura a todo el actuar humano. La divina presencia constitutiva significa “personarse”,[35] esto es, las personas divinas se “personan”, hacen acto de presencia en nuestro espíritu creado para constituirlo como tal persona. ¿Qué es lo que hacen las personas divinas con el espíritu que crean? Una personificación, una prosopopeya ontológica,[36] esto es, una recreación de sí mismas.

El hecho intencional de no tener en cuenta la divina presencia constitutiva constituye un autoengaño, una “mala fe” que enmascara y tergiversa toda verdad, toda bondad, toda hermosura. La divina presencia constitutiva consiste, por tanto, en:

  1. el datum que da carácter personal al espíritu humano;

  2. el datum que se presenta a la inteligencia como “ley del conocimiento”;

  3. el datum que organiza, categoriza y conceptualiza, pero no es organizado ni categorizado ni conceptualizado;

  4. el datum que proporciona, finalmente, al espíritu humano la ἐνέργεια, la energía, que lo pone en comunicación inmediata con el sujeto absoluto.

La divina presencia constitutiva otorga al espíritu humano dos acciones que forman esta ἐνέργεια:

  1. fundante, la creencia;

  2. transformante, la fe.[37]

a) La primera manifestación de esta energía supuesta en la creencia de todo ser humano es la “actitud óntica” mediante la cual el ser humano tiene la potestad de “aceptar” que está formado por una divina presencia constitutiva que le otorga la categoría de persona. Esta aceptación es compromiso ontológico: primero, de estimarse “dios místico” del “Dios metafísico”; segundo, de verificar el comportamiento que se sigue de pertenecer a este divino linaje.[38] La potestad de la persona humana es una διάθεσις[39] [diathesis]; esto es, un “disposicional” o “radix virtutum” que, proyectándose en la inteligencia, en la voluntad y en la libertad, dispone al ser humano en su recto ejercicio comunicativo con las personas divinas y con sus semejantes.

b) La energía transformante de la fe, siendo elevación de la creencia al orden de la gracia santificante, pone a la creencia en estado selectivo de creer en Dios, subordinando a éste los demás objetos de creencia. Dios, bajo la razón de tres personas divinas, hácese de este modo, para el cristiano, objeto propio e inmediato de esta virtud teologal.

La πίστεος ἐνέργεια, la energía de la fe, es el punto de partida de la persona humana, no sólo desde los albores de la historia de la humanidad, sino también desde los inicios de su más tierna infancia: el niño hace uso de su fe antes que de su razón de tal modo que afirma como verdadero lo que sus padres le han dicho que es verdadero y niega como falso lo que sus padres le han dicho que es falso. Este “creer en” es una estructura energética que forma la personalidad del niño y del adulto. La primera manifestación de esta πίστεος ἐνέργεια es la adquisición del lenguaje por parte del niño en un clima de confianza o comunicación fiducial [40] entre él y sus padres. Viene, después, cuando ha aprendido o está aprendiendo a hablar, la pregunta infantil: “¿qué es esto?”. Es una pregunta que tiene forma definida: una forma que la hace ser pregunta de esencia: quid est? Este quid est es manifestación de la confianza, de la creencia en sus padres, que pone a la inteligencia del niño en actitud de aprender por medio de las respuestas que de sus padres recibe. Esta “creencia en” es, sin embargo, una creencia abierta porque el niño, satisfecha la pregunta, vuelve a preguntar por el contenido de la respuesta: “¿y por qué?”. La búsqueda infantil es una sucesión de “cómos” y “porqués” que constituyen el indicativo empírico de una visión que se da ya en el niño y que va más allá de la industria del razonamiento.

La fe es, por tanto, visión abierta al infinito que tiene por objeto primordial una verdadera búsqueda etiológica de la verdad absoluta. Esta energía disposicional [διάθεσις] es la que mueve también al científico a poner fe en sus hipótesis; al empresario, en sus inversiones; al ciudadano que vota, en sus políticos… La pérdida de la fe trae como resultado el estado de inseguridad, de despersonalización, en el individuo y en la sociedad. Cuando esta energía de la fe no ha sido corrompida, constituye lo más exquisito de la personalidad del ser humano proporcionándole aquella forma genética de comportamiento que puede observarse desde su más tierna infancia: el niño quiere, con la tenacidad de sus continuos intentos, encontrar la última razón de las cosas, que cree alcanzar, en un clima de amor, con la esperada respuesta de sus mayores. Yace en esta temprana edad el primer sabio discurso de una persona humana que, con el signo de las más patéticas adversidades en el orden físico, familiar, ambiental y social, comienza su orientación formativa o deformativa en esta vida: una vida en la que, por medio de esta fe primordial —formada por la esperanza y el amor y deformada por la desesperanza y el desamor—, nacen y se transmiten, con todos sus episodios positivos y negativos, las diferentes culturas.

La persona humana, lejos de todo prejuicio educacional, cultural o social, debe partir de esta concepción bien formada de la regia personalidad con la que está, desde el mismo momento de su concepción, investida. Esta investidura, elevada por el bautismo al orden sobrenatural, infunde, a su vez, en el cristiano un estado de ser personal y social que le faculta para la defensa e incrementación de los más altos valores espirituales y humanos dentro de una responsable conquista dinámica que, desarrollándose a través de la vida, alcanza su plenitud más allá de la muerte. La degradación por la propia persona de la regia estirpe de su personalidad trae como consecuencia el lastre de una humanidad que ha perdido su propio rumbo; por tanto, la paz.

La inmanente presencia constitutiva de las personas divinas es el elemento increado del espíritu humano que, haciéndolo imagen de Dios,[41] establece una comunicación inmediata como se hace, para entenderse, entre iguales. Es preciso, para que se dé esta comunicación divina, ser elevados a este nivel deitático; de otro modo, la negación al ser humano de su carácter deitático lo habría hecho incomunicable con las personas divinas. Esta imagen y semejanza, constitutiva de todo ser humano, elevada ya por la gracia santificante al orden sobrenatural, mística procesión,[42] es centro de una libertad en virtud de la cual, creyendo y esperando, ama con toda su inteligencia y con toda su voluntad a un Padre celeste concelebrado por el Hijo y el Espíritu Santo, que, presentes constitutivamente en el ser humano hacen de éste una mística u ontológica santísima trinidad de la divina o metafísica Santísima Trinidad. San Juan de la Cruz corrobora este sobrenatural carácter trínico con el siguiente texto:

Porque no sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado.[43]

Cristo es el único que ha dado la más sublime, transcendente y sagrada definición de la persona humana corroborando con su palabra nuestra mística deidad: «dioses sois» (Jn 10,34). La degradación de la fe por la “teúrgia”, por la magia, por el fanatismo, por la indiferencia, por el ateísmo militante, es, desde esta perspectiva, más que una disgenesia ontológica, una manifestación de la “mala fe” porque es un actuar contra natura. Esta “mala fe” siendo, sin duda, el factor más corrosivo de la paz, se constituye en el motor más eficaz de la guerra.

La educación para la paz consiste, por tanto, en modular en el ser humano el comportamiento ontológico del modelo: si constitutivo, deitático; si sobrenatural, trínico. El comportamiento genético, que se deriva de esta mística concepción modelar, se proyecta en la inteligencia produciendo módulos [44] como resultado de sistematizar conforme al modelo; esto es, el ser humano tiene la facultad de modular sus ideas o reflexiones teniendo como referencia la visión divina de las cosas. Consiste en esto la mística u ontológica visión de la divina o metafísica visión. Sigue a esta mística visión un comportamiento que se proyecta en la voluntad en orden a ejecutar conforme a las distintas modulaciones. Este comportamiento ontológico tiene una constante o ley interior: la inmanente presencia constitutiva de las personas divinas en el espíritu humano. Esto es lo que intuyó Froebel, discípulo de Pestalozzi, al definir la educación del hombre con estas palabras:

Suscitar las energías del hombre como ser progresivamente consciente, pensante e inteligente, ayudarle a manifestar con toda su pureza y perfección, con espontaneidad y conciencia, su ley interior, lo divino que hay en él: en esto consiste la educación del hombre. Ella nos da para este fin, el camino y los medios.[45]

Esta divina presencia constitutiva como ley interior del ser humano fue con antelación definida con diferentes expresiones por los santos padres y por los místicos.[46] Una de esta expresiones, común lugar teológico, es la llamada sindéresis considerada por Eckhart como fondo espiritual que torna al alma Dios por participación y que, en su apreciación primigenia griega, συνείδησις [sinéidesis], adquiere el significado de mutua comunicación de sentimiento y conocimiento; esto es, lugar de la mística unión, de la comunión de la persona humana con las personas divinas; si con las personas divinas, con sus semejantes.

CUESTIÓN FINAL

Radica en esta divina presencia constitutiva una concepción mística de la epistemología, una concepción mística de la ontología, una concepción mística del humanismo; con éstos, una concepción mística de la fe, de la pedagogía, de la paz.

La fe, formada por la esperanza y el amor, tiene dos vectoriales: la que se dirige a Dios como objeto propio e inmediato, y la que sirve de criterio de demarcación del recto concebir y actuar humanos porque la fe es la energía direccional de nuestra potestad como personas: la persona cree en lo que espera y ama; espera en lo que ama y cree; ama en lo que cree y espera. La fe, de este modo, constituye en la persona humana un estado de libertas amoris que la hace capaz de admiración, de entusiasmo por lo divino y humano porque es la fuente de todo sentir religioso y de todo comportamiento vital. Lo propio de la fe es modelar y modular nuestra inteligencia, nuestra voluntad y nuestra libertad proporcionando a estas facultades la seguridad en el éxito propio de su objeto. La frustración de la fe trae como resultado la degradación de la verdad, del bien, de los valores… llegando, finalmente, a un estado de estrés y de esquizofrenia morales.

La fe es capacidad creadora y forma sistematizable, modelante y modulable de la visión humana desde una visión divina en la que hay que poner toda la proyección pedagógica si se quiere formar al individuo y a la sociedad para la paz. La fe comporta, de este modo, una adhesión deitática a Dios y al hombre que consiste en rendir culto: latréutico, a Dios; dúlico, al ser humano. Toda persona humana es, en virtud de su carácter deitático, merecedora de verdadero culto, de un culto que toma las características de una generosa entrega con la forma de la veneración, el acatamiento, la consideración, la deferencia… Estas son las manifestaciones del amor que resumo en la virtud del respeto: respeto a Dios y respeto al hombre. No hay respeto a Dios si no hay respeto al hombre, y no hay respeto al hombre si no hay respeto a Dios. Dios, como el hombre, tiene derechos que no se respetan. Faltar al respeto a Dios es faltar al respeto al hombre, y faltar al respeto al hombre es faltar al respeto a Dios. La razón es un exacto: la persona humana es mística u ontológica deidad de la divina o metafísica Deidad. La filosofía del respeto se sigue de esta máxima. El ser humano, por esta causa debe tener respeto de su propia dignidad deitática: el padre debe respetar a su hijo, el hijo debe respetar a su padre; el maestro debe respetar al discípulo, el discípulo debe respetar al maestro; el individuo debe respetar a la sociedad, la sociedad al individuo… El respeto se extiende a toda acción humana: respeto de los derechos humanos, respeto de la vida, respeto de la justicia… La paz debe ser, por tanto, fruto de este sagrado respeto debido a Dios y al hombre.

No existe la paz en cuanto paz, antes bien, la “paz de”. El cristiano invoca la paz de Cristo: «mi paz os dejo mi paz os doy» (Jn 14,27). La paz es, pues, un don de Dios que el hombre tiene que merecer y se realiza plenamente cuando se busca la justicia y la fidelidad, cuando se la conquista a través de la lucha interior de las pasiones, cuando nos educamos y educamos en la verdad, en la bondad y en la hermosura de la fe, de la esperanza y del amor, porque es aquí donde se encierra lo más sagrado del ser humano.

La educación para la paz no es un proceso de vida como atestigua Dewey en su credo pedagógico, ni tampoco una preparación para la vida ulterior;[47] comienza, más bien, en el clima de amor y de respeto en el ámbito familiar y no termina nunca. La paz, como el amor, es conquista que el ser humano tiene que librar cada día. Cualquier violación del respeto debido a Dios y al ser humano, cualquier violación del respeto a los derechos y deberes humanos, es un atentado, en mayor o en menor grado, contra la paz moral y física de la humanidad.

Cristo es, para mí, el Maestro de la paz, el fundamento de toda paz personal y colectiva, el primero que encarna, por su condición de Hijo del Padre y hermano primogénito de los seres humanos, la bienaventuranza de los pacíficos: «Bienaventurados los pacíficos porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9). La paz de Cristo es, sin embargo, una paz como no la puede dar la inseguridad del mundo, como no la puede dar la fragilidad de los tratados, como no la puede dar una efímera economía saneada, como no la puede dar, en definitiva, el gran esfuerzo que el ser humano siempre ha librado en favor de una paz que no ha conocido aún nuestra historia. La paz de Cristo, incólume paz sobrenatural, pende del árbol de la cruz: un árbol que echa sus raíces en esta tierra, místico centro del universo,[48] y la superabundancia de sus frutos en un cielo donde sólo puede reinar la paz eterna sin mezcla de violencia alguna. El cristiano, alter christus, porta ya en su espíritu esta paz íntima, sobrenatural; por esta causa, puede decirse que el predestinado, y el ser humano lo es mientras no demuestre lo contrario, debe ser un “hombre de paz”, un hombre que encarne en sí la mística paz de la divina paz.

La misión de los cristianos, lejos de una fe dubitativa, es educar y educarse anunciando el Evangelio de la paz: su primer acto educativo, creer en la paz porque la fe, cuando está formada por la esperanza y el amor, todo lo puede, todo lo alcanza; su primer acto educador, comprometerse, en estrecha colaboración con todos los hombres que desean la paz, a ser obradores de paz (cf. Mt 5,9).

Sea mi palabra postrera mensaje que, transmitido por ángeles felices a los pastores de Belén, promete lo que significa: «paz en la tierra a los hombres de buena voluntad» (Lc 2,14), una paz que, ganada a pulso cada día, halla su centro esplendoroso en la Eucaristía. Éste es el sacramento que, desposando en esta vida la paz con el dolor, lo transforma en el místico “dolor sabrosísimo” cuyo misterio sólo pueden prorrumpir enamoradamente los santos.



  1. No concibo la definición de un concepto como delimitación de propiedades desde el mismo concepto; en este caso, nos encontramos ante una definición tautológica o seudodefinición de la que resulta un seudoconcepto cerrado. La definición de un concepto tiene que venir dada por otro concepto diferente que, en inmanente complementariedad intrínseca, tiene la propiedad de darle forma: su comportamiento es el de una acción agente en su acción receptiva. Mi concepción genética de la definición es, por naturaleza, de carácter abierto.
  2. Misión de la Universidad, Alianza Editorial, Madrid, 1982, p. 155s.
  3. Denomino “sistematización a la deriva” a todo intento de reflexión con la pretensión de organizar un conjunto de propiedades de un determinado objeto con el supuesto explícito o implícito del seudoprincipio de identidad del que sólo pueden emanar con carencia de sentido sintáctico, semántico y metafísico las definiciones tautológicas.
  4. Me refiero a todo aquello que atañe a la ordenación y sentido del actuar y vivir humanos; en ningún caso, a la técnica científica.
  5. De esta palabra “modus” derivará el concepto de “modelo”.
  6. Léase “písteos enérgueia” que significa “energía de la fe”, entendida ésta en sentido amplio; esto es, fuerza de la creencia por la que se mueve todo ser humano con el fin de acometer cualquier esfuerzo intelectual o vital.
  7. La palabra μέθοδος está compuesta por la preposición μετα [idea de sucesión] que, ante la vocal aspirada de ὁδός [camino, vía], toma la forma μεθ´< μεθ´ ὁδός” < μέθοδος [medio de seguir un camino].
  8. Está claro que etimológicamente nada tiene que ver “método”, de origen griego, con “meta”, de origen latino. Los tres primeros fonemas coincidentes [met ] nos llevan, sin embargo, a formar un campo connotativo de similitud fonética; en ningún caso, denotativo o de similitud semántica.
  9. Simplificación del apotegma agustiniano Fecisti nos ad te et inquietum est cor nostrum donec requiescat in te.
  10. Mi concepción de la geneticidad es metafísica y ontológica; en ningún caso, biológica o procesual. Una exposición breve sobre mi concepción genética de la pedagogía está recogida en dos estudios presentados en años anteriores en este Ciclo de Pedagogía. El primero de estos lleva por título “La persona no es ser para sí ni para el mundo”, publicado en VARIOS, Hacia una pedagogía prospectiva, F.F.R. Sevilla, 1992; el segundo, “prioridad de la fe en la educación” pertenece a una conferencia celebrada el pasado año en el Ciclo de Pedagogía Prioridades y ética en orientación. Asimismo, para un conocimiento general de mi concepción genética de la metafísica, véanse mis conferencias, “Hacia una nueva concepción metafísica del ser” y “Concepción genética de lo que no es el sujeto absoluto y fundamento metafísico de la ética”, publicadas en ¿Existe una Filosofía Española? y en Raíces y valores históricos del pensamiento español, Varios, F.F.R., Constantina (Sevilla), 1988 y 1990 respectivamente.
  11. Denomino “energía pisteica” a la energía potestativa de todo ser humano en tanto que persona. Distingo la “energía pisteica” o “creencia” y la “energía fideica” o “fe teologal” que es la elevación al orden de la gracia santificante de la “creencia”. Este tema fue desarrollado en mi conferencia “Prioridad de la fe en la educación”.
  12. Mi concepción genética de “único modelo absoluto” no puede separarse de las nociones de “único principio” y “único axioma” también absolutos. El modelo ofrece, por esta causa, dos formas, existencial y teórica, y dos manifestaciones de estas dos formas, ad intra y ad extra.
  13. “A toda forma sigue una inclinación”.
  14. “El obrar pertenece al ser personal”, en ningún caso, a la voluntad. El obrar pertenece al acto ontológico de la persona proyectándose en las facultades: si en la inteligencia, en forma de inteligir; si en la voluntad, en forma de querer…
  15. “El obrar sigue al ser” o “el obrar se sigue del ser”
  16. Entiendo por “visión del mundo” la concepción intelectual de la realidad formada por mi concepción genética del modelo absoluto; en ningún caso, tiene el sentido subjetivista de “mundanidad” o circunscripción inmanente de la visión donde el único modelo de referencia es la inteligencia humana.
  17. He explicado en multitud de ocasiones que incurre del mismo modo en el seudoprincipio de identidad la expresión “ser es ser” que “ser en cuanto ser”, “ser en el ser”, “si ser entonces ser” o expresiones semejantes. Todas ellas llevan un functor monádico [“en cuanto”, “en el”, “si… entonces”] que une un solo término reduplicado; en el caso presente, “ser”.
  18. Léase “éidolon”. El éidolon es, para mí, la degradación de la “idea de” en “idea en sí misma”.
  19. El ego cogito cartesiano es el paradigma de la expresión sistemática de una seudovisión del mundo que entrará en la historia del pensamiento con funestas derivaciones hasta encontrar su explicitación más característica en Fitchte con la fórmula “yo es yo” de la cual parte todo su sistema.
  20. Cf. Pensamientos, Iberia, Barcelona, 1962.
  21. No existe, para mí, el error absoluto en los seudoenunciados: éstos poseen siempre un residuo de verdad en virtud del cual pasan a formar parte de la cultura o historia del pensamiento. Esta forma de verdad residual es lo que incita a los pensadores a crear sistemas tan opuestos y contradictorios unos de otros.
  22. Tienen que ser personas porque la suprema expresión del ser es la persona, y tienen que ser personas divinas porque éstas constituyen el modelo absoluto del que la persona humana ha sido creada a su imagen y semejanza. El disposicional y direccional modo de ser y actuar de la persona humana es prueba suficiente de que ésta no puede constituirse, a no ser de modo ficticio, en modelo absoluto.
  23. Ya he explicado en numerosas ocasiones mi concepción genética del principio de relación constituido por seres personales en inmanente complementariedad intrínseca [≑]: en el ámbito intelectual o dianoético, por dos y sólo dos seres personales []; en el ámbito revelado o hipernoético, por tres y sólo tres seres personales [].
  24. Jacobi, por ejemplo, desarrolla una filosofía de la creencia concibiendo la fe como una fuente de conocimiento suprasensible; en ningún caso, la concibe como virtud sobrenatural. El conocimiento fideísta de Jacobi se encuentra, más bien, en la línea de la “intuición” bergsoniana. La importancia que ofrece el desenmascarar los modelos con sus sistemas reside en que es fácil dejarse contagiar por afirmaciones que se presentan con las características de una verdad persuasiva.
  25. Me refiero, claro está, a la opinión y a la duda como actitudes, en ningún caso, como método, estrategia o suspensión del juicio en orden a la clarificación de los argumentos que se pretenden. En esta forma metódica de la opinión y la duda emerge la forma de argumentar por la llamada, en lógica simbólica, reductio ad absurdum que ya empleaban los matemáticos griegos y que Kant utilizaría en su Crítica de la razón pura. Tomando las cosas en serio, la duda sólo puede producir duda. La duda no pertenece al comportamiento genético propio de la persona humana; antes bien, es producto de una disgenesia. Otro es el asunto de extraer algunas consecuencias positivas del residuo de verdad que hay en la duda. Téngase en cuenta que las disgenesias, en ningún caso, pueden ser absolutas.
  26. Me pongo, en este sentido, en la línea de la revelación: «Nisi crederitis, non intelligetis» [Si no creéis, no entenderéis] (Is 7,9). Y en la línea también de los santos Padres. El credo ut intelligam anselmiano tiene el precedente del agustiniano crede ut intelligas (Sermo XLIII, 79). In Evang. Ioannis, XL, San Agustín afirma: «no creyeron porque conocieron, sino que creyeron para que conociesen, ya que creemos para conocer, no conocemos para creer». Y en De utilitate credendi (XI, 25), el Obispo de Hipona atestigua que el conocimiento implica siempre la creencia, pero la creencia no siempre implica el conocimiento; de este modo, deduce el santo que sólo cuando se cree algo se busca «y el que busca, encontrará» (XIV, 30).
  27. Entiendo lo dado, datum, como gracia libremente otorgada por Dios al ser humano; en ningún caso, en el sentido identitático que ofrecen Kant y la fenomenología.
  28. Distingo el nivel ontológico del nivel metafísico: el nivel ontológico es el modelo absoluto en su actuación ad extra; el nivel metafísico es el modelo absoluto en su actuación ad intra.
  29. Tengo dicho en mis escritos que la persona es, en la escala de los seres, la suprema expresión de mi concepción genética del “ser +”. El ser no puede ser, en mi concepción genética de la metafísica, ni unívoco ni análogo: no es lo mismo el ser de un gato que el ser de un hombre que el ser de Dios porque habríamos incurrido en un panteísmo “esseísta”; ni tampoco puede darse ninguna analogía de atribución o de proporcionalidad porque éstas pertenecen, más bien, a la llamada “literatura de ficción”.
  30. Lo dianoético [διανοητικόν, dianoetikós] se refiere a la captación natural de algo por el entendimiento o por la actividad discursiva de la razón.
  31. Lo hipernoético [ὑπερνοητικον, hiypernoetikós] se refiere al ámbito revelado, que no puede ser captado por la actividad natural de la inteligencia. La inteligencia humana, si bien no puede por sus medios alcanzar el mundo sobrenatural, está sin embargo abierto a él, esto es, a la revelación. La negación de esta apertura habría imposibilitado en el ser humano toda transcendencia y sentir religiosos.
  32. Esta clase de proposiciones genéticas abreviadas son de mi preferencia, pues el functor diádico “— de —” indica la idea de origen genético que encierra el “ex” latino. Su lectura es precisa: “modelo ontológico o místico procedente del modelo metafísico o divino”.
  33. Esta mística deificación, deificatio de los padres latinos y θείωσις [theiosis] de los padres griegos, fue defendida por San Atanasio y, de un modo especial, por San Agustín al afirmar Factus est Deus homo, ut homo fieret Deus [Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciese Dios] (Sermo, 128,1).
  34. Mi concepción genética de persona consiste en la forma de definición de una persona por otra persona. Ilustro la forma de definición de la persona humana sirviéndome del significado originario del πρόσωπον [prósopon] griego: rostro, talante, carácter o categoría. El rostro o talante por el que el ser humano adquiere la categoría de persona es la divina presencia constitutiva del sujeto absoluto en su espíritu. Esta divina presencia constitutiva es carácter hereditario que hace de la persona humana mística deidad de la divina Deidad. Reside en este carácter hereditario la constitución filial del ser humano en relación con Dios: porque es “hijo de Dios”, el ser humano tiene el aspecto, el talante, el parecido, en una palabra, “la imagen y semejanza” de Dios. Este talante no es una “máscara” exterior, es rostro divino impreso constitutivamente en tal grado que, ontológicamente, “hace resonar”, per-sonare, a nuestro espíritu. Los latinos manifestaron, con el verbo “personare”, lo que yo denomino “acto ontológico personal” hecho posible en virtud de la divina presencia constitutiva.
  35. El verbo español “personarse” significa “hacer acto de presencia”, presentarse personalmente en alguna parte; en este caso, es estar presente constitutivamente dando carácter personal al lugar donde hace el acto de presencia. Este lugar ontológico personalizado es la persona humana.
  36. La personificación o prosopopeya también es una característica del ser humano, sobre todo, en sus creaciones literarias. El niño manifiesta, de modo especial, este afán personalizador o prosopopéyico en los animales y en las cosas. La historia de la cultura y de las religiones constituyen una prueba fehaciente de esta “forma potestatis” que, a imagen y semejanza de las personas divinas, hace “recreativamente” el ser humano.
  37. Mi distinción entre “creencia” y “fe” nada tiene que ver con la de Marcel al considerar la creencia como “un creer que” y la fe como “un creer en”. Las estructuras gramaticales “creer que” y “creer en” tienen, mediante las reglas de transformación que pasa por alto Marcel, el mismo sentido semántico. Pongo un ejemplo. El mismo significado posee la oración gramatical “yo creo en la existencia de Dios” que esta otra transformada: “yo creo que Dios existe”. La creencia y la fe no son, para mí, dos especies distintas; antes bien, dos formas o niveles de la virtud de la fe: el primer nivel, el πίστεος ἐνέργεια o “energía pística” que podemos llamar “creencia” es el ámbito general que envuelve, no sólo las religiones y creencias, antes bien, toda la actividad humana; el segundo nivel, fe teologal, “energía fídica” que podemos llamar “fe” no es un acto distinto, antes bien, es la elevación al orden sobrenatural del primer nivel. La afirmación de que fueran dos actos distintos introduciría, teológicamente, en la persona humana dos hombres superpuestos: el hombre viejo y el hombre nuevo. Mi enunciado es exacto: no hay superposición, antes bien, transformación.

  38. La deontología de los derechos y deberes humanos sólo puede fundamentarse con universal carácter apodíctico en este carácter deitático de la persona.
  39. La διάθεσις griega significa orden y disposición implícita o virtual que se verifica al darse las condiciones requeridas. No es un hábito natural ni adquirido, sino un “disposicional” genético que caracteriza la potestad de la persona humana.
  40. El adjetivo “fiducial” viene del latín fiducia [confianza] con el mismo significado y raíz que fides [fe, confianza]. La confianza es una de las cualidades esenciales de la fe.
  41. La corroboración de este hecho halla su fundamento en el texto revelado: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gn 1,26). Los conceptos de “imagen” y “semejanza” tienen, para mí, el significado ontológico de esta divina presencia constitutiva del sujeto absoluto en el espíritu creado, consistente en dar a éste la categoría de “persona”; esto es, de “hipóstasis filiada” en virtud de la cual se establece un parentesco o linaje, conforme a las palabras de San Pedro «sois linaje elegido» (1Pe 2,9), o de San Pablo «somos linaje de Dios» (Act 17, 29).
  42. Denomino “mística procesión” a la inmanente presencia constitutiva elevada al orden de la gracia santificante. La tradición teológica la ha designado con el nombre de “inhabitación trinitaria” que, procediendo de Dios en el creado espíritu humano, es lo increado de nuestra persona. San Cirilo de Alejandría corrobora esta increación y procesión ad extra con el siguiente texto: «¿Cómo puede decirse hecho a aquel que imprime en nosotros la imagen de la esencia divina y fija en nuestras almas el distintivo de la naturaleza increada? El Espíritu Santo no diseña en nosotros la esencia divina a la manera de un pintor —sería distinta de él—; no nos hace a imagen de Dios de esta manera. Porque es Dios y procede de Dios, se imprime, como en la cera, en los corazones de los que le reciben, a la manera de un sello, invisible; por esta comunicación y asimilación con él, devuelve a la naturaleza humana su belleza original y rehace al hombre a la imagen de Dios» [Thesaurus, assert. 34 (PG 75,689 D), trad. de J. Mahé, p. 475].
  43. Cántico espiritual, 39,3.
  44. Del latín modulus significa “acción y efecto de modular”, “modulación”, “conjunto de piezas unitarias que se repiten en la construcción”. Eso es lo que ocurre con la visión del mundo: estar compuesta de modulaciones que se estructuran para formar un sistema o una teoría.
  45. Froebel, La educación del hombre (Trad. de Luis de Zulueta), Madrid, Daniel Jorro, 1913, p.3.
  46. Entre otras expresiones, podemos encontrar el Acies cordis de San Agustín (Evang. sec. Joh., Sermo XXXVIII), el apex mentis de S. Buenaventura (Itinerarium mentis in Deo, I), el scintilla rationis de Santo Tomás (II Sent. 39, q. 9, a.1), la lex spiritus de San Juan Damasceno (De fide orthod., IV, 23), la sustancia del alma de San Juan de la Cruz; centro del alma o lo muy hondo e íntimo del alma en Santa Teresa de Jesús…
  47. Dewey, Mi credo pedagógico, Buenos Aires, Ed. Losada, 1967, p.55.
  48. No tenían del todo razón ni el cosmologismo ingenuo de los escolásticos, ni el cosmologismo exagerado de Galileo. La tierra es, para mí, el centro místico del universo en virtud de que en ella se verificó la encarnación y redención de Cristo en favor del ser humano.