Mística y Antropología en Fernando Rielo

De Escuela idente

Mística y Antropología en Fernando Rielo

José María López Sevillano

(Roma, 2014)

Publicado en

VARIOS, Antropología, Mística y Arte,

Universidad Pontificia de Salamanca,

Cátedra Fernando Rielo, Salamanca 2015, 75-92.

1) Metodología: identidad relativa y seudoidentidad absoluta

Debemos saber ante todo a qué nos referimos cuando hablamos de mística y antropología. El modelo y método que utilizo son los de Fernando Rielo. El primer paso que debemos dar es el no incurrir en ideología. Las ideologías, dice Rielo, se caracterizan por la reducción, la exclusión y la intransigencia. La desideologización consistirá, entonces, en la potenciación, en la inclusión, y en el diálogo. Una concepción de la mística y de la antropología que no sea potenciante, incluyente y dialogante nos lleva, ipso facto, al terreno de las ideologías. Ahora bien, se requiere también un modelo de referencia, un modelo metafísico, desde donde formar bien la visión de la realidad o realidades que tratamos, y este modelo debe ser potenciante, incluyente y dialogante[1].

Juan Pablo II, en su Fides et ratio, nos habla de la necesidad de «una filosofía de alcance auténticamente metafísico, capaz de transcender los datos empíricos para llegar, en su búsqueda de la verdad, a algo absoluto, último y fundamental». Y añade el mismo papa: «Si insisto tanto en el elemento metafísico es porque estoy convencido de que es el camino obligado para superar la situación de crisis que afecta hoy a grandes sectores de la filosofía y para corregir así algunos comportamientos erróneos difundidos en nuestra sociedad»[2]. ¿Por qué la falta de transcendencia, la situación de crisis y los comportamientos erróneos? Fernando Rielo afirma que el seudoprincipio de identidad, identidad elevada a absoluto, es el causante de la distorsión del pensamiento y del comportamiento. Se refiere a la identidad elevada a principio absoluto, esto es, una identidad absolutizada, carente de sentido sintáctico, lógico y metafísico, como veremos a continuación. La palabra “identidad” se utiliza en muchos sentidos. Por ejemplo, puede significar “conjunto de rasgos de un individuo o de una colectividad que los caracteriza frente a los demás”; “conciencia de alguien de ser distinto de los demás”; “bandera como signo que representa un país”; “carnet o documento que refiere a alguien con datos personales que le distinguen de otra persona”. La expresión “identificar a alguien” significa reconocerlo. Nos hallamos, en estos casos, con el concepto de identidad en sentido relativo, común o vernáculo, nunca en sentido metafísico o absoluto.

El seudoprincipio de identidad, o identidad elevada a absoluto, es el pecado original de la religión: la identidad de Adán y Eva es ocupar existencialmente el lugar de Dios. Es también el pecado original de la metafísica: la identidad del ser es, con Parménides, ocupar teóricamente el lugar del Absoluto; de este modo, Dios queda reducido a una proyección del hombre, y el Absoluto a la abstracción intelectual cuyo resultado es el “ser es ser” [A es A], carente de sentido sintáctico, lógico y metafísico: sintáctico, porque el sujeto y predicado de “A es A” son lo mismo, y por tanto el predicado no puede decir nada del sujeto; lógico, porque el functor monádico [es] de “A es A” no constituye ninguna proposición, y por tanto la imposibilidad de ningún conocimiento; metafísico, porque el término “A” de “A es A”, al reduplicarse, incurre en la petitio principii ya que el término “A”, no pudiendo ser al mismo tiempo definiens y definiendum, necesita de otro término que lo defina (como principio, causa, fundamento, etc.).

Con el seudoprincipio de identidad, la ideología está, pues, presente en la religión y en el pensamiento. Llevado a sus últimas consecuencias, impide la creación por Dios del universo. De este seudoprincipio se derivan toda suerte de doctrinas panteístas. Aplicado teóricamente a Dios, da como resultado el carente de sentido sintáctico, lógico y metafísico de “Dios es Dios” como acabamos de ver.

Existencialmente este seudoprincipio instaura en el concepto “Dios” un monoteísmo personalista o impersonalista: personalista, Dios en sentido unipersonal; impersonalista, Dios en sentido impersonal. En los dos casos, al absolutizarse en sí mismo (no hay otra cosa en absoluto que no sea Dios) es un concepto cerrado y, por tanto, se deriva un inmanentismo divino del que resulta el ser inmóvil de Parménides o el devenir de Heráclito. De aquí surgen las diversas derivaciones panteístas: el panteísmo estoicista y el neoplatónico, el sustancialismo espinoziano, los idealismos fichteano y hegeliano, y los panteísmos naturalistas o cósmicos. Si nos referimos a la religión, aparecen los diversos panteísmos antiguos (formas del hinduismo, budismo, confucianismo y taoísmo), medievales (de procedencia judía, musulmana y cristiana: Averroes, Avicena, Giordano Bruno) y modernos como varios movimientos de la Nueva Era y de visiones cosmológicas espiritualistas y ateístas.

Si Dios es distinto y transcendente a la creación, el seudoprincipio de identidad aplicado a Dios, tanto teórica como existencialmente, imposibilita la creación, porque con la identidad absoluta todo es inmanente a Dios identificándose todo con Dios, o Dios es inmanente al mundo identificándose todo con el mundo, o el mundo es Dios dando una visión deísta, o Dios es el mundo dando una visión cósmica o naturalista.

Para comprender la concepción genética del principio de relación de Fernando Rielo debemos proceder, teóricamente, en tres pasos metodológicos que se implican mutuamente:

1) Ruptura del seudoprincipio de identidad, que nos hace visualizar como mínimo dos términos en relación. Si no procedemos de este modo, el objeto de conocimiento se tautologiza, haciéndose un concepto, idea o término identitático carente de sentido sintáctico, lógico y metafísico.

2) Elevación de la relación a absoluto. Tenemos experiencia de que todo se constituye en relación. Nada existe que no esté en relación. Si elevamos la relación a absoluto, ésta debe estar constituida al menos por dos términos: no más de dos, porque sería un excedente a la simplicidad absoluta de la relación; no menos de dos, porque incurriríamos en la identidad absoluta carente de relación. Solo la imposible nada o vacío absolutos son irrelacionales. Si quitáramos la relación en Dios, habríamos establecido la nada absoluta (por carencia ad intra de relación); si ad intra también ad extra; Dios no puede establecer ninguna relación ad extra, si Él mismo no es ad intra relación de personas divinas.

Podríamos plantearnos la siguiente pregunta desde el argumento existencial: ¿la relación absoluta no puede constituirse con “Dios” como primer término y “yo” o “nosotros” como segundo término? La respuesta la dan de forma vivencial las religiones. De alguna manera, la BINIDAD (dos términos de relación constituyentes del modelo absoluto) está presente en la filosofía y en las religiones, aunque no sea una BINIDAD “bien formada” (Dios y el mundo; Yahvé y Moisés; Alá y Mahoma…). La religión judía y la musulmana no son sin dos términos: Yahvé y Moisés; Alá y Mahoma; etc. De lo que se trata ahora es de “formar bien” la relación mediante una inteligencia formada por la CREENCIA o ámbito dianoético; no estamos todavía en el ámbito de la fe o ámbito hipernoético. En el Antiguo Testamento, no obstante, encontramos indicios de una BINIDAD bien formada que no encontramos en el Corán y en otros libros sagrados. Por ejemplo, el Ángel de Yahvé de las teofanías del AT se manifiesta como Elohim y Yahvé. Con ello parece que se indica que hay dos personas que son el mismo Dios: la que envía y la que es enviada; cf. Gen 16, 7-13; Ex 3, 2-14. Los padres de la Iglesia primitiva, teniendo en cuenta el pasaje de Isaías 9,6 y Mal 3,1, entendieron por “Ángel de Yahvé” al Logos. Los libros sapienciales nos hablan de la “Sabiduría divina” como una hipóstasis junto a Yahvé, que procede de Dios desde toda la eternidad (según Prov 8,24s.) y colaboró en la creación del mundo (cf. Prov 8,22-31; Sap 7,22); etc.

Los términos “yo”, “Moisés”, “Mahoma”…, siendo finitos no pueden constituir, con el primer término, la relación absoluta; necesitamos, como afirma vivencialmente Fernando Rielo, un segundo término a nivel absoluto, un Hermano divino, que satisfaga por mí la gloria del Padre[3]; esto es, que Padre e Hijo constituyan la relación absoluta. Cristo afirma de sí mismo que es igual al Padre, y nos revela una tercera persona divina; y nos revela también los nombres propios de estas tres personas divinas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

3) Remonte sobre el campo fenomenológico; por ello, debemos ir más allá de la estimulación, instintivación o pulsionalidad, sensorialidad, emotivación, imaginación, racionalismo, desideracionismo e intencionalismo, esto es, debemos ir al objeto supremo de nuestra consciencia ontológica o potestativa –que no se reduce a inteligencia o razón, a voluntad o deseo, a libertad o intención, aunque incluya a todas estas–; para ello, debemos dar tres pasos:

a) Llevar nuestra inteligencia a límite con el fin de que aparezca a la visión intelectual el axioma absoluto –proyección del modelo absoluto en la inteligencia– que da dirección al razonamiento discursivo. Nuestro discurso carecería de dirección, y quedaría sin rumbo y a la deriva, si no apoyáramos, por medio de la CREENCIA bien formada, nuestra intuición, nuestra razón y el contenido de nuestra memoria y sentimientos, en un axioma absoluto.

b) Llevar nuestra voluntad a límite, de tal modo que aparezca el fundamento –proyección del modelo absoluto en nuestra voluntad– que da sentido a nuestras decisiones y deseos, y tiene que coincidir con el axioma absoluto. Este fundamento no es sin el COMPROMISO ONTOLÓGICO que actualiza el sentido de la acción humana objeto de nuestra voluntad, deseos, imaginación y emociones.

c) Llevar nuestra unión a límite, de tal modo que aparezca el principio –proyección del modelo absoluto en nuestra unión– que da unidad a todo objeto de nuestra unión frente al caos de contenidos y experiencias de nuestra consciencia ontológica. El principio debe coincidir con el axioma y el fundamento porque los tres –axioma, fundamento y principio– son el modelo absoluto proyectado, respectivamente, en la facultad intelectiva, facultad volitiva y facultad unitiva.

Todo ello puede proporcionarnos una visión bien formada del modelo absoluto que:

.- ad intra es el objeto de la metafísica;

.- ad extra: antes de la creación, como principio absoluto del matémata y de todas las posibilidades genéticas del vacío de ser; después de la creación, en el ser humano con el ser humano, es objeto de la ontología o mística como principio del ser; de la gnoseología, como principio de conocimiento; de las ciencias experienciales, como principio inmediato de fundamentación; y de las ciencias experimentales, como principio último de fundamentación.

2) En qué consiste la concepción mística de la antropología a nivel dianoético e hipernoético, constitutivo o revelado

La ruptura de la identidad absoluta debe proporcionarnos, según F. Rielo, una visión bien formada del modelo absoluto. Este es, buscando la máxima potenciación, la máxima inclusión y la máxima apertura, la concepción genética del principio de relación, que tiene que ser, necesariamente comunidad, al menos, de dos personas que, en inmanente complementariedad intrínseca, constituyan el Absoluto: un absoluto que, imposibilitando ad extra otro absoluto –nada absoluta– define la posibilidad genética de la creación de cosas y seres, del espacio y del tiempo, de las leyes y fenómenos. Una percepción dianoética –o a nivel intelectual formado por la CREENCIA[4]– del Absoluto nos muestra que es bajo la razón de dos personas divinas porque la relación absoluta, en su simplicidad, es de dos términos: no menos de dos, porque un solo término incurriría en el abstracto teórico y existencial de la identidad; no más de dos, porque dianoéticamente aparece como excedente metafísico. Sabemos, sin embargo, por la revelación de Cristo –y aquí entra la inteligencia formada por la fe cristiana, y por tanto una percepción hipernoética– que el modelo absoluto lo constituyen tres personas divinas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Llegados a este punto, ¿qué no es la mística y qué no es la antropología?

Si hablamos de lenguaje o conceptos según F. Rielo, “mística” y “antropología” tienen una carga semántica, cultural, vivencial, y, por tanto, no pueden ser significaciones estáticas. Debemos actuar por potenciación, inclusión y apertura. El concepto de mística ha tenido mucha marejada de fondo semántico, cultural y vivencial, dando lugar a las diversas formas de subjetividad, sincretismo, ocultismo, quietismo, iluminismo, panteísmo, relativismo, escepticismo, evasión, experiencias psicodélicas. Todo ello debe detectarse aplicando las estructuras que forjan las ideologías y que, como el virus, degeneran o degradan el tejido del patrimonio genético espiritual del ser humano. Lo mismo ocurre con la antropología. Esta ha estado sustentada por las distintas filosofías, que han tenido una fuerte tendencia reductiva y excluyente. No puede reducirse la antropología, como ciencia que estudia al hombre, a solo aspectos biológicos y sociales, como intentan las escuelas evolucionistas; a solo expresiones culturales o lingüísticas, como las escuelas culturalistas; o a residuos que puedan proporcionar otras ciencias o teorías, como la etnografía, la paleontología, el funcionalismo, el estructuralismo, la economía, el folclore, la historia, la arqueología. Para el conocimiento del ser humano no debemos restringirnos a uno, a varios o a la mezcla de estos aspectos, que estudian al hombre, sino verlos de una forma integral, abarcando:

a) su adaptación fisiológica y su comunicación con el medio; para ello, echará mano de las ciencias experimentales o de la naturaleza, que comprenden la biología, la paleontología, la etnografía, la arqueología, el ámbito de lo forense;

b) sus manifestaciones culturales, religiosas y sociales; para ello tiene que echar mano de las ciencias experienciales o del espíritu, como son, de modo especial, las que atañen al ámbito social y a la diversidad de lenguas y culturas.

Pero, sobre todo, lo que a la antropología le debe interesar prioritariamente es una definición del ser humano que ponga en orden todos los niveles, ámbitos y dimensiones del ser humano[5].

La naturaleza humana posee tres niveles: cuerpo o soma, alma o sique, espíritu o neuma, que constituyen la naturaleza humana. Somos un espíritu sicosomatizado, con experiencia física de la compositividad del cuerpo, experiencia síquica de la complejidad del alma y experiencia transcendente de la simplicidad del espíritu. El ser humano con estos niveles inseparables se relaciona consigo mismo, con Dios, con los demás y con el cosmos, dando lugar a los ámbitos personal, religioso, social y cósmico. A su vez, la interacción de estos cuatro ámbitos con los tres niveles, da lugar a las diversas dimensiones del hombre: cultural, histórica, política, científica.

Una antropología que se redujera a un nivel, ámbito o dimensión, o a una propiedad del ser humano, incurre en el reduccionismo propio de una ideología. Al ser humano hay que verlo y estudiarlo en su integridad si queremos tener una visión bien formada de él. Pero no es suficiente estudiarlo en todos sus niveles, ámbitos y dimensiones. Tenemos que ir a la definición que los incluya, que les dé unidad, dirección y sentido. Esta definición debe ser, pues, potenciante, incluyente y dialogante. No puede ser una definición corpórea o materialista, propia de las ciencias de la cantidad y de la experimentación; no puede ser una definición sicologista o animista, propia de la evolución de la vida abierta y asumiendo la materia para constituir los organismos; tiene que ser una definición espiritual porque, asumiendo las funciones síquicas y orgánicas, da sentido a la relación del ser humano consigo mismo, con Dios, con la sociedad y con el cosmos, y, al mismo tiempo, proporcione la unidad, dirección y sentido a los diversos ámbitos: histórico, económico, científico, etc.

La antropología que enseña el sistema rieliano nos hace caer en la cuenta de que el ser humano no sólo es razón o inteligencia, no sólo voluntad o deseo, no sólo lenguaje o símbolo, no sólo sociedad o cultura, no sólo economía o política, no sólo historia o arte. Es una concepción integral en la que, si queremos que sea verdadera y auténtica, puedan incluirse todos los niveles, ámbitos y dimensiones.

¿Cuál es, según Rielo, la definición del ser humano en la que adquiere unidad, dirección y sentido todo lo que es el ser humano y dimana de él?

La respuesta es la concepción mística de la antropología que, potenciante, incluyente y dialogante, tiene carácter universal y ecuménico, válido para todas las religiones y que, para el cristiano, se presenta como cima o plenitud del amor divino en Cristo encarnado, muerto y resucitado por amor al ser humano. Es, por ello, luz prístina, aire fresco que nos compromete a salir de nosotros mismos, y eso es lo que, en el fondo, todos deseamos: el COMPROMISO ONTOLÓGICO basado en la vida, en la experiencia, y, en ningún caso, en la falta de fuerza y de responsabilidad ética a la que nos arrastran las estructuras y las ideologías. Es más, estructura e ideología son la justificación, el terreno abonado, para que el ser humano, desnortado, se eche al monte despavorido sin saber qué sentido dar a los valores, a la inmensa riqueza que supone la vida y, al mismo tiempo, sin saber qué hacer con las carencias, la enorme problemática en el discurrir histórico de la persona y de la sociedad que comportan sufrimiento y gozo, decepción y entusiasmo, muerte y vida, egoísmo y generosidad.

Pero tenemos que darnos cuenta de lo que Fernando Rielo y su Escuela entienden por mística. Si acudimos a la etimología griega, viene del verbo μύω, que significa “cerrar los ojos”, “cerrarse”, “callar”; y del adjetivo μυστικόν, que tiene el significado de lo “secreto”, de lo “relativo a los misterios”. Estas significaciones, y la carga semántica y vivencial que ha ido acumulando en el lenguaje de los escritores místicos, nos lleva a expresar su recto sentido: “cerrar los ojos al egoísmo para abrirlos al amor”, “hacer callar lo que no es Dios para escuchar a Dios, vivirlo y sentirlo”, “entrar en el mundo inefable del amor divino y del ejercicio de la virtud remontándonos sobre el egoísmo y su proyección en la lógica del mundo”. La mística es, por tanto, ajena a toda connotación de exaltación imaginaria, de huida de la realidad, de especulación irracional, de esoterismo. No podemos, además, reducir la mística exclusivamente a los fenómenos considerados extraordinarios[6] que requieren una intervención divina directa y excepcional. La mística no es sólo la experiencia de esta clase de fenómenos. Estos constituyen un ínfimo apartado del inmenso ámbito de la teología mística, y no debe ser considerado, en absoluto, como el apartado más importante.

¿Qué es, en definitiva, la mística? La acción de Dios en el ser humano con el ser humano. Es una ACCIÓN TEANTRÓPICA.

Dicho esto, veamos quién es la persona humana. Comencemos por la experiencia formal más visible o sensorial: tenemos experiencia del cuerpo o soma con el que nos relacionamos con el cosmos; tenemos experiencia del alma o psique y con ella de nuestros sentimientos, imaginación, memoria, (nuestro cuerpo y nuestra psique la compartimos con los demás vivientes no personales); tenemos experiencia del espíritu, del amor, de la justicia, de la verdad, del bien. No somos tres entes independientes (CUERPO, ALMA Y ESPÍRITU), sino un espíritu sicosomatizado: un espíritu que asume las funciones sicológicas y las funciones orgánicas con el objeto de constituir la unidad de naturaleza. Tendríamos, de este modo, una antropología formal, que estudia el espíritu sicosomatizado, con sus estructuras y proyecciones, con sus funciones sicoespirituales y sicosomáticas, con la instintivación y pulsionalidad, con la estimulación y la sensorialización. Pero no sólo somos un espíritu sicosomatizado, sino que el espíritu posee un estado, una forma, una razón de ser por lo que podemos tender al absoluto, ser capaces de Dios. A esto lo denomina Fernando Rielo, gene ontológico o místico, donde está el patrimonio genético a nivel espiritual. Este patrimonio genético que nos abre al infinito es en virtud de la divina presencia constitutiva del Absoluto, que es donde se dan todos los valores y virtudes en grado pleno o absoluto. ¿Qué hace la divina presencia constitutiva en nuestro espíritu? Personarse para genetizarnos, vivificarnos; lo que hace el Absoluto con su presencia en nuestro espíritu creado es una prosopopeya ontológica, nos hace personas a su imagen y semejanza. Esta genetización de nuestro espíritu en el momento de su creación e infusión en el sicosoma codificado en el cigoto es lo que da lugar al patrimonio genético que nos hace hijos de un Padre común, y este es el hondo sentido por el que podemos hablar de una fraternidad universal.

Con la mística de Fernando Rielo, la religión se nos presenta como lo más natural en el hombre, abierta, sin rodeos, sin falseamientos. Hoy ya no puede ser de recibo un cristianismo que no es vivido ni testimoniado. Así nos lo expresaba vehementemente nuestro autor hace más de una década en uno de sus discursos al Premio Mundial de Poesía Mística: «No debe pasar desapercibida [la experiencia mística de Dios] a aquel que se sabe cristiano, o judío, o musulmán, o budista, o, simplemente, religioso de cualquier religión. El teólogo católico, Karl Rahner, vaticinaba que el cristiano del futuro o será un ‘místico’ o no podrá ser cristiano[7]. Porque la espiritualidad del futuro no se apoyará en convicciones o en ambientes religiosos generalizados, sino en la experiencia de Dios y en la decisión personal. Ya lo había dicho Tertuliano: “Los cristianos se hacen, no nacen”»[8].

Si el cristiano no sabe vivir y dar testimonio del Evangelio en toda su profundidad y compromiso, y tampoco lo sabe expresar como conviene, seguramente tendrá poco que decir a las demás religiones, e, incluso, a muchos ateos o agnósticos que son hombres y mujeres que, practicando un humanismo cualificado, buscan con sinceridad la verdad e intentan vivirla de un modo ejemplar. Cristo no es ajeno a ellos: «También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor» (Jn 10,16). Al escriba que responde con sensatez, le asegura: «No estás lejos del Reino de Dios» (Mc 12,34). En fin, Dios está siempre con quienes tienen buena voluntad (cf Lc 2,14).

Por otra parte, muchos creyentes se sienten, asimismo, débiles o avergonzados de su religión o de sus creencias. El secularismo todo lo invade en la sociedad actual; los medios de comunicación, la cultura, la política, las costumbres, influyen poderosamente en el debilitamiento de la experiencia de la virtud. Se prefiere hacer pasar por verdadero las delicias de la tendencia egotizadora[9], racionalizándolas, haciendo filosofía del egoísmo y su proyección en la mundanidad. Nos empeñamos en justificar el ejercicio de una libertad a la deriva.

La razón y la libertad se absolutizan sistemáticamente en las costumbres a partir de la Revolución Francesa, aunque ya se habían sistematizado en la filosofía muchos siglos atrás. El racionalismo escéptico y relativista, junto con las teorías de las libertades económicas, culturales y éticas, están presentes en la vida pública como ídolos que hay que alimentar. Frente a este maremagnum de idolatría, hay siempre —qué duda cabe— un resurgir, una renovación, una actuación eficaz del Espíritu que sigue actuando, de diversos modos, a través de los apocalipsis de cada siglo. Hoy —debido a la técnica— casi todas las cosas se conocen de inmediato. Es el vértigo de la vida, de los acontecimientos. Es la ansiedad social, globalizada, que nos invade. Se necesita paz, calma, para asimilar lo que es preciso y dar unidad, dirección y sentido a nuestras vidas. Se requiere experiencia mística; no existe otro camino razonable y liberador.

La sed de Absoluto, la vocación a la transcendencia, la apertura al infinito, son experiencias que, de uno u otro modo, no dejan de acuciar en todo momento al ser humano. A todos nos sobrecogen. De la sed de Absoluto parten todas las culturas, todas las religiones, todas las filosofías; al Absoluto tendemos cada día en nuestro “ser+”. Nadie quiere tender a “ser–”[10]. No nos conformamos nunca, en nuestra interioridad, con lo menos, a no ser que nos suceda algo disgenético, algo que no marcha bien en nuestra biología, en nuestra sicología o en nuestro espíritu. Entonces acontece la falsificación, el mecanismo de defensa, la confusión del mal con el bien, la verdad con la mentira, la hermosura con la fealdad.

Rielo distingue lo genético en sentido somático o biológico, y en sentido espiritual u ontológico. Sin embargo, todo se está confundiendo hoy —y casi siempre— con lo biológico (pan-biologismo), o con lo síquico (pan-siquismo). La vida de nuestra sique, como es la de nuestros sentimientos, deseos, intenciones, fantasía, recuerdos, etc., no pertenece a la vida biológica, aunque tenga relación con ella: lo biológico está abierto a lo sicológico, y lo sicológico a lo biológico. No debe confundirse “apertura” con “integración reductiva”, entendiendo esta expresión como “o todo es biológico integrando en sí lo sicológico, o todo es sicológico integrando en sí lo biológico”; lo cual no es cierto. Lo mismo sucede con la vida del espíritu; a ésta pertenecen la vivencia del amor, de la verdad, de la justicia, de la bondad, de la generosidad. Lo espiritual no pertenece ni a la vida biológica, ni a la vida sicológica, aunque, en la naturaleza del ser humano, lo espiritual tenga relación con lo biológico y lo sicológico. Estos tres niveles son inseparables, pero inconfundibles. La vida del espíritu actúa en lo específico de la vida sicológica y de la vida somática porque lo sicológico y lo biológico están abiertos a lo espiritual. La geneticidad espiritual asume, por tanto, la geneticidad sicológica y la geneticidad biológica sin destruir o aniquilar las funciones propias de éstas.

Lo ontológicamente genético, lo connatural a todos los seres humanos desde la vida del espíritu, es el “+” con término en el infinito. Este infinito es el Absoluto presente en nuestra consciencia[11] de un modo especial, definiente, desde donde podemos dar unidad, dirección y sentido a nuestras vidas, a lo que nos rodea, a la realidad que todo lo envuelve.

Nuestra relación con el Absoluto, presente constitutivamente —queramos o no— en nuestra interioridad, es unas veces inmadura e infantil; en otras ocasiones, es desviada y falsificada; en otras, podemos creer que estamos en buen camino y seguramente lo estemos; y en otras, nos armamos de razones y sentimientos para rechazarla. Todo inútil. Ahí está y ahí permanece constituyéndonos. Su falsificación y rechazo requiere de los mecanismos sicoéticos de defensa para encontrar, si acaso, una cierta homeostasis o equilibrio superficial en orden a seguir viviendo con enfermizo espíritu. Este equilibrio superficial lo pueden dar, en ocasiones, los sicofármacos porque la raíz del desequilibrio no es física, ni siquiera sicológica, sino que está, como toda degradación de orden moral, en la tendencia egotizadora del espíritu.

Hoy, más que nunca, debemos todos ponernos de acuerdo en una sola palabra vivida y hecha carne de nuestra carne: el Amor Absoluto. No cualquier amor. No un amor a medias, hecho a nuestra medida, que en general suele ser más pequeña de lo que pensamos. Es un amor que, como nos expresa el mismo Rielo, no puede incurrir en las ideologías, que reducen, excluyen y fanatizan. El amor auténtico es el que potencia al ser humano y no lo reduce; un amor que es dialogante e incluyente, lejos de cualquier exclusivismo y separatismo; un amor que es abierto y no intransigente, lejos del fanatismo y sectarismo. El amor posee todas las bondades, todas las verdades, todo lo que es bello, todo lo que es educación, todo lo que es buen gusto. El amor con sus exigencias propicia la felicidad del ser humano; contrariamente, el egoísmo con su evasión acaba en su propia infelicidad. El odio y la violencia engendran odio y violencia. Es la anómala experiencia de lo antimístico.

El Evangelio es el código en el cual se encierra el saber y poder de Dios. La clave de este código es la generosidad o el amor por el cual podemos adentrarnos:

a) en la intimidad de un Padre que engendra a su Hijo y lo envía, encarnado en una naturaleza humana, al ser humano;

b) en la intimidad del Hijo que nos dice cómo ir al Padre con su palabra y con su ejemplo, y nos hace partícipes de su filiación divina;

c) en la intimidad de un Espíritu Santo que, revelado por el Hijo y enviado por el Padre y por el Hijo, nos lleva a la plenitud de la verdad, bondad y hermosura de una mística CONCIENCIA FILIAL que da unidad, dirección y sentido a todo lo que es y existe.

La experiencia mística nos tiene que llevar a descifrar la información que nos proporciona el código significado en el Evangelio. El amor, encarnado en Cristo, es el camino, la verdad y la vida, que nos da la clave. Todas las dimensiones del amor están encerradas en el Evangelio, y sólo desde el amor y con el amor se puede vivir y dar testimonio del Evangelio. Ahora bien, ¿cuál es la medida del amor que cada cristiano debe tener? Está mucho más allá de la moral primitiva del ojo por ojo y del diente por diente, y más allá de los mandamientos: «Oísteis que se dijo a los antiguos… pero yo os digo» (Mt 5,20,48). He aquí el código moral de Cristo, que culmina en el Sermón de las Bienaventuranzas (Mt 5,3-12). Tampoco es mandamiento suficiente el amor al prójimo como a uno mismo: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19,18). Este mandamiento fundamental es regla para todas las religiones. La religión cristiana, incluyendo este supuesto, está fundamentada en otro que lo perfecciona llevándolo a su plenitud. Es un nuevo mandamiento por el que el cristiano debe superar una ética tradicional de no hacer a los demás lo que no se quiera que le hagan a uno mismo (Tob 4,15). El mandamiento que debe constituir la forma del comportamiento del cristiano es preciso: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13,34). El amor del cristiano tiene la medida del mismo Cristo; es decir, como afirmaba San Bernardo, «amar sin medida»: perdonar hasta setenta veces siete (Mt 18,22), amar a los enemigos (Lc 6,35). El amor infinito de Cristo es el modelo viviente, humanísimo, dispuesto a dar la vida; su referencia la pone en el Padre Celeste: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36). Cristiano que no perdona, que no es misericordioso —y esto no es moral ni moralina— no puede poseer experiencia verdadera de Dios.

Cristo nos enseña a vivir y ser conscientes de una CONCIENCIA FILIAL como nadie lo ha hecho. Nos ha revelado en sí mismo la intimidad de esa CONCIENCIA FILIAL absoluta, y nos ha abierto el camino para vivirla místicamente en su plenitud. Se presenta a sí mismo como el Hijo unigénito de Dios, por tanto, como persona divina, Hijo del Padre; al mismo tiempo, con su encarnación se presenta como Hermano primogénito de muchos hermanos. Nos descubre que nosotros, como Él, podemos ser, en Él, verdaderos hijos del Padre, hermanos suyos y amigos del Espíritu Santo, que nos hace exclamar con Cristo: «Abbá, Padre» (Rm 8,15; Gal 4,6). Pensamos que Fernando Rielo, recogiendo en su espiritualidad la tradición de los Santos Padres, Doctores y Místicos, nos la hace sentir más cercana, nos ayuda a sabernos dar cuenta de la inmensa riqueza que anida en todos y en cada uno de los corazones de los seres humanos.

La concepción mística de la antropología de Fernando Rielo intenta explicar lo mejor del patrimonio genético que ha recibido el ser humano, y cómo desde él alcanzar el bienestar físico, síquico y espiritual del hombre y proyectarlo eficazmente a todos sus ámbitos y dimensiones. La razón reside en que la redención de Cristo, llamando a todos a la salvación, lleva a su plenitud con el bautismo el vivir místico que, de forma incipiente, es dado a todo ser humano en el momento de su concepción. Esta riqueza primigenia, pero insuficiente en orden a la salvación, la recibimos todos para que nuestro espíritu pueda, libremente, disponerse u ordenarse a la santificación como don merecido por Cristo para el ser humano.

Concluyo: una antropología desprovista de mística se queda en especulación a la deriva, dependiente del flujo ideológico o pragmatista; una mística desprovista de antropología quedaría en una experiencia deforme, docetista, irracional, sincretista, desencarnada.

Creo que con F. Rielo poseemos las bases de una concepción mística de la antropología, integral y plena, cuya codificación encuentra su génesis histórica en los libros sagrados de todos los tiempos, y su culminación en el Evangelio de Cristo. Pero esta es labor, personal y comunitaria, de cada tiempo y de cada siglo, en el empeño del ser humano de vivir y dar testimonio de lo mejor de sí mismo.

  1. Este modelo absoluto o metafísico es, para F. Rielo, la concepción genética del principio de relación.
  2. N. 83.
  3. Con la imagen de la “mesa camilla”, Fernando Rielo nos explica este hecho de vivencia en el libro En el Corazón del Padre, BAC, Madrid, 2014, pp. 47-50.
  4. Fernando Rielo distingue entre “CREENCIA” y “fe”: la CREENCIA es una estructura y operador constitutivo, propio de todo ser humano, en virtud de la divina presencia constitutiva del modelo absoluto en el espíritu; la fe es elevación de la CREENCIA al ámbito santificante o de la redención de Cristo. El ámbito de la CREENCIA lo denomina Fernando Rielo “dianoético”; el ámbito de la fe “hipernoético”.
  5. Cf. F. Rielo, Concepción mística de la antropología, p. 33.
  6. Los místicos auténticos han tenido siempre cautela con los fenómenos extraordinarios (visiones, éxtasis, levitaciones, bilocaciones, estigmas, milagros). La mayoría de estos fenómenos pertenecen a las llamadas gracias gratis datae, concedidas gratuitamente por encima del poder de la naturaleza y del mérito de la persona; no se dirigen directamente a la santificación de quien las recibe, sino a la de los demás. No es la vía ordinaria de operar la gracia de Dios; por eso, es temerario desear o pedir dichas gracias. Son concedidas sin tener en cuenta el grado de santidad de quien las recibe; por tanto, puede haber personas que no sean santos y estén adornadas de ellas, y personas que son santas en las que no se aprecia ninguna abundancia de estas gracias, y esto no les resta ningún mérito. San Agustín afirma que Dios las ha querido dar independientemente del grado de santidad para que no se haga más caso de estas cosas que de los actos de virtud y de caridad, que son los que realmente merecen: «Non omnibus sanctis ista tribuuntur, ne perniciosissimo errore decipiantur infirmi, existemantes in talibus factis maiora dona esse, quam in operibus iustitiae, quibus aeterna vita comparatur» (De divers. quaest. 83 q. 79: ML 40,92).
  7. «El cristiano del futuro o será un ‘místico’, es decir una persona que ha ‘experimentado’ algo, o no será más cristiano». “Espiritualidad antigua y actual”, en Escritos de Teología VII, Madrid, 1968, p. 25.
  8. Fernando Rielo, “Mensaje con ocasión del décimo-noveno Premio Mundial F.R. de Poesía Mística”, Roma, 14 de diciembre de 1999.
  9. Significa “inclinación egocéntrica del yo”.
  10. Léase “ser más” el símbolo “ser+”; “ser menos”, el símbolo “ser–”. Son expresiones y símbolos utilizados frecuentemente por nuestro autor.
  11. Cuando Fernando Rielo utiliza el término consciencia se refiere, sobre todo, a su carácter ontológico, mientras que el uso de conciencia lo refiere, más bien, a lo moral e intelectivo o capacidad cognitiva relacionada con la atención. En la filosofía moderna, el término conciencia ha adquirido también una dimensión sicológica. De todo ello, sirvan, por ejemplo, las siguientes expresiones: tener mala conciencia, conciencia individual, conciencia social, conciencia emocional, estados de conciencia, no tenían conciencia de la situación, la gente tiene poca conciencia de la política del país, alteraciones o trastornos de la conciencia, etc. La consciencia ontológica es mucho más amplia que la conciencia moral y cognitiva, pues parte del espíritu, definido por la divina presencia constitutiva del Absoluto, y se proyecta a las facultades con sus funciones correspondientes. Es la consciencia ontológica la que asume, dando unidad, dirección y sentido, a la conciencia moral y cognitiva.