LA PERSONA NO ES PARA SÍ NI PARA EL MUNDO

De Escuela idente

LA PERSONA NO ES PARA SÍ NI PARA EL MUNDO

(Nueva York, 1991)

Publicado en

VARIOS, Hacia una pedagogía prospectiva,

Fundación Fernando Rielo, 1992, 89-118.

PROEMIO

Nuestro presente se caracteriza por el auge de innumerables corrientes que, dentro del campo del saber, encuentran en lo social su punto de referencia. Esta atomización macrocultural comporta que el estudio del hombre contemporáneo sea tratado en dos sentidos: analítico, por la proliferación de especialidades en función de su supervivencia social; sintético, por el intento unificador de estas especialidades en una filosofía que dé sentido a su quehacer interpersonal. Estas premisas hacen del hombre una definición durkheimiana obligadamente reductiva: “el hombre es un animal social” o “un animal para la sociedad”. La persona humana, queriendo afirmarse a sí misma, presenta, de este modo, dos determinaciones que ilustran su supervivencia: individual, ser para sí; social, ser para la sociedad. Este dilemático, “ser para sí” o “ser para la sociedad”, descentra en tal grado de su verdadera realidad al hombre de nuestro tiempo que su saber transcendente podría reducirse a la alternativa de un estrecho callejón sin salida consistente, no en saber quién es el hombre, antes bien, quién es antes: el individuo o la sociedad.

Las decimonónicas calificaciones dadas al individuo de “obrero” o “proletario” quedan sustituidas hoy por las de “técnico” o “especialista” al servicio de una sociedad mecanizada. No parecen, de este modo, haberse modificado sustancialmente las numerosas definiciones que, conforme a las distintas generaciones, han sido dadas del ser humano. Las definiciones de “animal político”, “animal social”, “animal simbólico”, “animal de realidades” …, van quedando ahora reducidas, en la práctica, a esta otra: “el hombre es animal técnico”. No creo que debamos detenernos en el espectáculo de que esta estrecha circunscripción excluye a numerosos seres humanos que, desde luego, no son capaces del esfuerzo que exige la técnica. Tengo que añadir que la industrialización, unida necesariamente al mercado, requiere de los grupos sociales tal sobrecarga de impuestos que el disfrute de una nueva calidad de vida resulta paradójica. No es extraño que, por causa de una desorbitada competencia que lleva anexo el estrés, el hombre carezca de fuerza y de tiempo para que, en interioridad con sí mismo, profundice en los valores que, transcendentes, clarifiquen su destino. Hay que acentuar, de este modo, en el ser humano —como nos dice, refiriéndose al profesor, David Sacristán— “nuevas dimensiones, sin duda mucho más importantes, en su compleja y polifacética figura humana”.

El hombre es hoy un desconocido de sí mismo: no sabe quién es. Su preocupación por la supervivencia le lleva, más bien, a pensar, sobre todo, en lo que tiene que hacer y en los medios con los que ha de contar en competencia con el grupo social en el que vive. La miseria de amplios sectores y los grupos en paro hacen que el individuo inmerso en esta marea social sólo tenga la preocupación inherente de cubrir sus necesidades primarias. La familia, con su dedicación competitiva e, incluso, por el éxodo de sus componentes en un esfuerzo de supervivencia, es la primera víctima de todo este proceso que le ha tocado vivir en la sociedad contemporánea.

La segunda característica, que se añade a este vivir moderno en la búsqueda de sentido del individuo y de la sociedad, reside en que las especialidades se entrecruzan con la esperanza de hallar una ley universal por la cual pueda afirmarse: ésta es la verdadera filosofía que da explicación exhaustiva al quehacer humano. Nos encontramos, sin embargo, que la filosofía, más que servir de pauta unificadora, se atomiza en tal grado que cada vez se añaden más regionalidades e, incluso, regionalidades inusitadas: se habla de una filosofía de la educación, de una filosofía de la pedagogía, de una filosofía de la cultura, de una filosofía de la ciencia, de una filosofía de la economía, de una filosofía del mercado… Nos hallamos, en este sentido, con una sucesión de talidades filosóficas que hacen imposible la propia filosofía: ésta quedaría reducida a una especie de metafilosofía en la que su objeto remontaría el infinito en sucesión de transfinitos para alcanzar inútilmente un infinito desconocido.

CUESTIÓN CRÍTICA

Me detengo en el punto, para mí, clave de la educación del ser humano, ajeno al método de enseñanza y a las diferentes técnicas pedagógicas, con el objeto de poder hallar satisfactoriamente su origen y fin. Esta clave educacional consiste en la “definición mística del hombre”. Una definición del hombre sólo puede ser considerada desde un axioma originario que otorgue la visión existencial[1] de lo que es a priori la persona humana, de tal modo que ésta sea consciente de que no puede haber algo más allá que defina su más alta dignidad antropológica, sirviendo, al mismo tiempo, de recto impulso a sus acciones.

No podemos recurrir, para el logro de este propósito, a una antropología filosófica debido a que la persona humana, dentro de esta estricta perspectiva, ha sido constreñida a alguno de sus aspectos cercenando, no sólo otros valores fundamentales que constituyen su visión integral, sino lo que le es más importante: la mística transcendencia que la define. Las características hasta ahora aducidas para establecer, dentro del género “animal”, la llamada “especie humana” —racional, social, simbólica, fabricante, lingüística, de realidades…—, presentan un sesgo propio que no ha traspasado los umbrales de la filosofía griega: el estrecho recurso a la “diferencia específica” en criterio comparado con los animales, cuando, en verdad, son los animales los que deben compararse con alguna característica humana.

Estas definiciones, que sólo fijan una de sus propiedades con detrimento de las demás, han sido obtenidas por el viciado método de la huera abstracción[2] impuesta por el absurdo seudoprincipio de identidad[3] . La primera estratagema maniobrera, supuestos los abstractos de género y especie, consiste en hallar la definición del hombre por su negativo: la racionalidad por la no racionalidad, la simbolicidad por lo no simbolicidad, la socialidad por la no socialidad… Afirmar que el hombre es “racional” es negar simplemente que el hombre sea “irracional” para obtener el reduplicativo tautológico de su seudodefinición: “animal racional es animal racional”. La consecuencia inmediata de este seudoprincipio de identidad, “animal racional es animal racional”, “animal simbólico es animal simbólico”…, son sus carentes de sentido sintáctico, semántico y ontológico: sintáctico, porque toda afirmación identitática es un seudoenunciado monádico que, por redundancia del mismo término, nada añade al conocimiento del término; semántico, porque todas las afirmaciones identitáticas presentan el mismo valor lógico vacío de contenido con el absurdo de que la afirmación, en este caso, de “animal racional es animal racional” tiene la misma significación que “no animal racional es no animal racional”; ontológico, la reduplicación identitática hace que ningún término pueda alcanzar, no sólo a otro término distinto, pero, ni siquiera, al mismo término con la contradicción de ser y no ser al mismo tiempo. Todas estas seudodefiniciones, ajenas a la naturaleza ontológicamente congénita de la persona humana, tienen, por tanto, la característica voluntarista de la convencionalidad.

CUESTIÓN FORMAL

—I—

Se requiere, para definir al ser humano, una antropología mística formada por una metafísica teológica, que, rompiendo a priori el seudoprincipio de identidad, descubra al hombre que no puede ir más lejos porque le propone la más elevada respuesta de sí mismo. Esta definición comporta al ser humano el hecho primordial de transcenderse a sí mismo porque tiene un punto de partida que consiste en que sabe quién es, de tal modo que en su esfuerzo, cualquiera que sea su objeto, observa que librarlo merece la pena, entendiendo, al mismo tiempo, que, dentro del marco dramático de la vida con su inevitable temporalidad, está llamado a una forma de subsistir. Cristo es el único que ha dado la más sublime, transcendente y definitiva definición del hombre cuando, confirmando la Escritura, dice: “dioses sois” (Jn 10,34). Constituye un error la pretensión de alcanzar una metafísica por medio de las ciencias particulares; en este sentido, lejos de ser ésta por sí misma el principio, sería el resultado o conclusión de una sucesión al infinito de premisas; por tanto, una metafísica inalcanzable.

Mi concepción genética de la metafísica[4] aparece formada por un axioma: en el orden racional, de dos personas en complementariedad intrínseca [][5] ; en el orden revelado, de tres personas en complementariedad intrínseca []. Esta constitución absoluta de las personas tiene, naturalmente, un contenido: su ser singular [, en el orden racional; , en el orden revelado]; de otro modo, serían vacías[6] . La característica fundamental de este axioma reside en que su congenitud[7] es absoluta en virtud de que las personas divinas se constituyen entre sí de tal modo que es todo en y es todo en [8] . El símbolo de su complementariedad intrínseca afirma su distinción real con la misma fuerza que su unidad de naturaleza. El enunciado es exacto: las personas divinas con sus lugares ontológicos propios [“1”, “2” y “3”][9] se constituyen entre sí en tal grado absoluto que no existe una realidad intermedia, inferior o superior, diferente de la noción de “persona”.

La historia de las procesiones inmanentes de las personas divinas ha tenido un punto de partida: la comparación analógica de las potencias humanas —memoria, inteligencia y voluntad en San Agustín; inteligencia y voluntad en Santo Tomás— con los correspondientes atributos divinos. Nunca he entendido que se pase de las potencias humanas al orden metafísico de las personas divinas y sus procesiones, cuando, ciertamente, debiera ser lo contrario: descender de las personas divinas y sus procesiones al orden ontológico de la persona humana. Tengo que añadir dos aspectos de mi crítica: el hecho de que debieran explicarse las procesiones divinas desde la misma Santísima Trinidad y, en ningún caso, en analogía con los llamados actos inmanentes de las facultades humanas; el hecho de que la Santísima Trinidad posee otros atributos de los que podría afirmarse con la misma legitimidad nuevas personas y procesiones divinas. Establezco, a título de ejemplo, que de la infinitud del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo podría proceder con la misma legitimidad lógica una supuesta nueva persona divina.

Mi concepción genética del principio de relación, expresado por el axioma [], al que se une por revelación un excedente metafísico [], implica, en virtud de la complementariedad intrínseca en la que la unidad de las personas divinas tiene la misma fuerza que su distinción real, el concepto metafísico de “procesiones divinas” consistente en la transmisión hereditaria: de a ; de [ con ] a ; de a [ con ] y a [ con ]. El imperativo revelado de comporta, por su excedencia metafísica, tres formas de proceder inmediato de las personas o hipóstasis divinas entre sí sin necesidad alguna de recurrir a otros términos diferentes, ya ad intra ya ad extra, que no sea la propia geneticidad. Estas tres formas de proceder son: la generación del Hijo por el Padre, la espiración del Espíritu Santo por el [Padre con el Hijo], y la inspiración del [Padre con el Hijo] y del [Hijo con el Padre] por el Espíritu Santo. La primera procesión es de persona [] en persona [] de tal modo que “viene de” . Mi metafísica concepción genética del principio de relación, dentro del campo racional, sólo advierte este proceder generante. El excedente metafísico [], Espíritu Santo, impone dos nuevas formas de procesión que ya no son de persona en persona, sino de la unidad de la ingenitud activa de con el ingenerante activo de en nueva persona divina [], y de una persona divina [] en la unidad de dos personas [ con ] y de [ con ].

Explicito el contenido de las tres procesiones divinas por el concepto de transmisión hereditaria. La generación consiste en que el Padre transmite al Hijo el carácter hereditario de su paternidad menos el “ser Padre”. La espiración consiste en que el [Padre con el Hijo] transmite al Espíritu Santo el carácter hereditario de la unidad pura de la ingenitud activa del Padre con el ingenerante activo del Hijo: no son dos activos; antes bien, única concepción genética de la unidad activa. La inspiración, a su vez, consiste en que el Espíritu Santo transmite el carácter hereditario de su “espiritusantidad”[10] al [Padre con el Hijo] y al [Hijo con el Padre] menos su “ser Espíritu Santo” del mismo modo que el Padre transmite toda su paternidad al Hijo excepto su “ser Padre” y el [Padre con el Hijo] transmite toda su unidad genética al Espíritu Santo excepto “ser Padre” y “ser Hijo”. Las tres procesiones[11] , generación, espiración e inspiración, son realmente distintas debido a dos razones fundamentales: las hipóstasis o personas divinas, dentro de la complementariedad intrínseca, son realmente distintas: la inspiración es transmisión hereditaria que, aunque halla su complementariedad en la espiración, no disuelve la distinción real, dentro de la concepción genética del principio de relación, del Padre y del Hijo []. Este axioma que, dentro del campo racional, se revela sellado con dos y sólo dos personas divinas, dada la revelación de se descubre el excedente metafísico de nueva persona divina [] que lo evidencia abierto a ésta por lo que queda definitivamente sellada la geneticidad con tres y sólo tres personas divinas.

Apliquemos la sintaxis de oración directa a las tres procesiones: el Padre engendra al Hijo, el Hijo es engendrado por el Padre; el [Padre con el Hijo] espira al Espíritu Santo, el Espíritu Santo es espirado por el [Padre con el Hijo]; el Espíritu Santo inspira al [Padre con el Hijo] y al [Hijo con el Padre], el [Padre con el Hijo] y el [Hijo con el Padre] es inspirado por el Espíritu Santo. Los tres enunciados comportan lo siguiente: en la generación, el Padre es agente; en la espiración, el [Padre con el Hijo] es agente; en la inspiración, el Espíritu Santo es agente. Esta sintaxis de acción directa, en virtud del carácter inmanente de los tres objetos contenidos en sus agentes y de ningún modo fuera de estos, confirma, en términos axiomáticos, la constitución genética de único acto absoluto en su único sujeto absoluto.

Rechazo el concepto de objeto absoluto de carácter pasivo de unas personas divinas en relación con otras personas divinas en virtud de la unidad de su acto puro. Este acto puro es constituido, genéticamente, por la absoluta inmanencia dinámica de las tres personas divinas entre sí. La negación de esta inmanencialidad absoluta habría degradado el concepto de Santísima Trinidad en el absurdo de un triteísmo en el que las personas divinas habríanse convertido en tres seudosujetos absolutos sin posible relación alguna; por tanto, habríanse imposibilitado las procesiones divinas. Esta absoluta inmanencia dinámica del acto puro es la razón de que la acción objetiva[12] quede en la interioridad común de las tres personas divinas de tal modo que no pueden ser entre sí ad extra; quiere decirse, la acción agente del origen es en la acción receptiva del término[13] y la acción receptiva del término es en la acción agente del origen. El enunciado es, dentro del campo revelado, preciso: las procesiones divinas, generación, espiración e inspiración, son sustantivación de los verbos engendrar, espirar e inspirar. Estos verbos son acciones objetivas verificadas por las personas o hipóstasis divinas: el Padre realiza la acción agente del verbo engendrar, el Hijo realiza la acción receptiva del verbo engendrar; el [Padre con el Hijo] realiza la acción agente del verbo espirar, el Espíritu Santo realiza la acción receptiva del verbo espirar; el Espíritu Santo realiza la acción agente del verbo inspirar; el [Padre con el Hijo] y el [Hijo con el Padre] realiza la acción receptiva del verbo inspirar. Esta forma de sintaxis[14] comporta que las hipóstasis o personas divinas deben darse por supuesto axiomático de tal modo que hay que excluir que sean efecto, subordinacionismo, de la acción verbal. Se sigue de aquí que las tres hipóstasis son agentes de la verificación de los tres verbos. La acción del verbo engendrar revela que es Padre; , Hijo. “Hijo” es inmediata y única acción receptiva del verbo engendrar. Si el Hijo no fuera acción receptiva de la acción agente del Padre, no podría hablarse de una relación de complementariedad intrínseca entre el Padre y el Hijo. Este axioma [] no se obtiene, dentro del campo metafísico, con sólo elevar la categoría de relación a principio; por tanto, es inseparable del enunciado “concepción genética del principio de relación”. La razón se debe a que las relaciones, careciendo de su forma genética, siendo agenéticas, no podrían entrar en estado de complementariedad intrínseca hasta el extremo que habríamos incurrido en el absurdo de un relacionismo ad infinitum que, indentificándose con el propio infinito, resultaría un todo es todo en todas y cada una de las relaciones.

El axioma metafísico [] no puede confundirse con el axioma [ con ]. El axioma [] es de carácter estrictamente racional de tal modo que , aunque con su existir propio, es objeto receptivo de tal modo que no puede ser, en ningún caso, agente por la naturaleza misma de la sintaxis directa donde y nunca sigue siendo —en las dos formas, activa y pasiva, del verbo “engendrar”— el agente. Esta acción del agente en su objeto no significa que dé la existencia a ; tiene su existencia axiomática lo mismo que . El axioma [ con ] es de carácter estrictamente sobrenatural con el resultado de que sólo podemos conocerlo por revelación. El fundamento se debe a que el término “con” contiene el imperativo de que los dos términos expresan una acción común inmanente, llamada espiración, en nueva persona divina [] designada por la revelación con el nombre de “Espíritu Santo”. Está claro que no existe en el campo racional la espiración porque con la generación ha quedado cumplida la concepción genética del axioma. La complementariedad intrínseca [en el ámbito racional, de dos personas (); en el ámbito revelado, de tres personas ()] expresa, finalmente, la constitución axiomática entre sí de las personas divinas de tal modo que afirma con la misma fuerza su distinción real que su unidad.

—II—

Hay que preguntarse, supuesta mi concepción genética de la metafísica, cómo adviene la persona humana. La respuesta es precisa: la persona humana, supuesto el elemento creado de su naturaleza —cuerpo, alma y espíritu—, aparece constituida inmediatamente por las personas divinas y no por una noción diferente, ajena a éstas, en tal grado ontológico que la deidad mística de la persona humana participa inmediatamente de la divinidad constituida por las personas divinas; en este sentido, la persona humana no puede ser definida por otra noción diferente. La relación de la persona humana procede inmediatamente por la presencia constitutiva de las propias personas divinas.

La primera manifestación, entre otras muchas de carácter fundamental, es la siguiente: la persona humana es mística transcendencia de la divina transcendencia, místico apriori del divino apriori, místico dogma del divino dogma. El llamado término dogmático tiene para mí el significado del carácter inmutable[15] de su constitución en tal grado que carece de variables. El enunciado es exacto: somos mística constante de la divina constante.

Mi modelo metafísico, arroja, entre las diferentes propiedades, la radicalización de una metafísica hipostática y, al mismo tiempo, extática en virtud del carácter activo de la complementariedad intrínseca con término en las personas divinas o hipóstasis. La persona humana es, aunque sólo sea por su carácter deitático, para Dios. Esta relación eleva el humano éxtasis deitático a una ontología que resulta en complementariedad genética con una metafísica del divino éxtasis absoluto. La complementariedad intrínseca del éxtasis hipostático establece una proposición: el divino éxtasis metafísico entre las personas divinas es consustancial al místico éxtasis deitático de la persona humana. La razón está más que afirmada: la persona humana es deidad mística de la deidad divina.

Esta deidad mística, siendo formada por la deidad divina, se revela, rota la identidad “deidad es deidad”, en relación inmediata con la divinidad, de tal modo que ningún individuo de la sociedad queda excluido; incluso, la sociedad queda inscrita en una singularidad depurada de un uniformismo o falso universalismo en el que el hombre sea sólo un factor de ésta. La singularidad consiste en que la sociedad no es el principio que, universal, pueda definir a los individuos. Esta singularidad deitática de la persona humana en relación transcendente con la singularidad divina destruye la seudodialéctica contemporánea de una concepción materialista del hombre y el abstractismo de un neodeísmo de carácter impersonal.

—III—

Me referiré a dos caracteres fundamentales de la educación puesto ya de manifiesto el presupuesto de mi metafísica. Esta conducta que requiere su incorporación en el ejercicio docente representa dos normas que son irreductibles: la educación del éxtasis y el culto dúlico.

A) La educación del éxtasis

La educación del éxtasis requiere la fijación del término “éxtasis” con el fin de que no sea confundido con una fenomenología en la que la iniciativa del educando, siempre circunstancial, no tiene parte activa. El éxtasis es un hecho esencial de la persona humana que consiste en una forma de lenguaje: la comunicación de nuestro verbo místico con el Verbo divino; la comunicación del Verbo divino con nuestro verbo místico. Designo a esta unidad verbal del siguiente modo: forma de oración que transciende al ser humano del falso “yo en mi yo” a un “yo+” donde este “+” es un “yo divino”[16] . El término “oración” no puede confundirse con la gramática ni tampoco con las expresiones simbólicas de las diferentes ciencias: ninguna, comenzando por la gramática, se incluye en sí misma como tampoco la persona humana se incluye en sí misma para constituirse absurdamente en una mismidad o intramismidad absolutas. El lenguaje de la ciencia con sus construcciones simbólicas sería imposible sin el presupuesto de un “quién divino” que inhabita constitutivamente en nuestro “quién místico”. Mi concepción genética de la metafísica rechaza el carácter “estático” de la identidad por el carácter “extático” de la congenitud. El ser humano es, de este modo, místico éxtasis del divino éxtasis; místico lenguaje del divino lenguaje[17] .

La forma de oración expresada por nuestro verbo místico tiene, por tanto, un sentido claro: oración extática consistente en que el Verbo divino, del que es imagen y semejanza nuestro verbo místico, es el transcendente originario y final al que tiende la acción de éste. La oración extática, abriendo toda simbolización, reside en una sinergía de carácter transcendental en la que el Verbo divino y el Verbo místico congenian en tan progresivo grado que no se requiere ningún discurso. La razón reside en una complementariedad intrínseca por la que la simplicidad lingüística alcanza su más alta expresión. Evoco, a este propósito, una sentencia de Cristo: “Aquel día no me preguntaréis nada (Jn 16,23). Recojo, al mismo tiempo, la sabia sentencia de San Juan de la Cruz cuando afirma que con la encarnación del Verbo Dios ya nos ha dicho todo lo que tiene que decirnos para entrar, no sólo como Dios, sino también como hombre, en comunicación de su ser con nuestro ser, de su yo con nuestro yo… en tal grado que su propio Verbo divino es consustancial con nuestro verbo místico. Esta ruptura de la identidad del “yo en el yo”, de enorme importancia filosófica, es expresada con profusión por nuestros místicos. Ejemplo evidente de esta ruptura lo señala la locución de Cristo a Santa Teresa: “Búscate en Mí”. Queda aquí presente, una vez más, para objeto de la recta educación, la sustitución de una identidad de “hablar por hablar” por la posesión de un yo que ya no es pronominal, sino afirmación posesiva de un yo humano por un yo divino.

La forma deitática del hombre me lleva a la siguiente conclusión: nuestro lenguaje es propio de dioses. Negado esto, ninguna ciencia, ni siquiera el hablar común de las gentes, puede satisfacer el discurso del ser humano. La sicología general afirma que tenemos una cierta semejanza con los animales, pero, a su vez, una diferencia esencial: el hombre es un animal simbólico[18] . No comparto esta teoría. Sería más propio decir que los animales tienen cierta semejanza fenomenológica con nuestras funciones orgánicas e, incluso, son ellos —me refiero a esta animalidad—, los que también están dotados de cierto carácter simbolizante[19] . Tenemos la experiencia de los gestos de ciertos animales, por ejemplo, el perro, para el que su amo es su símbolo: sus gestos tienen, ciertamente, características simbólicas, incluso, de gran precisión. La persona humana, contrariamente a los animales, que no pueden pasar de un nivel anímico y sensitivo, halla su fuente de lenguaje, sobre todo, en su espíritu deitático formado por el espíritu divino.

El fundamento comunicativo de la persona es la “oración extática” que, traspasando no solamente el concepto de símbolo, sino también el de metasímbolo, entra en comunicación inmediata con el ser divino. Todo símbolo ha quedado disuelto en una experiencia mística en virtud del enunciado que tengo dado para el ser humano: definición mística del hombre. La forma mística del hombre es la que obliga a despertar por parte del educador, desde los primeros años de enseñanza del educando, la transcendencia mística de su vida humana. Tengo que advertir que, de no hacerlo, se produce en la educación, comenzando por el educador, una deformación por la que vive, pasando los años, en un estado de inquietud, perplejidad e, incluso, frustración. Esta deformación de la inquietud es transformada, en virtud de una concepción mística de la educación, en una quietud dinámica que, como afirma el profesor Ricardo Marín, “es sentirnos llamados por un impulso divino a multiplicar los talentos en nosotros y fuera de nosotros”.

Mencionaré en esta materia de la educación a Unamuno con sólo hacer referencia a una de sus grandes obras literarias y filosóficas: “Del sentimiento trágico de la vida” que quiso ser un tratado del amor de Dios por el hecho de querer poner por título original de la obra el título clásico De diligendo Deo. Si me remonto a la literatura griega, tengo que mencionar la gran tragedia de Sófocles, “Edipo Rey”, que se arranca los ojos para contemplar de una vez y para siempre el enigma del destino humano. La clave de lo que quiero significar reside en que en los dos casos se implica un sentimiento desesperado de no lograr la certidumbre experiencial de su relación mística con Alguien absoluto y divino que devele que el ser humano, estimado individual y socialmente, lleva a pensar en la búsqueda incansable de comunicarse con Alguien absoluto que le saque de la insatisfacción y misterio de sí mismo; quiero decir, Alguien que hable por él y se comunique con él.

Este éxtasis oracional establece el fundamento originario y final en el cual se cumple la primera función social en virtud de la cual, por vía de experiencia íntima más que por otra notificación, el hombre puede alcanzar un progreso en la unión con este “quién” absoluto que da satisfacibilidad, dentro de lo que es posible en esta vida, al misterio que para sí mismo representa el hombre librándole, de este modo, de una forma de soledad que, lejos de impulsarle, paraliza sus estímulos en todo cuanto debe acometer. Esta es la primera educación prospectiva del hombre.

B) Educación en el culto dúlico

El culto dúlico se refiere a la forma de comportamiento entre sí de los hombres. El fundamento de este culto de dulía ya está establecido en mi discurso: cada ser humano es un dios místico y debemos convenir como tales dioses. Esta forma cultual de convivencia impulsa al hombre a luchar con una altura creadora que comienza con la promoción incansable de los más altos valores que, más que humanos, son transhumanos. El primero de estos valores es el respeto de la humana dignidad prójima y de todo trabajo cualquiera que sea su condición: el hombre no es su trabajo ni su ocio; el hombre es, por su misma dignidad, la mística constante señalada.

No parece necesario hacer extensiva la aserción, fundada en este respeto cultual de la vida, del esfuerzo incansable por la paz y por todo aquello que puede mejorar la calidad de las instituciones históricas. Hay que librar la batalla, siempre pacífica, para enraizar en el ser humano el humanismo con el que afirmamos que todos somos hermanos. Esta fraternidad universal exige a priori una paternidad absoluta y suprema. La belicosa historia humana parece desmentir este culto de dulía entre los hombres por diferentes técnicas que repriman los síndromes agresivos que parecen ser la columna vertebral de una civilización que se pierde en la oscuridad de los tiempos; de todos modos, no es menos cierto que la sociedad humana, dentro de sus diferentes etnias, ha tenido también la constante global en una racionalidad mística de la que su negación representa un grupo reducidísimo en la vida de los pueblos. Toda forma de agresión a esta transcendencia deitática de todos y cada uno de los individuos comporta un aborto moral en el que el hombre siente su espíritu progresivamente destruido. Este aborto moral tiene el sintético sentido de que el hombre, contemplándose en su esfuerzo por nacer a una ensoñadora vida, se encuentra, en virtud de la degradación de sus valores transcendentes, con la muerte.

—IV—

Las dos normas, el éxtasis y el culto dúlico, revelan todas las características de una utopía en la educación del hombre e, incluso, el enigma del modo de lograr alguna vez esta construcción humana. Se podría añadir que semejante empeño se disuelve en un idealismo frente al más elemental realismo de una vida cotidiana. Mi respuesta es persistente: todo ideal reside en una idea pasada por el éxtasis. No dejo de insistir: la vida humana es un credo que mana de la entraña misma que, librándole de la egolatría de toda ambición para sí, le abre a los más dilatados horizontes y, por tanto, a los más nobles valores de la existencia. Este credo es la base lingüística a partir de la cual el Verbo divino expresa comunicativamente su posesión del verbo místico del hombre y, al mismo tiempo, el verbo místico del hombre expresa comunicativamente su posesión del Verbo divino.

Se me puede invitar a que descienda al hombre unamuniano de carne y hueso. La respuesta es sencilla y dramática: ¿qué ha quedado del propio cuerpo de nuestro querido Don Miguel? La enfermedad y la muerte son los más fieles compañeros de nuestra carne y de nuestros huesos. Cristo ya ha dado decreto sobre el cuerpo humano y, en general, sobre el final del universo: la resurrección con su resurrección de nuestro cuerpo y, al mismo tiempo, la transformación de la naturaleza.

Hago mía una expresión que califica, a manera de un universal, cuanto el hombre realiza: el espíritu humano. Este espíritu humano es una especie de principio que queda patente a modo de hálito que marca e, incluso, anima todo el acontecer histórico. Esta es la huella que envuelve en un paradigmático presente el pasado y el futuro. Hay que advertir que el pasado ya no es tiempo por la razón sencilla de que ya pasó: sólo queda de él una representación en la memoria de una época que tuvo una forma de presente y una forma de futuro. La forma del futuro que, desde el punto de vista del tiempo, no se ha producido todavía se incoa, de todos modos, con el concepto de “porvenir”; esto es, de un porvenir al que el hombre se empeña activamente para atraerlo hacia su presente o presencia más íntimos para lograr su integración creadora en la concurrencia general de la construcción histórica. El habla común expresa estas cosas, a modo de proverbio, de una forma inteligible: “todo es obra del espíritu humano”, “el hombre muere y las instituciones quedan”, “sólo me interesa el porvenir”, “tengo todavía tiempo, o cada vez menos tiempo para lograrlo”…

El tiempo es solamente el futuro que se incluye en un presente alcanzando la profundidad ontológica por la que, frente a todo proceso fenomenológico, el ser humano tiene conciencia de ser siempre; esto es, de ser perdurable, o, si se prefiere, de un no ser para sí ni para este mundo, sino, antes bien, estar para Alguien en un mundo en el que no halla su realización completa: su hábitat no es él ni este mundo. Esta presencia de su espíritu aporta al hombre, con mayor o menor conciencia reflexiva, la predicción de que existe algo en él que no es cuantificable y, a la vez, que, sin saber explicárselo correctamente, se le escapa en tal grado que siente que le es lo verdaderamente característico, constante y dinámico. Este espíritu es hálito que penetra inmediatamente las tres potencias, la inteligencia, la voluntad y la libertad, que, por serlo de un espíritu deitático, son, por su misma naturaleza, deitáticas. Es materia, más que especulativa, experiencial, que el espíritu humano traspase la propia piel de este hombre de carne y hueso para perderse, balbuciente, en una forma de realidad que sólo puede ser otro espíritu; sobre todo, un espíritu divino que complete al espíritu místico de la persona humana. Esta parece la primera vocación del hombre: apropiarse de un regio destino que, no perteneciendo a este mundo, le hace partícipe de la naturaleza divina. Este destino revela un específico consistente en la extinción del tiempo histórico por la eternidad. Ya tenemos experiencia histórica de hacer de nuestras obras “inmortalidades” por las que las nuevas generaciones nos mencionen, investiguen y biografíen. Este carácter de inmortalidad de la experiencia del hombre es la prueba histórica de que son los espíritus quienes se comunican entre sí en virtud de que el ser divino forma de nuestro espíritu singular o personal un cuerpo espiritual o místico en el que no queda excluido nuestro cuerpo carnal denominado por San Pablo templo del Espíritu Santo: “¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis?”(1Cor 6,19). Esta es nueva mención de que la persona humana, incluido su cuerpo, no es ser para sí ni para el mundo; antes bien, su cuerpo, su alma y su espíritu son ser para Dios.

—V—

Las tres potencias del espíritu humano, inteligencia, voluntad y libertad, son, hablando en términos de revelación cristiana, imagen y semejanza de la inteligencia, de la voluntad y de la libertad divinas. Esta imagen y semejanza de nuestra inteligencia, voluntad y libertad con las divinas se sigue de la revelación dada por el Génesis acerca del ser humano: “hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” (Gn 1,26). Si el hombre es imagen y semejanza de Dios, a fortiori lo serán sus potencias con los correspondientes atributos divinos.

Demos un paso más que precise la transcendencia de una imagen que revela el supuesto de lo que podemos afirmar de nuestras potencias. El enunciado es un exacto: si el espíritu humano, supuesta su creación, es imagen de un espíritu divino que es, por naturaleza, uno y trino, nuestro espíritu místico es también uno y trino. Este concepto, uno y trino —trinidad en la unidad y unidad en la trinidad—, afirma, frente al trialismo del espíritu atribuido a la persona humana, su carácter indivisible. Hay que afirmar que las potencias humanas, inteligencia, voluntad y libertad, son místicos atributos inhabitados, más bien formados, por los correspondientes atributos divinos. Este supuesto metafísico de nuestra ontología establece la repugnancia de que las potencias de nuestro espíritu comporten tres realidades distintas de carácter simpliciter: afirmarlo reportaría la identidad de cada una respecto de sí misma en tal grado que, por sus carentes de sentido, jamás podrían encontrarse entre sí a modo de tres paralelas de las que no podríamos afirmar que se encontraran en el infinito, careciendo por esta razón de principio y de fin.

Observada en vuelo la suma transcendencia de esta imagen y semejanza enunciada, se contiene implícita en la afirmación de Cristo “sois dioses” que nuestra mística deidad formada por la divinidad es imagen y semejanza de tres personas divinas, esto es, trinidad mística de la trinidad divina. Lo revela, incoadamente, el plural escriturario “hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” (Gén 1,26) por lo que queda excluido que Dios sea única persona divina; en este caso, la afirmación habría sido “haré al hombre a mi imagen y semejanza”. La trinidad de personas queda estrictamente explicitada por Cristo en el Nuevo Testamento al dar testimonio del Padre y revelarnos al Espíritu Santo. Cristo lleva al máximo radicalismo lo que tienen de diferencia y atenuación los conceptos de imagen y semejanza en su oración al Padre solicitándole “que todos sean uno; como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros”(Jn 17,21).

Mi interpretación de los conceptos de “imagen” y “semejanza”, refiriéndome al espíritu deitático, consiste en la mística transmisión hereditaria formada por la divina transmisión hereditaria en virtud de la cual se establece un parentesco o linaje, conforme a las palabras de San Pedro “sois linaje elegido” (1Pe 2,9), o de San Pablo “somos linaje de Dios” (Act 17, 29), con el espíritu divino de tal modo que somos ser místico del ser divino. La historia de la filosofía arroja numerosos significados que no se acomodan hasta el presente al significado dado por la revelación.

Mi término técnico que sustituyo por “imagen”, aplicado sobre todo a la unión mística, es el de “réplica genética” consistente en el resultado de una operación de ontológica ingeniería genética verificada con carácter sobrenatural por el divino acto puro en virtud del cual, reduciendo a cero ontológico el núcleo vital [operación clónica], es impreso un núcleo cristológico en tan alto grado que el místico observa que ya no vive él, sino que es Cristo el que vive en él. Esta operación divina aporta a nuestro espíritu un parecido por el que puede afirmarse del cristiano que es alter christus[20] quedando unidos en una misma aspiración divina e, incluso, el místico adquiere los rasgos sicológicos de Cristo y, finalmente, en el estado glorificado de los cuerpos todos poseen su rostro [carácter]. El enunciado es exacto: somos clones de Cristo. Este hecho lo expresa San Pablo con la imagen de la nueva creación (Cor 5,17) que sustituye al hombre viejo (Rom 6,6) “para crear [Cristo] en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo” (Ef 2,15).

El divino acto puro es el sujeto atributivo por el que las potencias del espíritu humano, la inteligencia, la voluntad y la libertad, revelan en el orden natural y sobrenatural dos características:

  1. La formación de estas potencias por los complementarios atributos divinos en tal grado que el objeto y virtudes ontológicos de la inteligencia, voluntad y libertad humanas, son también formados deitáticamente por el objeto y virtudes metafísicos de la inteligencia, voluntad y libertad divinas.

  2. El ejercicio del acto propio de las potencias humanas tiene su origen en los complementarios actos propios de los atributos divinos en tal grado que la inteligencia, voluntad y libertad humanas, actúan por replicación genética con la inteligencia, voluntad y libertad divinas.

El carácter inmediato de la relación de las potencias humanas con los atributos divinos se debe a la exclusión inevitable de que exista un ente intermedio que, ajeno al sujeto absoluto y al sujeto humano, sirva de punto de encuentro. El enunciado es exacto: no hay ni puede haber ente alguno distinto de los dos sujetos porque, en este caso, no sería posible tal encuentro. Existe una tragedia, observada maravillosamente en el duro proceso de la vida humana, que no se restringe sólo al saber, sino, al mismo tiempo, a esta realidad que es el hombre: el misterioso esfuerzo de pasar de un salvajismo que se pierde en la oscuridad de los tiempos a una civilización que sirve de marco para calificarse el hombre a sí mismo en hombre civilizado. La civilización se nos ha presentado con la marca evolutiva, aunque este estado, de todos modos, no ha sido sin saltos insólitos. La raíz última nos hace sospechar que un gravísimo acontecimiento ha ocurrido en los orígenes mismos del ser humano. El resultado es de una evidencia experiencial: la educación del espíritu humano tiene que vencer un endurecimiento de los sentidos y potencias de tal modo que su éxtasis quede liberado a fin de que se ponga de manifiesto, más que un saber de sí mismo y de lo que no es sí mismo, el carácter místico de su ser en relación inmediata con su sujeto absoluto del que el hombre es verdadera réplica ontológica.

CUESTIÓN FINAL

Mi concepción de la educación, proyectivamente personalizada, supuesto mi modelo metafísico, aporta una definición mística del hombre. Esta realidad mística es ajena, de algún modo, a que la educación, confundiéndose con la pedagogía, se refiera a la adquisición por el alumno de los bienes culturales de los que ya sabemos están inscritos en innumerables etnias.

La educación tiene el fin de alcanzar un sumo bien que no es, ciertamente, cultural para el que ha sido positivamente predestinado: su unión creciente y profunda con el Verbo encarnado en tan subido grado que el alumno se transforme en místico verbo encarnado [alter Christus] del divino Verbo encarnado. El término alter no puede significar diferencia numérica de tal modo que haya muchos cristos en muchos redimidos; antes bien, el totus Christus —en expresión de San Agustín— presente indivisiblemente en todos y cada uno de los seres humanos. Esta adjetivación adquiere transcendencia mística: la sobrenatural presencia constitutiva del Verbo encarnado en todos y cada uno de sus miembros. Por esta razón, se constituyen en único cuerpo de Cristo y no en numerosos cuerpos de Cristo. El nombre “Cristo” no es puramente nominal [nominalismo]; antes bien, es un nombre real que produce en el redimido ex opere operato lo que significa; esto es, ser él mismo indivisible en todos y cada uno de los seres humanos.

Están dados los tres elementos esenciales: la consustancialidad de la naturaleza humana de Cristo con nuestra naturaleza humana (Dz 142 b); la participación de nuestra naturaleza humana de la naturaleza divina (2 Pe 1, 4); la deidad mística por la que la persona humana es sellada por el carácter divino de todas y cada una de las tres personas divinas (Jn 14, 23). Esta elevación al orden sobrenatural, mística procesión, hace de la deidad humana treidad. Este treitático queda formado por tres deusis que se refieren al carácter divino de todas y cada una de las personas de la Santísima Trinidad de tal modo que la persona humana puede contemplar experiencialmente la distinción real con la misma fuerza que su unidad[21] . El término “unidad” no implica confusión alguna con la distinción real de cada persona divina —deusis Patris, deusis Filii, deusis Spiritus Sancti— en tal grado que el objeto primordial de la visión divina son las personas divinas con su carácter propio; subsidiariamente, la esencia divina.

Clarifico el término “deusis” consistente en que cada persona divina traspasando el finito del espíritu humano abierto al infinito divino, deja impreso en éste el sello del personal carácter divino de cada una de las personas de la Santísima Trinidad. Este carácter divino hace que nuestro espíritu pueda decirse, como en el caso del alter Christus, alter Pater, alter Filii, alter Spiritus Sanctus, y, en general, alter Deus. Las tres deusis tienen el signo singular de que la persona humana, dentro de su concepción mística distingue la voz y el toque personales de cada una de las personas divinas. La llamada confirmación en gracia, que supone para mí la confirmación en la caridad, halla su culminación de quedar la persona humana confirmada por cada una de las personas divinas.

La fórmula descrita por San Juan de la Cruz para definir la unión transformante o matrimonio místico es la de “aspiración de amor”[22] que, recibida por cada una de las personas divinas, consiste en que la posesión de amor que éstas se tienen entre sí, amor uno y trino, hace del ser humano místico inesse amoris del divino inesse amoris: los dos inesse amoris, divino y místico, son unum. El significado de la palabra aspiratio amoris consiste en “atraerse hacia sí” el místico a las personas divinas con la misma atracción de amor con que las personas divinas se atraen al místico. La afirmación de que “el alma queda hecha tres personas divinas” no debe entenderse en forma de identificación, antes bien, de intrínseca compenetración de amor de la persona humana con las personas divinas en virtud de que la unión de espíritu con espíritu tiene el contenido de un amor también espiritual que carece de todo factor de resistencia que sólo podría ser atribuible si se introdujera en él un elemento de tipo cuantificacional e, incluso, cualitativo. La razón que da San Juan de la Cruz reside en que, de no ser de este modo, no habría total transformación del alma en la divinidad. El otro aspecto se refiere al inesse amoris; efectivamente, está implícito en la mística sanjuanista al usar el término “en”: “[el alma] aspira en Dios la misma aspiración que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo que a ella la aspira en el Padre y el Hijo”[23] .

Mi fórmula sustituye el término “aspiración” por el de “inspiración”: ad intra, el Espíritu Santo inspira al [Padre con el Hijo] y el [Padre con el Hijo] son inspirados por el Espíritu Santo; ad extra, el Espíritu Santo, inspirando a la persona humana, inspira, a su vez, en ella al [Padre con el Hijo]. La persona humana se revela, de este modo, mística u ontológica inspiración de la divina o metafísica inspiración. La inspiración del Espíritu Santo es verdadero proceder personal en el [Padre con el Hijo]: por tanto, inmanente procesión activa, tercera procesión, en virtud de la cual el Espíritu Santo se atrae al [Padre con el Hijo].[24] La negación de esta tercera procesión, habría convertido al Espíritu Santo en un ser personal metafísicamente pasivo con la contradicción de revelarse ad extra activo[25] . Quedan excluidas de mi concepción genética las procesiones pasivas: la razón se debe a que la unidad del acto puro de las tres personas divinas rechaza metafísicamente un absoluto pasivo.

Hay dos hechos relevantes que debo precisar: la atracción por el Espíritu Santo [] de [Padre] con [Hijo] y de [ con ]; las procesiones místicas en la persona humana. La divina atracción de amor consiste en que hace entrega a [ con ] y a [ con ] de su ser personal de tal modo que satisface con esta transmisión hereditaria de , inspiración divina, la geneticidad metafísica. Este hecho no es posible, dentro del campo racional de la concepción genética del principio de relación [] porque, teniendo la medida de la razón —aunque con carácter de consistencia, completitud y decidibilidad[26] —incurre, de todos modos, en el carácter de insatisfacibilidad de un larvado racionalismo. La apertura del axioma [] permite la introducción de un nuevo término, excedente metafísico [] con el imperativo de que cumpla unas funciones reales en [ con ] de tal modo que la satisfacibilidad sea absoluta. Esta satisfacibilidad absoluta tiene dos significados específicos: negativo, la imposibilidad metafísica de introducir un nuevo término [] porque éste, habiendo cumplido la satisfacibilidad, sería un ente metafísicamente vacío; positivo, la revelación por Cristo de eleva al orden sobrenatural el ámbito racional de mi concepción genética de la metafísica.

La inteligencia mística u ontológica de la persona humana, siéndole infundida, de este modo, la fe sobrenatural, es consustancial con la inteligencia divina de la Santísima Trinidad. El enunciado es exacto: la inteligencia mística es de la inteligencia divina. Esta mística complementariedad intrínseca de las dos inteligencias no significa que la inteligencia humana proceda metafísicamente como la inteligencia divina; antes bien, procede ontológicamente con origen en la inteligencia divina. El Espíritu Santo [] hace intrínsecamente comprensible al carácter abierto de la razón la satisfacibilidad de la concepción genética del principio de relación []. Esta referencia a la apertura de la razón nos lleva a un aserto exacto: la razón no es para sí ni para el mundo; antes bien, para Dios. La expresión común, relativa a la razón humana, sería: el hombre no es su razón.

La atracción de amor por el Espíritu Santo [] del Padre [] con el Hijo [] en la persona humana es en tal grado que, comunicativa ésta con las personas divinas, la hacen místicamente partícipe de sus divinas procesiones: generación, espiración, inspiración. El enunciado se repite en el mismo sentido: nuestras procesiones místicas son de las procesiones divinas. La fórmula de esta comunicación de amor es la siguiente: la mística generación de la divina generación hace al ser humano místico hijo del Padre y místico hermano de su hermano primogénito Cristo; la mística espiración de la divina espiración hace al ser humano místico espíritu santo del divino Espíritu Santo; la mística inspiración de la divina inspiración hace al ser humano mística santísima trinidad de la divina Santísima Trinidad.

Cristo es para mí, además del metafísico por excelencia, el divino educador o pedagogo porque, aunque sólo sea históricamente estimado, afirma de sí mismo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6). Esta es la trilogía de la sustancia misma de la educación para que el ser humano pueda verificar integralmente su proyecto personal de vida. Esta es la realidad que debe encerrar una pedagogía prospectiva que sólo puede completar su misión, como afirma el profesor Víctor García Hoz, “en la medida que ayude a cada sujeto a formular su proyecto personal de vida y a valorar y elegir los medios con que tal proyecto habrá de realizarse en el futuro”. La investigación del pedagogo, sin embargo, no debe reducirse, por muy eminentes que sean sus logros, a la búsqueda de nuevas formas a fin de encaminar al alumno, conforme a sus condiciones particulares, al logro de una obra bien hecha. El ser humano no puede completar su misión de educador si primero no sabe quién es, y si ya sabe quién es, su experiencia debe pasar por la de considerarse siempre a sí mismo también educando.

DOXOLOGÍA

Mi meditación sobre la ciencia de la educación parece separarse del propósito de la multitud de técnicas que faciliten al alumno la comprensión del contenido didáctico. Se me puede hacer incluso una observación: haber aprovechado esta ocasión para confesar, mejor o peor ilustrada, mi fe. Se puede concluir, finalmente, que mi meditación sea más propia de una clase de teología y no de una pedagogía orientativa que con sus técnicas ayude al alumno a escoger una ciencia determinada como puede ser la matemática o un arte manual que le capacite perfectamente para su ejercicio profesional. No es menos cierto que insignes profesores de una ciencia o un arte específicos sean malos pedagogos que hacen especialmente difícil que el alumno encuentre estímulo, cualquiera que sea la creencia o descreencia del profesor que nada tiene que ver con la asignatura que enseña.

Se revela un hecho que podemos resumir en los siguientes términos: la preocupación del filósofo no es la del pedagogo; la preocupación del teólogo tampoco es la del místico. Mi preocupación es de carácter estrictamente místico consistente en aquella experiencia que explicita una definición de suma transcendencia: la persona humana es deidad mística, supuesto su elemento creado y, al mismo tiempo, generacional de su naturaleza, de una deidad metafísica. Cristo es el maestro, educador y metafísico que ha dado la más alta definición del ser humano: “sois dioses”. Esta definición es la razón originaria de la creación de uno de los hechos más importantes de la historia: las religiones humanas. Este hecho ha dado lugar a que, dentro del cuadro de las ciencias, entre el estudio comparado de las religiones y, sobre todo, de las místicas comparadas.

La razón justificativa de este estudio es para mí, dentro del estado actual de la sociedad española, el planteamiento de un nuevo regeneracionismo que, no sólo despierte la raíz cristiana de la cultura europea, sino, incluso, mundial. Esta sería la sustancia de una pedagogía que ya no es referida a un profesorado, sino a un pueblo con especial estimación de una juventud en esta hora gravemente desorientada por las presiones, más que superadas ideológicamente, del materialismo.

Es justo preguntar cómo hacerlo: mi respuesta reside en el establecimiento de círculos de jóvenes entre los que se establezca una comunicación en esta materia de la que los centros de enseñanza no fueran ajenos; antes bien, tuvieran en aquellos la raíz de su contacto con una sociedad democrática defensora de los valores transcendentes del hombre.



  1. Esta visión existencial debe poseer las características del axioma absoluto: evidencia e indemostrabilidad. La negación de estas dos notas esenciales habría establecido dos absurdos metafísicos: el pluralismo axiomático con el supuesto convencional de elegir arbitrariamente un axioma y un proceso al infinito de términos con imposibilidad absoluta de alcanzar el axioma que se pretende.
  2. La abstracción consiste en extraer de una pluralidad algo que le es común para, separándolo de sus singulares, formar un ente universal. El resultado de este ente universal no puede ser otro que el designado por este seudométodo: un abstracto. Hay diversos tipos de abstracción —formal, total, dialéctica…— y diversos modos de abstracción — separabilidad, reducción, puesta entre paréntesis…— Algunos tipos o modos fueron tratados en la antigüedad y en la Escolástica; más recientemente, la han tratado, con cierto sentido pretendidamente distinto, Hegel, Husserl, Frege, Russel, entre otros. Puede decirse que ningún modelo filosófico, hasta el presente, ha podido librarse de la identidad y de la abstracción.
  3. La identidad no tiene ningún significado metafísico ni epistemológico. De hecho, las ciencias positivas no utilizan, ni en cuanto al método, ni en cuanto a su objeto, la identidad: ésta no produce ciencia. El significado de la identidad se remite, en mi opinión, al lenguaje común: reconocimiento por medio convencional de algo o de alguien; caso, la bandera o el documento acreditativo de un individuo. Entran a formar parte de la identidad las expresiones “ser es ser”, “ser en cuanto ser”, “ser en el ser”, “ser por el ser”, etc., porque son meras reduplicaciones de un mismo término [SS] en virtud de carecer de functor diádico (es, en cuanto, en el, por el... son seudofunctores diádicos); por tanto, expresiones que, viciadas por la identidad, carecen de sentido sintáctico, semántico y ontológico.
  4. Hago una síntesis de mi pensamiento en mis conferencias dedicadas al Ciclo de Pensamiento Español: “Hacia una nueva concepción metafísica del ser”, publicada en ¿Existe una Filosofía Española? (Sevilla: F. F. R., 1988), pp. 115-142, y “Concepción genética de lo que no es el sujeto absoluto”, publicada en Raíces y valores históricos del pensamiento español (Sevilla: F.F.R., 1990), pp. 97-134.
  5. El lenguaje de la metafísica genética utiliza, entre otros, los siguientes símbolos: que se lee “ese sub uno” y significa “el ser que ocupa el primer lugar ontológico”; que se lee “ese sub dos” y significa “el ser que ocupa el segundo lugar ontológico”…; [≑] es el signo de la complementariedad intrínseca entre los dos seres (esta complementariedad es genética y nada tiene que ver con la complementariedad física de Bohr); [] se lee “ese sub uno complementario ese sub dos”; dígase lo mismo de [] y de [] referido a los tres seres personales divinos.
  6. La expresión suprema del ser es la persona; el contenido de la persona, su ser.
  7. La congenitud absoluta es la concepción genética de la sustancia constituida a nivel racional por dos seres personales [] y a nivel revelado por tres seres personales []. Esta congenitud hace que las personas divinas sean congénitas; esto es, constituyen una misma sustancia.
  8. Esta fórmula es mi variante, dentro del campo racional, de la pericóresis fulgenciana: “el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre, todo en el Espíritu Santo…”
  9. Léase “sub uno”, “sub dos” y “sub tres”.
  10. El parentesco del Espíritu Santo respecto del [Padre con el Hijo] consiste en que la unidad pura del [Padre con el Hijo] y del [Hijo con el Padre] es el propio Espíritu Santo.
  11. El término procesión, que es una sustantivación del verbo proceder, tiene etimológicamente numerosos sentidos: venir de, determinarse a… En mi metafísica, tiene el sentido del carácter hereditario, transmisión hereditaria, en virtud de la cual las personas divinas, términos de relación, entran en inmanente complementariedad intrínseca de tal modo que ésta tiene carácter genético.
  12. El concepto de “acción objetiva” es lo contrario de “acción subjetiva” en virtud de que las personas divinas son reales; de ser subjetivas sus acciones inmanentes o procesiones, las personas divinas habríanse convertido en entes de razón. La “acción agente” del origen tiene, en este sentido, el mismo carácter objetivo que la “acción receptiva” del término.
  13. Si el término u objeto careciera de acción receptiva, que en la generación sería el Hijo, resultando, dentro del campo metafísico, absolutamente pasivo o inerte, no podría recibir la acción del agente de tal modo que el Padre no sería Padre ni el Hijo sería Hijo. La acción agente y la acción receptiva son acciones personales que, por ser entre sí inmanentes, hallan su razón de ser: la acción receptiva en la acción del agente, la acción del agente en la acción receptiva. Esto mismo hay que decirlo de la espiración y de la inspiración. Esta afirmación nos lleva a una conclusión originaria: el conocimiento de la distinción real de las personas divinas por la distinción real de sus procesiones tiene la misma fuerza que el conocimiento de la distinción real de las procesiones por la distinción real de las personas divinas.
  14. Distingo entre sintaxis gramatical y sintaxis metafísica. La sintaxis gramatical de complemento directo tiene dos formas, activa y pasiva, en las que quien realiza la acción del verbo es llamado sujeto o ablativo agente, y aquello en lo que recae la acción del verbo es complemento directo o sujeto paciente. Mi sintaxis metafísica, excluyendo los conceptos de “sujeto”, “complemento” y “ablativo”, es la de una oración de objeto directo en la que el agente y su término son entre sí inmanentes con sus acciones personales, en ningún caso transeúntes, de tal modo que no puede darse metafísicamente “acción agente” sin su inmanente “acción receptiva”, ni “acción receptiva” sin su inmanente “acción agente”. No ocurre esto en el caso de la oración gramatical “Pedro ama a Marta” porque, aunque Marta sea el objeto de amor de Pedro, Marta no necesariamente tiene por qué corresponder con su acción receptiva al amor de Pedro.
  15. No debe confundirse “inmutabilidad” con “inmovilidad”: la inmutabilidad es la propiedad de una llenitud de ser que arroja de sí cualquier cambio o variable porque, en caso contrario, no sería llenitud, sino carencia de ser; la inmovilidad es la propiedad del vacío de ser capaz de recibir variables o cambios en virtud de los cuales se produce el movimiento.
  16. Esta ruptura de la identidad de “mi yo en mi yo” la expresa maravillosamente Santa Teresa cuando afirma: “Muera ya este yo, y viva en mí otro que es más que yo, para que yo le pueda servir: El viva y me dé vida; El reine y sea yo cautiva, que no quiere mi alma otra libertad” (Exclamaciones, 17).
  17. La propiedad mística del lenguaje formada por el divino lenguaje es revelada por el Génesis cuando Yahvé lleva a los animales ante el hombre para ver cómo les ponía nombre y para que cada ser viviente tuviera el nombre que el hombre le diera (Gén 2, 19).
  18. Esta definición, que tanto ha influido en el mundo contemporáneo, débese a Ernst Cassirer con su homo symbolicus descrito en una de sus principales obras: Filosofía de las formas simbólicas.
  19. La naturaleza, en este sentido, está hecha para el hombre; no el hombre para la naturaleza (Gén 1, 28 ss).
  20. San Agustín llega a afirmar que no sólo somos de Cristo, sino que “somos Cristo”: Et omnes in illo et Christi et Christus sumus, quia quodammodo totus Christus, caput et corpus est (In Ps. 26 enarr. 2, 2: ML 36, 200).
  21. Este conocimiento experiencial lo describen los místicos. Cito, a título de ejemplo, a Santa Teresa que, sin estudios filosóficos o teológicos, afirma: “Lo que a mí se me representó son tres Personas destintas, que cada una se puede mirar y hablar por sí. […] En todas tres Personas no hay más que un querer y un poder y un señorío, de manera que ninguna cosa puede una sin otra… ¿Podrá el Padre estar sin el Hijo y sin el Espíritu Santo? No, porque es una esencia, y adonde está el uno están todas tres, que no se pueden dividir” (Cuentas de conciencia, 60ª [10ª], 3,4).
  22. San Juan de la Cruz afirma taxativamente, al definir por medio de la aspiración la transformación del alma en la unión mística, que “no sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado” (Cántico, 39,3). En esta transformación, propia del matrimonio espiritual, en la que “está el alma hecha divina” (Cántico, 22, 3) y “Dios de Dios por participación de Él y de sus atributos” (Llama, 3, 8), las operaciones de las potencias “son de Dios y son operaciones divinas” (Subida, III,2,8 y 9). La fórmula del Doctor del Carmelo parece significativa: “[el alma] aspira en Dios la misma aspiración que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo que a ella la aspira en el Padre y el Hijo” (Cántico, 39,3). Hay que señalar que las personas divinas no son por transformación de ninguna realidad anterior como el alma que, en términos teresianos, es comparada al gusano de seda que se transforma en mariposilla blanca y graciosa que al final muere con mucho deleite. El alma es, sin embargo, tres personas divinas por transformación que se supone verificada por la aspiración del acto puro uno y trino de las personas divinas de la Santísima Trinidad.
  23. San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 39,3.
  24. No hay proposición de fide, ni declaración alguna del Magisterio de que en la Santísima Trinidad haya “dos y solamente dos divinas procesiones inmanentes” y menos aún que estas procesiones sean “pasivas”.
  25. Las llamadas “misiones divinas”, careciendo también de magisterio estricto y de significación metafísica, quedan sustituidas en mi teología metafísica por el concepto de “sujeto atributivo”: el Padre es sujeto atributivo de la creación, el Hijo es sujeto atributivo de la redención, el Espíritu Santo es sujeto atributivo de la santificación. Los tres sujetos atributivos son, aunque personales, expresión ad extra del único sujeto absoluto representado por el axioma que constituye único principio de operación ad extra. Podemos afirmar: los tres atributivos ad extra de la creación, redención y santificación son entre sí uno y trino.
  26. Mi metafísica genética, dentro del campo racional, cumple las propiedades de su método: consistencia, porque la concepción genética del principio de relación hace imposible la contradicción; completitud, porque la concepción genética del principio de relación tiene por axioma absoluto dos y sólo dos términos [], revelando que la identidad es un seudoprincipio con sus carentes de sentido sintáctico, semántico y ontológico; decidibilidad, porque el axioma puro [] “forma bien” la concepción genética del principio de relación y su sujeto absoluto, reduciendo, a su vez, a seudociencia la ageneticidad del ser. Mi concepción genética de la metafísica, finalmente, sólo, dentro del campo revelado, cumple la propiedad de la satisfacibilidad, consistente en la plenitud absoluta de la consistencia, completitud, y decidibilidad de la concepción genética del principio de relación y su sujeto absoluto. Estas propiedades metafísicas son extensivas a los tres elementos metódicos —origen, sintaxis y réplica— con la característica de ser congénitos y no convencionales a la misma concepción genética del principio de relación.