Experiencia y verdad
Experiencia y verdad
José María López Sevillano
(Roma 2013)
Publicado en
Dios, la verdad y la fe, Universidad Pontificia de Salamanca,
Cátedra Fernando Rielo, Salamanca 2014, 41-60.
Experiencia y verdad son dos conceptos que tienen una larga historia, pero no vamos a hacer un excursus, ni siquiera una crítica; nos llevaría un tiempo del que no disponemos. Tampoco los vamos a tratar desde una filosofía ya conocida, antes bien desde la concepción genética de la metafísica de un pensador aún por conocer, Fernando Rielo, cuya cátedra hoy inauguramos en esta prestigiosa Universidad Pontificia de Salamanca.
Los dos términos poseen una carga semántica que podemos encontrar en los diccionarios de la lengua, una carga cultural, histórica, filosófica y teológica, que también podemos localizar en diccionarios filosóficos y teológicos, y en una amplísima bibliografía.
Proporcionemos a estos conceptos aquella carga sintáctica y lógica que establezca el discurso dentro de lo que Fernando Rielo denomina “ciencias experienciales”, distintas de las “ciencias experimentales”. Éstas tienen por objeto la materia y sus fenómenos; es decir, todo lo que es susceptible de cantidad y matematización. El lenguaje de las ciencias experimentales es la matemática con la cual se construyen las hipótesis y teorías, que son corroboradas por la experimentación con ayuda de la técnica. Las ciencias experienciales, sin embargo, no se refieren directamente a la realidad cuantificable, sino al inmenso ámbito de lo incuantificable, que pertenece al mundo de las vivencias (la verdad o el amor, por ejemplo, no se pueden medir por kilos o kilómetros). El lenguaje de estas ciencias experienciales es la metafísica, y son corroboradas por la experienciación de las vivencias con referencialidad a un modelo absoluto (MA) y con la ayuda de una metodología que, portando la codificación del MA, dé unidad, dirección y sentido al objeto de consciencia que tratamos. El triángulo supremo de las ciencias experienciales es, según Fernando Rielo, la Metafísica como ciencia primada, haciendo síntesis de la Epistemología y la Mística. Estas tres ciencias son el fundamento inmediato de las ciencias experienciales y el fundamento último de las ciencias experimentales. Las unas están abiertas a las otras, lejos de ser concebidas en estériles compartimentos estancos. Las ciencias experimentales están al servicio del conocimiento y dominio del cosmos y de la naturaleza en función del BIENESTAR FÍSICO, SICOLÓGICO Y ESPIRITUAL del ser humano.
La constante transcendental de las dos clases de ciencias –experimentales y experienciales– es la inspiración; sin inspiración no hay ciencia. Téngase presente que las ciencias experimentales las hace el ser humano: un descubrimiento, un hallazgo, una investigación, son resultado de la inspiración que se da al arduo trabajo del científico, independientemente de su condición moral o ética: la inspiración es otorgada, como el sol y la lluvia, a buenos y malos. Fernando Rielo denomina a esta inspiración “constitutiva”, don que el hombre recibe a causa del sudor de su frente y en virtud de la divina presencia constitutiva del sujeto absoluto (SA) como principio concreacional, actual y epistemológico. Otro tema distinto es la inspiración santificante, don exclusivo de la redención de Cristo.
La constante formal de las dos ciencias es diferente: las ciencias experimentales poseen como constante formal la unidad de medida y su lenguaje es la matematización; las ciencias experienciales poseen, a su vez, como constante formal, la unidad de vivencia, y su lenguaje es la comunicación metafísica y ontológica.
El contenido de los dos conceptos, experiencia y verdad, presenta un material sintáctico, lógico, ontológico y metafísico, digno de tener en cuenta; pero lo importante es que todo el campo de valores, significado en estos conceptos, tenga unidad, dirección y sentido. Se hace necesario, para ello, un MA y una metodología en la cual venga codificado el modelo. Una metodología en la que no esté codificado un modelo es un esfuerzo inútil; es un ir a la deriva.
Lo primero que debemos tener presente, metodológicamente, en las ciencias experienciales es una definición “bien formada” de persona porque la persona es el sujeto que hace la ciencia, y ésta, que es conocimiento y dominio de la realidad, está en su capacidad. ¿De dónde le viene esta capacidad? ¿Por qué el progreso de la ciencia es tan lento y tan costoso? Fernando Rielo afirma que el motor de la ciencia es el amor, y el amor es potenciante, incluyente y dialogante. La estructura de las ideologías es lo contrario: reducen, excluyen y fanatizan, y son estos los elementos que deforman la visión de la persona, del mundo y, en general, de la realidad.
Si queremos formar bien la realidad, debemos ir al comportamiento genético, connatural del ser humano, que es por potenciación y transcendencia, por inclusión e integración, por diálogo y comunicación. No podemos salirnos de lo genético y anclarnos en un pensar y actuar disgenéticos. La razón es clara: lo disgenético no define al ser humano, antes bien, degrada su definición. Desde esta perspectiva potenciante, incluyente y dialogante debemos considerar la realidad significada en los conceptos de experiencia y verdad.
Pero con el objeto de formar bien la visión de la persona humana se requiere, para no incurrir en la ideología, una actitud metodológica que debe: a) llevar la inteligencia a límite, en tal grado que podamos remontarnos a un axioma absoluto [MA proyectado en la inteligencia] del cual partimos para que dé sentido al discurso; b) llevar nuestra voluntad a límite, en tal grado que nos conduzca al COMPROMISO ONTOLÓGICO de remontarnos a un fundamento absoluto [MA proyectado en la voluntad] que dé la dirección que corresponde a la realidad; c) llevar nuestra intención a límite, en tal grado que podamos hallar aquel principio absoluto [MA proyectado en la libertad] que, frente al caos, dé unidad a la complejidad, fragmentación y dispersión de experiencias y vivencias sobre el objeto de consciencia.
Nos quedan aún tres propiedades metodológicas que se encuentran en el mismo actuar creador del hombre: a) la ruptura de la identidad absoluta a favor de la aperturidad genética, puesto que el functor monádico de la identidad “A es A” carece de sentido sintáctico, lógico y metafísico; b) la elevación a absoluto, esto es, observar desde el MA, pues en ello consiste la genética tendencia “absolutivadora” del ser humano frente a la disgenética tendencia “absolutizadora”; c) el remontarnos sobre el campo fenoménico, propio de las ciencias experimentales.
Según lo dicho, la experiencia debemos concebirla como tener consciencia seria de algo, en profundidad, para poder hacernos con el objeto en todas sus dimensiones formales y transcendentales, para disfrutarlo, ofrecerlo, compartirlo, hacer que sirva al BIENESTAR FÍSICO, SICOLÓGICO Y ESPIRITUAL del ser humano. La persona se presenta en tres niveles –síquico, somático y espiritual–, que desarrolla en cuatro dimensiones –personal, religiosa, cósmica y social– y en los diferentes ámbitos que el mismo ser humano genera proyectados por los niveles y dimensiones. Enumeremos algunos de estos ámbitos: vivencial y espaciotemporal, universal y específico, histórico y económico, artístico y filosófico, cultural y político, científico y humanista, técnico y artesanal, agronómico e industrial… Fernando Rielo distingue, en este sentido, entre “nivel”, “dimensión” y “ámbito”: Los niveles se refieren a tres entes –espíritu, sique y soma– que constituyen la unidad de naturaleza humana: espíritu sicosomatizado. Las dimensiones son constituidas por los cuatro entes fundamentales relacionales de la persona: consigo misma, con Dios, con los seres humanos, con el cosmos. Los ámbitos son los estados relacionales que el ser humano genera en referencia a los niveles y dimensiones: vivencia y experiencia, universalidad y especificidad, historicidad y economicidad, etc.
La experiencia en profundidad es vivencia, y la vivencia en profundidad es + que la experiencia. La experiencia, afirma Fernando Rielo, es espaciotemporalización de la vivencia. La vivencia es vida, es vivir. Pero, ¿qué clase de vida? ¿Qué forma de vivir? ¿Podemos reducirla a vida biológica, síquica, espiritual? Poseemos experiencia del cuerpo en el dolor y el placer; poseemos experiencia de la sique en el gozo y el sufrimiento de los sentimientos, emociones, pasiones; poseemos experiencia del espíritu en la felicidad o infelicidad de la vivencia del amor o del egoísmo; del bien o del mal; de la verdad o de la mentira, de la falsedad, o del error; de la hermosura o de la fealdad; de la justicia o de la injusticia… ¿Dónde encontrar el punto de potenciación, integración y diálogo del contenido de las vivencias?
Si la vivencia es vida, debemos tener en cuenta la vida biológica y la vida sicológica; esto es, debemos integrar el carácter sicobiológico o sicosomático, patrimonio genético que recibimos por herencia, por generación biológica; es el parecido corporal y el aire de familia; heredamos lo biológico, pero también funciones imaginativas y mnésicas, rasgos caracterológicos o temperamentales y otras funciones sicobiológicas: instintivación, pulsión, estimulación, sensorialización.
Pero debemos tener también en cuenta la vida sicoespiritual con su patrimonio genético espiritual, que también debemos integrar. Este patrimonio se da en la potencia de unión del espíritu con su tendencia de percepción y comunicación ontológicas, con sus facultades de la inteligencia, voluntad y libertad, y no es heredado por generación biológica, sino recibido por generación espiritual en el zigoto, es decir, en el inicio del proceso biológico. Si el patrimonio biológico se da en el zigoto, ¿cómo no darse el patrimonio ontológico que nos define como personas y que no es heredado biológicamente, sino recibido al inicio del proceso biológico? Este hecho no es competencia de las ciencias experimentales, sino experienciales. Un zigoto no puede contemplarse sólo como material genético; esto daría lugar, entre otras ideologías, al biologismo. El zigoto del ser humano posee una información genética (sicosoma) abierta al espíritu y, por tanto, se da la creación e infusión de este espíritu en el momento en que comienza esta información genética en el material biológico. No hay razón justificativa alguna por la que deba postergarse.
¿Cómo ocurre la confluencia e integración de los dos patrimonios genéticos, sicobiológico y sicoespiritual? Lo explico brevemente. Según Fernando Rielo, la codificación del sicosoma se encuentra en el zigoto. ¿Qué sucede en este sicosoma cuando se inicia la activación de la información genética? Que el SA crea e infunde, en el sicosoma, el espíritu humano con su divina presencia constitutiva, dándole forma, geneticidad espiritual; esto es, lo que el SA hace en el espíritu, que libremente crea, es “presentarse” en él, hacer acto de presencia. Lo que el SA hace, en realidad, es una personalización o prosopopeya ontológica en el espíritu humano que libremente crea. El hombre, a imagen y semejanza del Absoluto, hace también prosopopeyas pero no ontológicas. Con esta divina presencia constitutiva del SA, recibe el espíritu un estado de ser, un acto de ser, una forma de ser y una razón de ser genética que lo hace a imagen y semejanza del Absoluto. El espíritu, de este modo, posee “ontos”, o lo que es lo mismo, gene o genoma ontológico o místico. En este gene o genoma simplicísimo, y no cuantitativo como el genoma biológico (compuesto entre 20.000 y 25.000 genes), se codifica ad extra y finitamente lo que el SA es ad intra. En el gene o genoma ontológico o místico se da el contrapunto de los atributos divinos: en el SA, la verdad, el bien y la hermosura absolutas; en el gene o genoma ontológico, la verdad, el bien y la hermosura místicas, abiertas a la verdad, bien y hermosura divinas. Lo mismo sucede con todos los demás atributos absolutos en la finitud del creado espíritu humano. Denominamos a esta realidad codificada en el gene o genoma ontológico o místico “estructuras y operadores genéticos” que configuran nuestra consciencia potestativa. Estas estructuras y operadores son: de carácter atributivo, verdad, bien y hermosura; de carácter receptivo, creencia, expectativa y amor; de carácter legislativo, inmanencia, transcendencia y perfectibilidad; de carácter transfigurativo, todas las virtudes cardinales y morales, y todos los valores que pueden decirse del ser humano: tolerancia, solidaridad, cortesía, optimismo, heroísmo, fraternidad, etc.
La persona humana posee dos límites ontológicos: transcendental, el infinito del SA; formal, su finitud criatural. No es, por tanto, ni finita ni infinita, sino un finito abierto al Absoluto en virtud de la divina presencia constitutiva. En el límite formal encuentra el ser humano toda suerte de limitaciones, condicionantes y resistencias. Pero no es este límite formal lo que le define como persona. Lo que le define es el “+”, que es la divina presencia constitutiva del SA que, como principio concreacional, actual y epistémico, genetiza el espíritu haciéndolo receptivo para actuar como persona entre personas.
¿Qué es lo que hace este espíritu genetizado por la divina presencia constitutiva del SA? Sicosomatizarse; es decir, asumir las funciones síquicas y somáticas del sicosoma heredado biológicamente. La persona humana posee, pues, dos elementos: creado, el espíritu sicosomatizado; increado, el gene o genoma espiritual que nos viene dado e infundido con el espíritu definido por la divina presencia constitutiva del SA. Tan persona es un zigoto, un embrión, un feto, un niño, un joven o un adulto. Todo lo que ocurre en el espíritu se sicosomatiza con el propio espíritu en las funciones de las facultades: la verdad, la creencia, por ejemplo, se proyectan en la inteligencia, lo mismo que el bien o la expectativa se proyectan en la voluntad. El gene o genoma ontológico o místico, en el cual vienen codificadas todas las virtudes y valores, patrimonio del espíritu, se sicosomatiza dando como resultado las llamadas virtudes intelectuales, volitivas, unitivas. Poniendo una comparación, este gene o genoma es como el rayo de luz, simplicísima, que, al proyectarse sobre las caras de un prisma –complejidad de las facultades y sus funciones sicoespirituales y sicosomáticas–, da lugar a multitud de colores –las estructuras y operadores genéticos–. Entre estas estructuras y operadores, el primado es el amor, forma y síntesis de todas las virtudes y valores. La verdad, por ejemplo, que no está formada por el amor, es una verdad falsificada, deteriorada en error o degradada en mentira. ¿Qué es la mentira? Degradación de la verdad. Lo mismo ocurre con todos los demás atributos, leyes, propiedades y virtudes del espíritu. No habría mentira si no existiese la verdad; no habría injusticia, imperfección, egoísmo, si la justicia, la perfección o la generosidad no estuvieran infundidas constitutivamente en la consciencia potestativa. La injusticia, por ejemplo, no es otra cosa que la degradación de la justicia por el ejercicio incorrecto de una libertad egotizada.
La tradición nos ha enseñado a pensar, a creer, en una primera causa, un primer principio, para después dejarlo, darlo por supuesto y continuar con nuestro pelagiano discurso. Pero tenemos que ver todo desde esta primera causa, desde este primer principio, y para ello debemos saber qué es, tenemos que tener de él una visión bien formada. No es suponer que este primer principio o causa es lo más importante, o que es el fundamento de todas las cosas. Hay que hacerse con él, vivirlo como más importante por encima de todo, ver desde él, dialogar, meditar y, sobre todo, escuchar. Más que saber muchas cosas, más que tener muchas experiencias, tenemos que saber con quién nos estamos jugando todo.
Si no sucediera así, habríamos caído en la superficialidad de las cosas sin contemplar que las cosas son +, que están en relación, que son definidas; nos hemos distraído en hábitos y modos de hacer incompromisivos, abstractos, de pensamiento débil y cómodo. No hemos llevado el pensamiento, la voluntad y la libertad a límite; lo hemos dejado todo a la concepción de una libertad identitática, caprichosa, maniática, egotizada, no de una libertad genética, formada por la generosidad del amor, una libertad dispuesta a acoger el don de la verdad.
Ya hemos afirmado que las estructuras y operadores de carácter atributivo, legislativo, receptivo y transformativo son el patrimonio dado al espíritu por la divina presencia constitutiva del SA en el momento de la concepción. Estas estructuras y operadores dan a nuestra consciencia potestativa el estado, acto, forma y razón de ser genética, y cuyo uso explícito acontece en el desarrollo del sicosoma. El uso o ejercicio explícito de la consciencia, como el de la razón, como el de la libertad, necesitan de la madurez sicobiológica, sicosocial, religiosa, cultural. Pero la consciencia potestativa con sus estructuras y operadores, sicosomatizados en las facultades y sus funciones sicoespirituales y sicosomáticas, la poseemos desde el momento de la concepción. Negar esto significaría reducir al ser humano a sicosoma, al precedente homínido codificado en el zigoto. Sabemos, empero, que el zigoto es +; este + es el espíritu libremente creado e infundido en el sicosoma heredado biológicamente, e inhabitado por la divina presencia constitutiva del MA que lo genetiza y lo provee de un gene o genoma ontológico en el que se codifican todos los valores y virtudes del ser humano, que son el contrapunto ad extra de la realidad divina ad intra.
¿Qué es el amor, estructura y operador primado, forma y síntesis de todas las estructuras y operadores, formante de la verdad y de la experiencia? El amor es la forma suprema de la relación. Por eso, afirma Fernando Rielo que el amor es el motor de la persona, de la historia, de la sociedad, de la familia, de la ciencia, del arte. Si queremos formar bien esta relación, debemos acudir a las propiedades y actitud metódica que hemos antes anunciado: llevar nuestra inteligencia, voluntad y libertad a límite, en tal grado que no podamos concebir y comprometernos con un amor reductivo, excluyente, cerrado. El amor es todo lo contrario: potenciante, incluyente, dialogante. Un amor que, si queremos que dé sentido a nuestra inteligencia, dirección a nuestra voluntad, y unidad a nuestra libertad, tiene que rechazar el seudoprincipio de identidad, ser elevado a absoluto y remontarse sobre el campo fenoménico o cuantitativo propio de las ciencias experimentales.
No podemos afirmar que el amor es el amor porque esta afirmación no significa nada; ni tampoco que el amor es relativo porque el relativismo no fundamenta nada; ni siquiera que el amor es sólo afecto o instinto porque el afectismo o instintivación no une nada. El amor absoluto es relación absoluta constituida: al menos por dos personas divinas, porque una sola persona divina no constituye relación; la irrelación es la esencia de la imposible nada absoluta. El monoteísmo unipersonalista o impersonalista no nos proporciona una visión bien formada de la realidad divina, que tiene que ser relación absoluta. Esta relación absoluta tiene que estar, por tanto, constituida, definida, dianoéticamente, por dos términos, cuando menos, que tienen que ser personas porque la persona es la suprema expresión del ser. La forma de esta relación absoluta es la inmanente complementariedad intrínseca de dos personas divinas [Padre e Hijo en inmanente complementariedad intrínseca]. Esta complementariedad absoluta o metafísica es complementación, compenetración, congenitud; es donación absoluta de las personas divinas entre sí, es definición absoluta, es el contenido del amor de, al menos, dos personas, de las que una es acción agente (el Padre) y la otra es acción receptiva (el Hijo) formando el ACTO ABSOLUTO. El ACTO ABSOLUTO no es “ACTO ABSOLUTO en cuanto ACTO ABSOLUTO”, sino la inmanente complementariedad intrínseca de la acción agente del Padre con la acción receptiva del Hijo. La expresión suprema del amor personal es la generación absoluta o divina por la que la acción agente del Padre en el Hijo constituye al Padre en Padre, y la acción receptiva del Hijo en el Padre constituye al Hijo en Hijo. La generación es generosidad, convivium absolutos, transverberación o compenetración metafísica de amor entre las personas divinas. En esto consiste la CONCEPCIÓN GENÉTICA DEL PRINCIPIO DE RELACIÓN a nivel dianoético o de una inteligencia formada por la estructura y operador de la creencia.
La creencia dirige la inteligencia; nada puede pensarse, recordarse o sentirse con unidad, dirección y sentido si no lo anima la creencia. Todas las filosofías, todas las religiones, todas las culturas, acaban en historia de las creencias. El fruto del pensamiento viene de una inteligencia formada por la creencia: no existe pensar, recordar y sentir, con dirección y sentido, del objeto de consciencia, sin la estructura y operador genético de la creencia en dicho objeto poniendo en acto las funciones sicoespirituales y sicosomáticas de la inteligencia con la sensorialización, estimulación, instintivación y pulsionalidad. Para pensar en Dios, en el mundo, en el ser humano o en cualquier otra realidad, tenemos que creer en lo que pensamos. La CREENCIA es una estructura y operador que va delante del pensamiento y, a la vez, se refuerza con el propio pensamiento. Debemos, pues, creer en algo para establecer nuestro discurso sobre este algo y dar forma a la visión “bien formada” con el objeto de descubrir la verdad de este algo. Las estructuras y operadores genéticos son fuente y forma de nuestra experiencia, una experiencia que debe estar, asimismo, “bien formada”.
A este nivel intelectual o dianoético, el MA bien formado no puede ser menos que dos personas, y esto está presente, larvado, en todas las religiones y culturas. El MA, a nivel hipernoético, es el ámbito de la fe cristológica o de la redención. Cristo nos revela tres cosas fundamentales: primero, que Él es el Hijo, persona divina igual que el Padre; segundo, nos revela una tercera persona divina (Espíritu Santo) igual al Padre y al Hijo; tercero, nos revela que los nombres propios de las personas divinas son Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es la concepción genética del monoteísmo, que no puede ser impersonalista o unipersonalista, ya que la carencia de relación es propiedad de la nada absoluta. El monoteísmo, por tanto, puede concebirse: a nivel dianoético o inteligencia formada por la CREENCIA, como BINIDAD (monoteísmo binitario); a nivel hipernoético o inteligencia formada por la fe teologal, como Trinidad (monoteísmo trinitario).
Bien. Lo primero que hace el ACTO ABSOLUTO ad extra es imposibilitar otro absoluto; es la concepción genética de la unicidad. Esta unicidad viene corroborada por la aplicación de lo que Fernando denomina “paradoja del doble absoluto”. Si hubieran dos absolutos, o serían absolutamente iguales o absolutamente distintos: si fueran absolutamente iguales, se daría el absurdo de la identidad absoluta o irrelación; si fueran absolutamente distintos, se daría la contradicción absoluta o carencia de sentido. Por tanto, existe un solo SA que hace imposible ad extra la existencia de otro Absoluto. Esta imposibilitación ad extra es posibilidad genética de la libre creación de seres y cosas por la omnipotencia divina. Dios no crea de la nada absoluta, que no existe (paradoja del doble absoluto), sino que crea libremente de la posibilidad genética. Esta posibilidad genética es, para Fernando Rielo, la concepción genética de la nada. Ésta es la estocada más grande que puede darse a la ideología del panteísmo. Dios está en todo, pero no lo es todo. Lo que no es el SA no es Dios, pero no es sin ser sujetado ad extra por el propio SA.
Fernando Rielo distingue tres momentos de la creación:
a) El big-bang de la materia con el despliegue de las cuatro fuerzas de la materia y sus fenómenos (electromagnética, nuclear fuerte, nuclear débil y gravedad) con sus leyes, que da lugar a la evolución de la materia y sus fenómenos regidos por la ACTIO IN DISTANS del SA.
b) El big-bang de la vida, cuando la materia ha alcanzado su máximo grado de aperturidad a la vida con la aparición de las moléculas prebióticas (carbono, ácidos nucleicos, glúcidos, lípidos) en interacción. Las formas vitales son creadas e infundidas en la estructura biótica de la materia abierta a la vida, cuando se dan las condiciones establecidas en el proceso de la evolución; en ningún caso, la vida emerge –emergentismo- de la materia.
c) La creación del espíritu, cuando la vida en su evolución ha llegado a su máxima aperturidad al espíritu. Dios crea el espíritu y lo infunde en el precedente homínido reduciendo la forma vital hominoidea a cero ontológico en tal grado que el espíritu asume la complejidad síquica y la compositividad somática, resultando de este modo la naturaleza humana de un espíritu sicosomatizado.
No existen, pues, ni creacionismo ni evolucionismo; los dos son ideologías que, llevadas a absoluto, reducen y se excluyen. Lo que existe es evolución en la creación y creación en la evolución. Los dos términos, creación y evolución, necesitan de un tertio incluso (TI) que haga la síntesis transcendental; este TI es la ACTIO IN DISTANS del SA.
Hemos afirmado que la experiencia es espaciotemporalización de la vivencia, y la vivencia es vida interior, consciencia ontológica, formada por la divina presencia constitutiva del SA en nuestro espíritu. En el patrimonio genético de la consciencia ontológica está la verdad, que es la presencia constitutiva del SA. In interiore hominis habitat veritas, afirmaba San Agustín. ¿Cómo se manifiesta en el ser humano esta verdad? Con la divina presencia constitutiva del SA, tenemos la presencia constitutiva de la verdad absoluta definiéndonos, genetizándonos, dándonos vivencia y experiencia de la verdad.
¿Cómo se manifiesta ad extra la verdad absoluta: en las cosas, en la naturaleza, en el cosmos?
a) Por medio de la ACTIO IN DISTANS del SA, en las cosas y sus fenómenos. El comportamiento de la ACTIO IN DISTANS de la verdad absoluta deja su huella, su vestigio, como verdad de las cosas y sus fenómenos, de la estructura de la materia y de todo lo que realiza la experiencia matematizable en orden al conocimiento científico. La experiencia bien formada en las ciencias experimentales nos hace conocer la verdad de la realidad cuantitativa o matematizable; es la verdad de las ciencias inspirada por la divina presencia constitutiva de la verdad absoluta como principio epistémico. Tenemos, en este sentido, la verdad material, física, fenoménica, formal, y, en general, aquellas verdades de las cuales se ocupan las ciencias experimentales. Un hallazgo es una verdad científica, entre otras. Lo que no se puede afirmar es que este hallazgo sea verdad absoluta o definitiva. Una experiencia científica mejor organizada por el dominio de la técnica, cada vez más sofisticada, puede hacer más verdad el objeto de investigación, pero nunca podrá constituirse en verdad absoluta.
b) Por medio de la divina presencia reverberativa, en los vivientes no personales. La actuación de la divina presencia reverberativa, que no es constitutiva o intrínseca, de la verdad absoluta deja su impronta reverberante como verdad de los vivientes no personales en su relación con el ser humano. La experiencia bien formada en las ciencias experimentales y experienciales nos hace conocer la verdad de la vida, su relación con el medio externo e interno, en virtud de la inspiración de la divina presencia constitutiva de la verdad absoluta como principio epistémico. Tenemos, de este modo, la verdad biológica, síquica, anímica y toda aquella verdad que se refiere a la vida biológica y sicobiológica.
c) Por medio de la divina presencia constitutiva, en los seres personales. La actuación de la divina presencia constitutiva de la verdad absoluta como principio concreacional, actual y epistémico, en nuestro espíritu infunde en él la mística verdad que, abierta a la verdad absoluta, puede contemplar con el Absoluto, mediante su inspiración, la unidad, dirección y sentido de la verdad de Dios, la verdad de la creación, la verdad del ser humano. Tenemos aquí toda suerte de verdad: verdad metafísica, verdad ontológica, verdad moral, verdad social, verdad cultural, verdad histórica, etc., y todas las demás verdades de las que también se ocupan las ciencias experienciales.
La gran misión de la persona humana es ir descubriendo la verdad: la verdad de Dios o SA en la creación, en sí misma y en todo aquello que surge de su espíritu y de sus manos. La verdad absoluta es la que da unidad, dirección y sentido a toda otra verdad que el ser humano va descubriendo. Por ello, la verdad tiene que ser inspirada en su vivencia y experiencia.
Históricamente hemos asistido a la concepción identitática, tautológica, de la verdad, una verdad cerrada que hemos intentado abrir a golpes sobre la dura roca.
La verdad, en su más estricta profundidad, en su definición metafísica, es el mismo MA, que se constituye en fuente de toda verdad, de toda vida, de todo ser, de toda realidad.
Si contemplamos el MA como verdad absoluta, ésta se hará presente constitutivamente en el espíritu humano, siendo dicha presencia el principio epistémico de nuestra consciencia ontológica. Nuestra consciencia ontológica puede acceder, místicamente, a la verdad absoluta y, con ella, a la unidad, dirección y sentido de toda otra verdad, en virtud de que la verdad absoluta infunde la verdad mística abierta a la propia verdad absoluta. La verdad del ser humano es, pues, mística verdad de la divina verdad. La verdad mística abierta a la verdad divina es la forma –potenciante, incluyente y dialogante– en que la persona humana puede experienciar toda forma de verdad desde, en y con la verdad divina.
Hemos afirmado que la experiencia es espaciotemporalización de la vivencia. La vivencia es vida definida, genetizada por la divina presencia constitutiva del MA o de la verdad absoluta en el espíritu sicosomatizado. Por esta causa, el ser humano tiene sed de absoluto, tendencia al infinito, sentido de transcendencia. Son experiencias que nadie puede negar. Puede darse, eso sí, la sustitución del Absoluto por otro absoluto construido, inventado, hecho a imagen del ego humano; es la actitud pelagiana que siempre ha estado presente en el discurso filosófico. De lo que se trata es, sobre todo, de tener visión “bien formada” del Absoluto. Cuando hay sustitución o negación, nos encontramos ante los mecanismos sicoéticos de defensa con el objeto de que el ser humano encuentre justificación a su ideología, discurso que construye el templo del ídolo al que debe alimentar. Aparece, de este modo, el reduccionismo, exclusivismo e incomunicación de la verdad.
El reduccionismo de la verdad convierte a la verdad en “menos verdad” por causa de la egotización, en tal grado que la verdad es “verdad –”. Hemos de distinguir entre diferenciación y degradación: la diferenciación no tiene por qué encerrar responsabilidad moral, sobre todo cuando posee la característica de “invencible”; la degradación, lleva siempre responsabilidad moral porque, siendo “vencible”, no queremos, libremente, responder en sentido positivo a la estructura u operador genético. La degradación consiste en deformar, corromper o malograr la estructura y operador de la verdad.
a) La diferenciación entre “verdad +” y “verdad –” es la falsedad, el error y la ignorancia.
b) La degradación de la “verdad +” en “verdad –” es la mentira, el engaño y la hipocresía.
Cuando la falsedad, el error y la ignorancia son vencibles y no los aceptamos y corregimos, entonces se degradan en mentira, engaño e hipocresía.
Esto puede ocurrir en las ciencias experimentales y en las ciencias experienciales. Podemos engañar y engañarnos, podemos esclavizar y esclavizarnos, podemos manipular y manipularnos. Cuando una supuesta ciencia degrada la verdad, se convierte, según Fernando Rielo, en anticiencia, lo mismo que la historia, la religión o la política, podemos convertirlas en antihistoria, antirreligión o antipolítica.
Hemos visto varios tipos de verdad, pero también tenemos diversas formas de experiencia: espiritual, intuitiva, fruitiva, deliberativa, racional, imaginativa, mnésica, afectiva, sensorial, instintiva y, en general, toda la experiencialidad que acontece en el ejercicio de las funciones sicosomáticas de las facultades. El objeto de consciencia pasa por esta experiencia subjetiva sin la cual no se puede acceder a la experiencia de Dios, del mundo, de la vida, de la sociedad, de la historia, de la cultura, de la ciencia. La experiencia de Dios, por ejemplo, es gracia que podemos recibir no sin la condición experiencial de las funciones sicoespirituales y sicosomáticas de las facultades, de las manifestaciones culturales, religiosas o científicas.
No existe ni el subjetivismo absoluto ni el objetivismo absoluto. Son dos tipos de ideología, como puede desprenderse de lo que hemos dicho acerca del reduccionismo, exclusivismo y fanatismo. Lo que existe es objetivación de lo subjetivo y subjetivación de lo objetivo: dos términos, objeto y sujeto, abiertos entre sí, que hallan su síntesis en un tertio incluso: la inspiración.
La verdad formal sin la verdad metafísica y ontológica carece de unidad, dirección y sentido; en todo caso, podemos darle una seudounidad, una seudodirección y un seudosentido dependiendo del interés o manipulación que queramos hacer de las formas o estructuras. Algo adquiere característica de verdad cuando está iluminado por la verdad metafísica y ontológica.
No es del todo cierto que la verdad sea adecuación de la mente con la cosa. Se necesita el TI entre la mente y la cosa. Pero, ¿quién o qué es ese TI? ¿Qué es lo que hace ese TI con la mente y con la cosa?
La verdad no puede reducirse solamente a una cuestión moral: verdad o mentira. El COMPROMISO ONTOLÓGICO define, dirige y fundamenta el compromiso moral. Por eso, debemos formar bien la consciencia ontológica antes que una consciencia moral que no es identitática, sino definida por aquélla.
Sustituir el SA por otro absoluto de carácter materialista, utilitarista, hedonista, relativista, escéptico, es lo que da lugar a la falsedad, al error, a la mentira, y, en definitiva, a una experiencia inauténtica. Fernando Rielo, para explicar esta sustitución y sus falsificaciones, utilizará los mecanismos sicoéticos de defensa.
El problema no es la oposición entre fe y razón. Este dualismo no existe. Lo que, a nivel general, posee el ser humano es la estructura de la CREENCIA que forma la inteligencia. ¿Cómo vivimos la CREENCIA? ¿De qué creencia partimos? Tal cual sea la CREENCIA, la fuerza y la profundidad de la CREENCIA, así será el discurso sobre la verdad. Pero no nos quedemos en la CREENCIA; ésta es sólo enérgueia constitutiva sin la cual el ser humano no puede vivir como persona. Pero debemos remontarnos al don de la fe. Ésta es, según Fernando Rielo, elevación al ámbito santificante o cristológico de la CREENCIA.
Es Cristo quien eleva a virtud teologal de la fe la estructura y operador genético de la CREENCIA. La fe, diferente en grado de la CREENCIA, tiene como objeto inmediato a las Personas Divinas. La fe ilumina a la razón, genera el discurso de su objeto y todo lo que de él se deriva. La razón, a su vez, desplegándose con la intuición, la memoria, el sentir y acompañada de las funciones sicosomáticas de las facultades, fortalece, afianza y hace que la fe, cuando ésta es auténtica, siga iluminando. La razón busca una CREENCIA o una fe que pueda guiar el objeto de consciencia a buen puerto. Desde la fe, la inteligencia encuentra un nuevo ámbito de unidad, dirección y sentido plenos de la realidad. No existe problema entre fe y razón. El problema lo genera el ser humano cuando degrada la verdad y egotiza su experiencia.
Para terminar, ¿cómo formar bien nuestra fe?
Si la fe es elevación de la CREENCIA al orden santificante, la esperanza lo es de la expectativa, y la caridad lo es del amor. No podemos separar fe, esperanza y caridad; la caridad da forma a la fe y a la esperanza, de tal modo que una fe sin caridad es una fe vacía, se transforma en CREENCIA, una CREENCIA que, sin forma, tiene como objeto, indiferentemente, a Dios o cualquier otra cosa.
Cristo es el metafísico por excelencia, por tanto, el sujeto atributivo de la verdad absoluta. Él nos revela, nos descubre, la intimidad divina: una vida y una verdad constituida por tres personas divinas, Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Evangelio de Cristo es, pues, la fuente y el discurso de toda verdad, de toda experiencia positiva hasta llegar a la experiencia plena de dar la vida por amor. Él es el teólogo, el pedagogo, el sicólogo, el sociólogo, etc., por excelencia. Él es el sujeto atributivo de un MA que fundamenta toda la verdad y, por tanto, las CIENCIAS EXPERIENCIALES Y EXPERIMENTALES, que salen de la mano del hombre para su BIENESTAR FÍSICO, SICOLÓGICO Y ESPIRITUAL. Y esto no puede conseguirse sin adherirse y seguir a Cristo, el gran Metafísico, el gran Epistemólogo, el gran Místico, que da luz, libertad, paz y forma de conocimiento y actuación. La explicitación en el tiempo del contenido de la fe revelada en el Evangelio se sustenta, según Fernando Rielo, en los tres pilares inseparables de la Iglesia: Sagradas Escrituras, Tradición viva y Magisterio.
Nuestra misión como cristianos no es sólo ir a las plazas de los pueblos, que hay que ir, sino también sentar a Cristo en las cátedras de las universidades, en las cátedras de la cultura, del arte, del pensamiento y de las ciencias. Para ello, para ir a las plazas y para ir a las cátedras, hay que sentar primero a Cristo en la plaza y en la cátedra de nuestro corazón.