Implicaciones del Modelo Genético en las áreas experiencial y experimental de las ciencias
Implicaciones del Modelo Genético en las áreas experiencial y experimental de las ciencias
José María López Sevillano
(Roma, 2009)
Publicado en
en Proceedings Metaphysics 2009
4th World Conference Rome November 5-7,
Fondazione Idente di Studi e di Ricerca,
Roma 2009, 37-44.
Agradezco a la organización de este IV Congreso Mundial de Metafísica por haberme invitado a presentar una conferencia sobre las “Implicaciones del Modelo Genético en las áreas experiencial y experimental de las ciencias”.
La primera precisión que debemos tener en cuenta acerca del Modelo Genético de Fernando Rielo es que es un modelo absoluto o metafísico cuya presentación viene dada por la concepción genética del principio de relación.
Cuando ordinariamente hablamos de lo genético, nos referimos a la información codificada de la vida orgánica, a su transmisión hereditaria o al origen y desarrollo de las características que controlan su proceso. Metafísicamente, estamos refiriéndonos a la vida absoluta; por tanto, a la génesis e influjo sobre todo lo que es vida y sobre todo aquello que limita, condiciona y posibilita el desarrollo de la misma.
Si hemos de tratar acerca de la vida, de la ciencia o de la experiencia humana, como de cualquier otro tema de importancia para nuestra reflexión, debemos tener en cuenta un modelo absoluto desde el cual todo adquiera unidad, dirección y sentido. Contribuyen a la búsqueda de este modelo absoluto las filosofías y las religiones. Por eso, cuando hablamos de algo, debemos saber desde qué modelo o filosofía lo hacemos. Podemos hablar mucho sobre la libertad, la vida, la economía, el sufrimiento, la muerte; pero ¿desde qué modelo o filosofía lo hacemos? A la base de lo que hablamos, implícito o explícito está un modelo o una filosofía que nos dé visión del tema dentro de un contexto general de la realidad.
Sin embargo, hay algo que ha empañado siempre la visión de la realidad, y sigue empañándola, nos dirá Rielo. Este algo son las ideologías que, en sus prejuicios, distorsionan dicha visión e, incluso, la pueden degradar profundamente. El reconocimiento de una ideología lo obtenemos por su estructura reductiva, excluyente e intolerante. Las ideologías reducen, en lugar de potenciar; excluyen, en lugar de incluir; y fanatizan, en lugar de activar la apertura y el diálogo. Si nos referimos al cuerpo, a la psique y al espíritu del ser humano, cualquiera de estas dimensiones que tomemos, elevadas a absoluto, incurren en ideología: el ser humano no es sólo cuerpo, ni es sólo psique, ni es sólo espíritu. De este modo, el materialismo o fisicalismo, el psicologismo o conductismo y el espiritualismo o idealismo gnoseológico, son ideologías porque, absolutizando una sola dimensión, presentan la realidad del ser humano reducida a esa dimensión con exclusión de todas las demás. La tendencia ideologizante está presente en la reflexión, en el discurso, en la filosofía, en la política, en la religión. Nadie está libre de la tentación de las ideologías. Lo que tenemos que hacer es no caer en esta tentación. Toda ideología intentará siempre forjar un discurso justificativo e impositivo cuyos frutos podemos observar en el comportamiento de quien está preso entre los barrotes de la reducción, de la exclusión y de la intransigencia, que es el resultado que todos podemos observar en cualquier ideología.
Si nos referimos a la vida, no podemos incurrir en el simplismo de lo que dicta sólo la matematización y el experimento de las ciencias biológicas y limitarnos a las expectativas generadas con la secuenciación del genoma humano, junto con los avances tecnológicos, que permiten a los científicos diseñar insólitas terapias para combatir enfermedades hasta ahora incurables, mejora sustancial de la calidad de vida y el retraso del envejecimiento. Hoy, por ejemplo, muchos tipos de cáncer ya se curan; algunas infecciones están erradicadas o a punto de erradicarse; los recientes hallazgos en cardiología han llevado a muchos a pensar que se alejaba de nosotros el fantasma del infarto; los culpables de algunos trastornos cerebrales (la epilepsia, la demencia, el parkinson o la embolia) están siendo desenmascarados en tal grado que muchos síntomas de estas enfermedades neurológicas pueden aliviarse con la esperanza de que en poco tiempo pueda encontrarse con éxito su cura. Pero no, nuestra vida no sólo es pura biología. Nuestro cuerpo, tal como lo percibimos, no está diseñado para la inmortalidad. Seguiremos muriéndonos, más tarde o más temprano, por infarto, por cáncer o por otras enfermedades antiguas o nuevas. El optimismo de la ciencia y su técnica no nos puede aliviar del temor a la muerte. No podemos evadirnos del temor a la muerte a no ser que huyamos de la realidad. Reducir nuestra vida a simple biología es incurrir de lleno en la ideología del biologismo.
Debemos distinguir, por lo menos, tres ámbitos de la vida:
a) la vida orgánica o vegetativa,
b) la vida psíquica o anímica,
c) la vida espiritual o consciencial.
La materia, cuando llega a su grado culmen de evolución se abre a la vida. Tal hecho ocurre en la interacción de los elementos prebióticos —carbono, ácidos nucleicos, proteínas, lípidos y glúcidos— que hacen posible que se dé la vida en el cosmos y son los responsables de las características propias de la vida orgánica o vegetativa. A su vez, la vida vegetativa, en su evolución con el sistema nervioso y el cerebro, se abre a la vida psíquica o anímica. Por último, la vida psíquica o anímica —en su evolución con el proceso máximo de encefalización y desarrollo de la corteza cerebral— se abre a la vida espiritual o consciencial en el ser humano.
La materia inerte es incapaz por sí misma de producir la vida. De la interacción de las cuatro fuerzas básicas de la materia —gravedad, electromagnética, nuclear fuerte y nuclear débil—, o de la interacción de las partículas elementales —quarks, leptones y gluones—, sólo pueden salir la materia y los fenómenos que se derivan de ella. La vida no es resultado de ninguna de estas interacciones; por tanto, no puede emerger de la materia, sino que es dada a la materia cuando ésta cumple, en su evolución, con las condiciones de posibilidad para que pueda realizarse la vida. La materia debe llegar a un momento cumbre de apertura a la vida con el objeto de que ésta pueda darse en aquélla.
La vida orgánica se sucede, a su vez, en interacción con la compositividad de la materia y la complejidad de los componentes vitales —estímulo-respuesta, instintos— dando lugar a los sentimientos, emociones, imaginación, memoria, fantasía, que son componentes psíquicos complejos. Se constituye, de este modo, la vida psíquica o anímica: es el paso de la vegetación a la animación. La animación, por último, adquiere distintos momentos en la evolución para abrirse definitivamente al espíritu. Hemos llegado, de este modo, a la psicomatización del espíritu que se hace persona en virtud de la divina presencia constitutiva del modelo absoluto que inhabita en aquél.
Fernando Rielo distingue los tres momentos de la creación:
a) El primer momento es el Big-bang de la materia que, en su evolución, se abre a la vida.
b) El segundo momento es el Big-bang de la vida que, en su evolución, se abre al espíritu.
c) El tercer y postrer momento es la creación del espíritu en la concepción de un ser humano. Este espíritu asume en sí mismo el precedente homínido con sus funciones psíquicas y orgánicas; por ello, Rielo afirma que tenemos un espíritu psicosomatizado.
El ser humano participa, pues, de los tres estadios de la vida, aunque hay que afirmar, con exactitud, que su naturaleza, formada de soma, psique y espíritu, solamente tiene una vida; esto es, está constituido por una vida espiritual o consciencial que asume, reduciendo a cero ontológico el precedente anímico y vegetativo, todo el específico de la vida psíquica y también todo lo específico de la vida orgánica. Fernando Rielo concibe la “transformación” no como cambio de una forma en otra de tal modo que la primera es aniquilada por la segunda; nuestro autor afirma que no existe la aniquilación, sino la reducción a cero de una forma por otra forma que asume el específico de la anterior de tal modo que este específico pasa a ser de la forma asumente sin ser aniquilada, sino reducida a cero la asumida. En nuestro caso, el espíritu es la forma asumente que hace suyo el específico de la psique y el específico del soma, reduciendo a cero la forma anímica y la forma estructural del cuerpo con el objeto de asumir sus específicos.
De aquí, que no sean tres vidas, sino única vida espiritual o consciencial que asume el vital carácter psicológico y el vital carácter orgánico del precedente homínido. Por ello, en unidad de naturaleza, el ser humano es un espíritu psicosomatizado en el que pueden diferenciarse el carácter orgánico y el carácter psicológico de la vida consciencial con sus funciones vegetativo-compositivas y sus funciones psíquico-complejas.
Tengamos en cuenta, por otra parte, que es el ser humano, con su espíritu psicosomatizado, el que hace ciencia, sociedad, historia, arte, religión. Por tanto, debemos saber primero quién es el sujeto de la ciencia experiencial y experimental con el objeto de discernir mejor su estructura y su origen y cuál puede ser su finalidad y su relación con el modelo absoluto.
Debemos ir primero al análisis de nuestra consciencia humana. En ella, observamos que está presente como objeto de conocimiento todo lo que es finito o relativo, y también está presente el infinito o absoluto en cuanto que tenemos consciencia de estar abiertos a este infinito o absoluto. La presencia de lo finito y la presencia del infinito están en nuestra consciencia como objetos de conocimiento y como límite formal (lo finito) y límite transcendental (el infinito); pero no están presentes del mismo modo: lo finito está presente limitándonos; el infinito está presente potenciándonos, abriéndonos a sí mismo. Por ello, no somos ni finitos ni infinitos; antes bien, finitos abiertos al infinito. ¿Qué es lo que nos define como personas? En ningún caso, nos puede definir lo menos, sino lo más; esto es, nos define la presencia del infinito que, por ser definiens, es constitutiva, esencial, y en ningún caso accidental. Es también presencia absoluta o divina porque el modelo ABSOLUTO, Concepción genética del principio de relación, son personas divinas: a nivel racional, dos personas divinas, BINIDAD, en inmanente complementariedad intrínseca [P1≑P2]; a nivel revelado, tres personas divinas, Trinidad, en inmanente complementariedad intrínseca [P1≑P2≑P3].
La divina presencia constitutiva del modelo absoluto en nuestro espíritu deja a éste en estado de ser y acto de ser consciencial; por eso, nuestro espíritu, como consciencia potestativa, tiene forma de ser y razón de ser. A este estado, acto, forma y razón de ser del espíritu lo denomina Fernando Rielo “gene ontológico o místico”: es la réplica, en un espíritu creado, del gene metafísico o divino, impresa en nosotros por la divina presencia constitutiva del modelo absoluto. Nuestro organismo se caracteriza por multitud o compositividad de genes físicos (de 25.000 a 30.000 genes, según el proyecto del genoma humano); nuestra psique se forma por la complejidad del gene psíquico; y nuestro espíritu se define por la simplicidad del gene ontológico o místico. El espíritu, lejos de la compositividad de la materia y de la complejidad de la psique, no puede tener sino único gene ontológico o místico a imagen y semejanza del único gene absoluto; esto es, del único gene metafísico o divino en que consiste la concepción genética del principio de relación, constituida por personas divinas. La geneticidad espiritual asume en sí misma la geneticidad psicológica y la geneticidad biológica dando unidad, dirección y sentido a la vida integral de la persona humana. Debemos hablar, por tanto, de la geneticidad del espíritu, de la geneticidad de la psique y de la geneticidad del organismo o soma.
La vida del espíritu es la que es infundida por la divina presencia constitutiva del modelo absoluto; por tanto, es vida ontológica o mística. Se denomina vida ontológica porque atañe al ser; esto es, al “ontos” del espíritu. Dicho de otro modo, la vida ontológica, en Rielo, corresponde al estado de ser, acto de ser, forma de ser y razón de ser de nuestro espíritu. A esta vida ontológica la denomina también “vida mística” porque este estado, acto, forma y razón de ser es experiencia del amor o apertura del espíritu a la infinitud. Nuestro autor afirmará, además, que el espíritu humano es éxtasis incoado porque la divina presencia constitutiva del modelo absoluto es el “+” que rompe la identidad del espíritu en cuanto espíritu, haciéndolo salir de sí abriéndolo al Absoluto y a lo que, no siendo el Absoluto, halla su forma y razón de ser en el Absoluto.
La divina presencia constitutiva del modelo absoluto en el espíritu humano es, para Fernando Rielo, “principio concreacional” y “epistémico”. Es principio concreacional porque acompaña a la creación del espíritu, capacitándolo con las estructuras y operadores genéticos que aquél requiere para ser persona. Estas estructuras y operadores, que constituyen el gene ontológico o místico, no son otras que el contrapunto de los atributos divinos en el espíritu creado: la “bondad divina” del modelo absoluto, por ejemplo, es “bondad mística u ontológica” en la persona humana. Rielo establece con ello las proposiciones genéticas respecto de los atributos: verdad, bondad, hermosura, unidad, amor, justicia, etc.; expresándolas del siguiente modo: “la verdad en la persona humana es mística u ontológica verdad de la divina o metafísica verdad”; “la bondad es mística u ontológica bondad de la divina o metafísica bondad”, etc., que es como decir, refiriéndonos, por ejemplo, a la verdad: “mística u ontológica verdad a imagen y semejanza de la divina o metafísica verdad.
La divina presencia constitutiva es “principio epistémico” porque, actuando en las estructuras y operadores genéticos, nos inspira el objeto de conocimiento y la actuación positiva con respecto a este objeto; esto es, nos hace conocer, transcendentalmente, el objeto con el mismo conocer con el que el modelo absoluto conoce, teniendo en cuenta que el espíritu creado posee en su límite formal múltiples limitaciones, condicionamientos y resistencias, que de ningún modo tiene el Absoluto. Nuestro conocimiento, por tanto, no puede ser sino un conocimiento finito abierto al infinito. En la medida en que el sujeto humano reduzca —por la iniciativa inspiradora y por su respuesta a la inspiración— su límite formal, se acercará más al conocimiento del modelo absoluto, cuya presencia constitutiva en el espíritu le abre, en sus estructuras y operadores genéticos, al límite transcendental. Nadie ni nada salva al ser humano del esfuerzo que debe hacer para responder a esta inspiración constitutiva con el fin de hacer ciencia, arte, política, sociedad, etc., y así poder transformar la realidad para su bienestar físico, psíquico y espiritual. Esta inspiración se da, como el sol y la lluvia, a buenos y malos, a creyentes e incrédulos. El Génesis 3,19 corrobora este hecho universal: “Comerás el pan con el sudor de tu frente”. No hay descubridor, ni premio Nobel, ni profesional, ni nadie que no haya trabajado y sufrido sus hallazgos, su premio, su profesión o, incluso, su luchar para vivir cada día.
Si me refiero a la ciencia, ésta consiste en el conocimiento de la realidad en todos sus ámbitos con el objeto de actuar sobre ellos y servir al bienestar físico, psíquico y espiritual del ser humano en su nivel personal y social. La realidad, por otra parte, se presenta, desde el punto de vista material y fenomenológico, matematizable y experimentable; es el dominio de las ciencias experimentales, que tienen como lenguaje la matemática. Otra cosa es la realidad desde el punto de vista de lo que no es cuantificable, ni matematizable, ni experimentable. El experimento se realiza teniendo en cuenta los sentidos y la potenciación de estos con la ayuda de la técnica. Sin embargo, existe un amplio campo, dentro de la realidad, que, no siendo experimentable, sí es matematizable y capaz de conocer o predecir hechos físicos o fenomenológicos. Pero existe un amplísimo campo que no es ni matematizable ni experimental; éste pertenece a la realidad incuantificacional y puede ser definido y experienciado o vivido, pero no matematizado ni experimentado. Su lenguaje no es la matemática, sino la metafísica. El instrumento no es la medida, ni la experimentación, sino la vivencia o la experienciación.
Hemos visto el ámbito biológico u orgánico, al que contribuyen todas las ciencias experimentales o de la naturaleza. Pero tenemos también los ámbitos psico-biológico, psicológico, psico-espiritual y espiritual. Si nos referimos al campo psico-biológico, éste participa de la experimentación y de la experienciación, pues en lo psico-biológico existe algo que es puramente matematizable y experimentable, y algo que es sólo definible y experienciable. La manifestación de los sentimientos y emociones, por ejemplo, se da en un campo matematizable y experimental; sin embargo, la unidad, dirección y sentido de los sentimientos no corresponde a lo matematizable y experimental, sino a la definición y a la vivencia, requiriéndose, para ello, el lenguaje metafísico y ontológico. El ámbito psicológico participa más de lo incuantificable que de la CUANTIFICACIÓN: el contenido de la razón, del deseo y de la intención, si bien tienen su manifestación psicosomática, y por tanto experimental, es un contenido complejo, que tiene mucho de experiencialidad o de vivencia, aunque puede ser objeto de la lógica formal. Es aquí donde naufragan todos los formalismos porque se cierran en una razón que deja sin unidad, dirección y sentido transcendentes al objeto de consciencia. Debemos tener cuidado en no identificar el campo de la formalidad de la razón con el campo de la metafísica. Más allá de la razón, del deseo y de la intención, están las funciones psicoespirituales como la intuición, la fruición y la libertad, cuyo contenido es netamente experiencial o de la vivencia. Pero más allá de estas funciones psicosomáticas y psicoespirituales, podemos hallar la potencia de unión que caracteriza a nuestro espíritu y es la fuerza por la cual podemos unir nuestras facultades y sus funciones, y podemos salir de nosotros mismos para unirnos con el Absoluto, con nuestros semejantes, con la naturaleza y el cosmos. Esto no sería posible sin que la divina presencia constitutiva del modelo absoluto deje constituida a la potencia de unión en consciencia y potestad ontológicas; esto es, la divina presencia constitutiva deja a nuestro espíritu en estado, acto, forma y razón de ser de una consciencia ontológica o mística que se proyecta en las facultades y sus funciones psicoespirituales y psicosomáticas.
Es cierto que la experiencia del ser humano es una, y ésta es experiencia de un espíritu psicosomatizado; por tanto, tiene como propiedades las funciones psicoespirituales y psicosomáticas: la intuición, la fruición, la libertad, la razón, el deseo, la intención, la memoria, la imaginación, el sentimiento, la emoción, los instintos, los estímulos, las sensaciones, los sentidos, etc. Por eso, debemos decir no que tenemos experiencia racional, emotiva o imaginativa, sino más bien “carácter racional, emotivo, imaginativo, intuitivo, intencional, instintivo, sensible, etc., de nuestra única experiencia, que es experiencia espiritual.
Ahora bien, metodológicamente, con el objeto de hacer ciencia, debemos considerar la realidad bajo su dimensión cuantificacional, matematizable y experimentable, y su dimensión incuantificacional, definible y experienciable o vivencial. La primera la constituyen las ciencias experimentales cuyo lenguaje es la matemática; la segunda la constituyen las ciencias experienciales o de la vivencia, cuyo lenguaje es la metafísica y la ontología o mística. No son dos tipos diferentes de experiencia, sino única experiencia humana que adquiere dos formas: experimental, para todo lo que es cuantificable; experiencial, para todo lo que no es cuantificable, teniendo en cuenta que todo lo que no es cuantificable es muchísimo más vasto e importante en el ser humano, como son, por ejemplo, los contenidos de la verdad, la bondad, la hermosura, la justicia, la CREENCIA, la expectativa, el amor y un largo etcétera.
La constante transcendental de todas las ciencias, nos explica Rielo, es la inspiración en virtud de que la divina presencia constitutiva del modelo absoluto en el espíritu humano es el principio epistémico inspirador de toda verdad, bondad, hermosura, inspirador de toda creatividad y quehacer positivo del ser humano.
La constante formal es distinta en cada una de los dos niveles de ciencia: en las ciencias experimentales, la constante formal es la unidad de medida; en las ciencias experienciales, la constante formal es la unidad de vivencia.
La metodología genética tiene, finalmente, una actitud metodológica que no podemos ignorar:
1) Debemos llevar la inteligencia a límite en tal grado que el término que resulta, a la visión intelectual bien formada, es el modelo absoluto bajo la razón de axioma absoluto que da unidad, dirección y sentido al objeto de nuestra inteligencia.
2) Debemos llevar nuestra voluntad a límite en tal grado que el término que resulta, a nuestro COMPROMISO ONTOLÓGICO, es el modelo absoluto bajo la razón de fundamento que da unidad, dirección y sentido al objeto de nuestra voluntad.
3) Debemos llevar nuestra tendencia unitiva a límite en tal grado que el término que resulta a nuestra unión, en sentido último, es el modelo absoluto bajo la razón de principio que da unidad, dirección y sentido al objeto de nuestra unión.
Resumo en dos palabras esta ponencia. El modelo absoluto no es otra cosa que el amor absoluto entre personas divinas, que se hacen constitutivamente presentes en el ser humano infundiendo su amor en nuestro espíritu y haciendo de éste místico amor de su divino amor. Podemos comprender, entonces, que el mayor testimonio de amor es, como afirma Cristo con su palabra y con su ejemplo, “dar la vida”. Quien está dispuesto a dar la vida, y no a quitarla, y la vida se puede dar de muchas formas y en múltiples dimensiones, entra de lleno en la comprensión de la concepción genética del principio de relación.
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