Dimensiones del diálogo metafísico: ciencia, cultura y mística. Vías de acceso al pensamiento de Fernando Rielo

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Dimensiones del diálogo metafísico: ciencia, cultura y mística. Vías de acceso al pensamiento de Fernando Rielo

José María López Sevillano

(Roma, 2006)

en Metaphysics 2006,

III Congreso Mundial de Metafísica, Roma 6-9 julio 2006),

Fundación Fernando Rielo, Madrid 2006

El ser humano en el ejercicio de su experiencia y libertad se caracteriza por el afán de interpretar, dar sentido y transformar la realidad que significa él mismo y la realidad que le rodea. Acomete este hecho por medio de dos modos de observación: común y científica. La observación común puede dejarse influir por las opiniones, por la información o por los mensajes que el observador recibe por diferentes vías. Esta clase de observación común es la menos valiosa, requiere poco esfuerzo y se caracteriza por una especie de actitud inestable, proclive a ser influenciada por toda suerte de opiniones. Es lo que podríamos denominar “observación común primaria”, que debe ser superada con otra actitud que puede conseguirse con el esfuerzo intelectual selectivo. Obtendríamos, de este modo, la “observación común de carácter culto” que, aunque mucho más rica que la de carácter primario, no puede desprenderse, sin embargo, de sus análisis acomodaticios sometidos a la opinión; por eso, no es todavía “observación científica”, pero prepara el camino y dispone la capacidad observadora del ser humano para que éste se procure la actitud científica por medio de una metodología apropiada.

Los Simposios Regionales de Filosofía y el próximo Congreso Mundial de Metafísica del año 2009 en Roma deben entender el concepto de “ciencia”, no desde el monismo cientificista que excluye lo que en la realidad hay de no cuantificable, sino desde una concepción abierta que facilite, con rigor metodológico, las vías de acceso no sólo al carácter sensible o matematizable de la realidad, sino también a aquella otra dimensión que transciende el ámbito exclusivamente experimental. Para adquirir una actitud científica abierta, auténtica, que esté al servicio del ser humano y para los fines honestos del ser humano, tenemos, según el pensamiento de Fernando Rielo, dos posibles formas metodológicas que atienden a las dos dimensiones en las que la realidad se nos presenta: la metodología experimental y la metodología experiencial.

.- La metodología experimental, que es la que procede a interpretar y transformar matemática y tecnológicamente la dimensión cuantificacional de la realidad. Esta metodología está al servicio material del ser humano, en lo que se refiere, no sólo a sus necesidades primarias, sino al progreso del conocimiento y dominio del cosmos, de la naturaleza y de la CORPOREIDAD, biología y sicología humanas; y a la posibilitación material de las condiciones adecuadas para su bienestar en el ámbito personal, familiar, social, económico, político, cultural, artístico o religioso; en este sentido, el ser humano es el sujeto y fin de toda creatividad experimental, formal y tecnológica de la ciencia.

.- La metodología experiencial, que es la que procede a interpretar y transformar metafísica y vivencialmente la dimensión incuantificacional de la realidad. Esta metodología está al servicio espiritual de los valores y fines que contribuyen a la dignidad del ser humano, estableciendo las mejores condiciones de posibilidad para que éste desarrolle, personal y comunitariamente, los valores espirituales, culturales, creativos, religiosos y, en general, vivenciales que conforman su naturaleza y contribuyen al conocimiento y realización satisfactoria de su origen y destino ontológico e histórico.

Estas dos formas metodológicas incluyen, a su vez, multitud de métodos regionales con los que sendas metodologías posibilitan y aportan el carácter de especialización y el dominio propio de las diversas ciencias experimentales y experienciales. A las ciencias experimentales, pertenecen las llamadas ciencias de la naturaleza, cosmológicas y formales; a las ciencias experienciales, corresponden, a su vez, las llamadas ciencias del espíritu, noológicas, culturales o humanistas. Debe incluirse, dentro del dominio del campo experimental, la matemática y su “lógica”, porque son estas disciplinas las que proporcionan a la observación científica, teniendo en cuenta la tendencia perfectiva de la inteligencia humana, el mayor grado de “precisión” en la construcción de teorías y en la comprobación experimental para obtención de datos, junto con la verificación, falsación y corrección de dichas teorías. La limitación instrumental o tecnológica, en un momento dado, no excluye de la comprobación experimental otros tipos de observación cuantitativa, cuya interpretación científica, con la ayuda de la matemática y su lógica formal, puede ser indirectamente verificada por los resultados positivos que se presentan en el complejo proceso de la investigación. Sin la matemática y su lógica, la metodología experimental no sería posible. Tampoco sería posible la metodología experiencial sin la metafísica y su lógica vivencial en tal grado que ninguna corriente filosófica ha podido obviarlas por una razón muy sencilla: la propensión que posee el ser humano de dar unidad a su saber y a sus vivencias, llevando su reflexión a límite en su relación con la realidad, y, en consecuencia, determinar cuál es el grado de compromiso existencial y ético al que, individual y colectivamente, está dispuesto a llegar.

Si nos referimos a los logros de las ciencias experimentales, nadie puede dudar que éstos sirven, de hecho, como factor corrector o eficaz árbitro a las desviaciones o veleidades que puedan darse en el dominio experiencial: ¿acaso los hallazgos de la física, de la biología o los métodos estadísticos, no son datos de control y de eficacia a ciencias experienciales como la sociología, la sicología, la ética, la historia, el derecho, la epistemología o la lingüística? También las ciencias experienciales otorgan una perspectiva de amplia repercusión constructiva a las ciencias experimentales estableciendo, fundamentalmente, las bases necesarias que enriquezcan un saber culto, crítico y unificador que dé lugar a una sólida, dinámica y proyectiva ciencia metafísica que proporcione la dirección y el sentido a las ciencias en general, y a cada una de las ciencias en particular.

Pero nuestros Simposios Regionales y Congresos Mundiales de Metafísica deben ir aún más lejos. Las ciencias experienciales abren el dominio “experimentalista” de las ciencias de la naturaleza a amplios horizontes de investigación y progreso en función del ser humano: de la justicia, del bienestar, de la salud, del disfrute, dentro de una “siempre mejor forma” de entendimiento y convivencia entre las sociedades y entre los individuos. La religión, la sicología, la política, el derecho, la sociología, la ética, la bioética, la sicoética, la pedagogía, pueden favorecer corrientes de opinión pública, sensibilidades o formas de mentalidad, que hagan desistir al científico experimental de aquellas intenciones o modos de comportamiento proclives a manipular las investigaciones, o utilizar la ciencia, en provecho de ocultos intereses particulares, y en detrimento de las condiciones de posibilidad para que el ser humano ejerza con dignidad y libertad aquellos derechos y deberes que lo constituyen. Si hemos de admitir una moralidad en el comportamiento científico, los criterios éticos no deben medirse ni por la eficacia, ni por la utilidad que la ciencia y su técnica puedan aportar a la sociedad; antes bien, por aquello que contribuya a la defensa de la persona humana, de su libertad, de sus derechos inalienables, de su bien verdadero e integral, y de su destino transcendente.

La historia de la filosofía, con su vocación metafísica, se ha hecho cargo, aunque reduciéndolas a áreas o disciplinas, de dar impulso y fundamento a las ciencias experienciales; por eso, cada sistema filosófico intentará representar con su propio método la máxima expresión de la metodología experiencial con el objeto de integrar en sí las diversas ciencias humanísticas. Multitud de métodos son los que las filosofías han propuesto como vías de acceso a la realidad, tomando con frecuencia de prestado elementos metodológicos de las ciencias experimentales. Nominemos, entre otros, algunos de los métodos más destacados: axiomático-deductivos o hipotético-deductivos, logístico-analíticos, holístico-estructuralistas o lingüístico-estructurales, fenomenológicos, lingüístico-hermenéuticos, comunicativo-lingüísticos y comunicativo-existenciales, informáticos, operacionistas, analítico-procesuales e inductivo-funcionales, sicológico-funcionales y sicológico-existenciales, verificacionistas o confirmacionistas, refutacionistas o falsacionistas, dialécticos de carácter dialógico, lógico y procesual. Ninguno de estos métodos parece tener la exclusiva. ¿Puede tener la metafísica un método propio que recoja como propiedades estructurales las características fundamentales de estos métodos?

La interpretación y transformación de la realidad incuantificacional experienciable, infinitamente más amplia y transcendente que la dimensión experimental de la realidad, no ha tenido el éxito metodológico de las ciencias de lo cuantificable como son las llamadas ciencias de la naturaleza, de las que el pensamiento filosófico se ha sentido a veces subyugado. ¿Qué ha pasado con la dimensión incuantificacional? Hay que pensar que las distintas filosofías, o sistematizaciones acerca de la interpretación de la realidad en general, se han quedado en el intento de pasar del estado de opinión al carácter culto de la observación. Pero, en ningún caso, parece ser que los sistemas históricos de pensamiento han acometido, a pesar de las diversas tentativas, el rigor metodológico de la observación científica aplicada al dominio incuantificacional de la realidad, sin extrañas mezcolanzas con la metodología experimental. Toda ciencia recorre la vía de la experiencia: las experimentales, la experiencia “matematológica” o pragmática; las experienciales, la experiencia “mística” o vivencial. Más del 90% de los conceptos fundamentales del lenguaje humano sirve para expresar, en términos metafísicos, esta indecible riqueza de la experiencia mística, inacesible a la formulación estrictamente matemática. Podemos extraer algunos de estos conceptos: espíritu, fe, libertad, amor, generosidad, misericordia, justicia, paz, dignidad, responsabilidad, virtud, derechos, deberes, creatividad, conciencia, aspiración, valor, bondad, solidaridad, inmortalidad, destino, felicidad, etc., etc. Incluso otros conceptos que ad litteram expresan un sentido puramente formal o matemático, no lo son tales si se tienen en cuenta las connotaciones y denotaciones que, con sentido vivencial y de transcendencia, presentan en contextos oracionales, discursivos o dialógicos. No existe, sin embargo, una demarcación absoluta de las ciencias experimentales con las ciencias experienciales; antes bien, los dos ámbitos científicos, sin prestarse a la mezcolanza y confusión, están abiertos entre sí en tal grado que constituyen una franja de intersección en la que unas ciencias aportan información válida a otras.

Nos detenemos en las ciencias experienciales. La historia del pensamiento —afirma Rielo— ha consistido en una sucesión de subjetivaciones objetivadas sistemáticamente que corresponden a las diversas formas de interpretar experiencialmente la realidad. Pero lo importante, según nuestro autor, no es constatar que haya multitud de interpretaciones, incluso dispares, acerca de la realidad, aunque estas interpretaciones hayan pasado por el tamiz de la observación culta. Debemos preguntarnos a qué es debido este hecho y a dónde puede conducirnos. Un primer arranque de esta observación, aplicada a la historia de la filosofía, podría movernos a pensar que la multitud de interpretaciones es inevitable, y bien pudiera llevarnos a considerar que la observación culta de la realidad desemboca en dos actitudes irrevocables: el escepticismo y el relativismo. Si hacemos un nuevo esfuerzo de observación, ahora sobre estas dos actitudes, vemos que, aceptándolas, obtendríamos a primera vista algunos réditos: podemos hacernos con cantidades ingentes de información, ordenarlas e interpretarlas conforme a las distintas circunstancias, sensibilidad o intereses del momento, adaptarlas a las tendencias culturales, caracterológicas o sicológicas del observador; podríamos, en definitiva, manejar todo al gusto del momento, del individuo o de la sociedad. Son actitudes, diríamos, rentables superficialmente, pues intentan obviar siempre lo que hay de excedente e insondable en el ser humano. No se favorece, con ello, una “actitud” y “aptitud” verdaderamente científicas porque estas posiciones, escepticismo y relativismo, se constituyen en el refugium difficultatum de los problemas experienciales y vivenciales que acucian, hondamente, a todo ser humano; entre estos problemas, nos encontramos con la dificultad de elevar a observación científica la tendencia inextinguible al absoluto o la sed insaciable de infinito, que constituyen el motor de todas las motivaciones de la persona humana más allá del carácter estimúlico que mueve a los seres impersonales.

La constatación de la fuerza espiritual de estas vivencias primigenias, presentes en el modo de sentir y de actuar humanos marcando indeleblemente su consciencia, es interpretada y asumida por el imperativo de una reflexión ordenada y por la exigencia de compromiso vital, en tal grado que la forma en que acometamos esta reflexión y la forma en que nos comprometamos vivencialmente determinarán los diferentes modos de hacer filosofía. El ser humano no puede pasar olímpicamente de estas vivencias profundas —aunque éstas, por distintas causas, se encuentren difusas y débiles— sin dejar en él toda suerte de represiones y de anomalías, y desarrollar hábitos y actitudes complejas, que afectarán no sólo a su comportamiento individual y social, sino también a sus creencias, a su mentalidad, a su formación, a su cultura y, cómo no, a su creatividad espiritual y estética. La causa de que la objetivación de estas vivencias en la sistematización filosófica y en el comportamiento religioso sean múltiples y dispares se debe a que no quedan eliminadas aquellas anomalías y complejidades, pasando éstas a su canalización cultural y social por medio de la reflexión filosófica.

El primer esfuerzo de superación y desenmascaramiento de lo que estas actitudes poseen de inauténticas es observar que todas las filosofías se originan y se desarrollan en virtud de una constante natural que define al acto reflexivo: la búsqueda del fundamento. Esta constante, en la que cualquier pensamiento pretende validarse, posee la estructura de tres momentos precisos:

a) el imperativo de la dirección y sentido últimos con el intento de llevar la experiencia reflexiva a límite;

b) la tendencia a la unificación frente a la percepción fragmentaria y caótica de los datos de experiencia;

c) la exigencia de COMPROMISO ONTOLÓGICO del que deriva el compromiso ético.

Si todas las filosofías se rigen por esta constante estructurada de la búsqueda del fundamento, ¿cómo es posible que éstas nos ofrezcan resultados tan distintos y tan dispares? Rielo descubre que la multitud de interpretaciones depende de la actitud y aptitud del filósofo ante esta constante del filosofar; esto es, la forma en que el filósofo acomete la búsqueda del fundamento con el imperativo de la ultimidad, con la tendencia a la unificación y con la exigencia del compromiso, es lo que determina la diversidad de filosofías. De lo que se trata, entonces, no es de que todas las filosofías operen desde la misma constante, sino de la forma cómo se abordan los momentos estructurales de esta constante y de la forma cómo se elige un modelo que se cree último, unificador y compromisorio. Las ciencias experienciales, según Rielo, deben ofrecernos la mejor opción posible, pero no engañados por el afán de convicción de una sofística que nos ofrece un buen producto a bajo precio, ni por la estética o el arte del buen decir, ni por la tentación de connivencia con la mentalidad y sensibilidad del momento, ni por el interés que conlleva la capacidad o posibilidades de la difusión… La mejor opción posible únicamente nos la puede presentar la metodología científica. La razón es muy sencilla: sólo la metodología científica puede formar bien nuestra visión de la realidad, señalarnos el modelo adecuado y exigirnos el compromiso vital.

Según esto, para comprender cualquier filosofía y poseer una actitud crítica ante la misma, debemos situarnos bajo aquella forma óptima de observar la constante del filosofar y aquella actitud que nos proporcione el distanciamiento o desprendimiento suficiente para contemplar las posibilidades del correspondiente modelo. Difícil sería entender un sistema filosófico si no lo hiciéramos desde esta óptica. Por eso, si con la constante del filosofar queremos ir al fundamento de todas las filosofías, debemos responder a estas tres preguntas esenciales: ¿hasta dónde estamos dispuestos a llegar en nuestra reflexión?, ¿desde qué modelo unitivo o fundante estamos dispuestos a observarlo todo?, ¿hasta dónde somos capaces de comprometernos vivencialmente? La respuesta que demos a estos interrogantes nos hará identificar con alguna de las filosofías y discrepar de las demás, o discrepar de todas las filosofías y establecer otra diferente.

Permanece, no obstante, la raíz del problema porque aún no hemos encontrado la deformidad más grave, la enfermedad —diríamos— que padece nuestra reflexión filosófica, y no nos hemos planteado, seriamente, atajar esta enfermedad para poder formar bien nuestra visión de la realidad. Parece como si nos hubiéramos acostumbrado a convivir con una especie de virus mutágeno que, distorsionando nuestra reflexión, hiciera que lo que creemos ser una buena interpretación de la realidad sea, de hecho, una interpretación anómala. Esta patología se debe a que la estructura mental con la que reflexionamos está corrompida por una tendencia compulsiva a atrapar cualquier cosa absolutizándola en sí misma, haciendo con esta forma mentis un constructo conceptual tautologizado. Esto sucede, sobre todo, en la reflexión sobre el carácter incuantificacional de la realidad. Cuando procuramos capturar la realidad expresada en constructos como “ser”, “vida”, “existencia”, “infinito”, “persona”, etc., utilizamos una misma estructura mental con la que intentamos inmovilizar, clausurar, la realidad significada en un concepto que adquiere la característica de la identidad elevada a absoluto: “X es X”. Esta estructura puede desarrollar diversas mutaciones formales en el functor: “X en cuanto X”, “X = X”, “X → X” “X en X”, etc. Pero toda variación en el functor [“es”, “en cuanto”, “=”, “→”, “en”], cuando éste es un functor monádico —esto es, que une un mismo término reduplicándolo—, carece de sentido sintáctico, porque el predicado [X] nada añade al sujeto [X] ya que constituyen el mismo término; carece de sentido lógico, porque la definición de “X” es por recurso maniobrero de introducir “-X” para negarla después [~~X], siendo que, a su vez, la definición de “~X” es por recurso también maniobrero de introducir “X” para negarla después [~X]; y carece, finalmente, de sentido metafísico porque toda estructura identitática se reduce a una petitio principii con el absurdo de definir “X” por la negación de “~X” y “~X” por la negación de “X”. Todas las mutaciones que se dan en esta estructura afectan a los diversos constructos: da lo mismo afirmar “ser es ser” que “ser en cuanto ser”, o “absoluto es absoluto” que “absoluto en cuanto absoluto”, “vida es vida”, etc., etc. La carga semántica dada a estos conceptos es, por carecer de definición, una carga a la deriva de una intuición que, quedando colapsada en sí misma, no puede sino reduplicar el concepto. Es una intuición deforme que, cediendo a la comodidad de la ignava ratio, llena el vacío de la definición con la dispersión de una descriptividad connotativa y denotativa, cuyo resultado es hacer de una misma realidad multitud de interpretaciones dispares. Sumidos en esta patología, al final todo vale.

De lo que se trata, en definitiva, es utilizar una buena terapia intelectual, es “formar bien” nuestra interpretación de la realidad buscando la forma de vencer la resistencia identitática. Nos hemos anclado en la forma mentis, arrastrando con ella la forma voluntatis y la forma unctionis. O más bien es la forma unctionis la que ha arrastrado a la forma mentis y a la forma voluntatis. La forma unctionis es “tendencia unitiva hacia algo”, es la forma de unirnos con algo o con alguien, que es, en definitiva, lo que determina nuestra forma voluntatis y nuestra forma mentis. En este sentido, la forma mentis de la identidad tiene su origen en la forma unctionis de la identidad. Es lo que Rielo denomina “identidad existencial” de la que deriva la “identidad mental” y la “identidad volitiva”. Si la tendencia unitiva soy yo mismo o la proyección de mí mismo, he incurrido en la identidad existencial de mi yo en mi yo en tal grado que mi inteligencia y mi voluntad quedarán determinadas por esta actitud “egológica”, de la que todo es proyección. Actuando en este sentido —y la historia del pensamiento no se ha liberado de esta actitud—, cada pensador ha querido buscar, tener, asumir su propia filosofía; ha preferido, en el legítimo ejercicio de su libertad, el riesgo de reducir su pensamiento a opinión particular que contribuir, también desde el legítimo ejercicio de su libertad y de todas sus aptitudes, a la forma de enriquecer, impulsar y desarrollar la metafísica como ciencia. Se cumple, de este modo, aquella sabia sentencia de Richard Whateley: “Todos desean ardientemente tener la verdad de su parte; muy pocos el estar de parte de la verdad”.

Lo primero que debemos tener en cuenta en nuestro empeño de una verdadera terapia intelectual no es la “buena intención”, como tampoco lo es la “buena voluntad” o el “buen corazón”. ¿Qué sistema filosófico no está lleno de buenas intenciones y de buenos “haceres”? La condición de posibilidad para “formar bien” la interpretación de la realidad es, sobre todo, la “buena fe”: aquélla que, con apertura dialogal, nos hace llevar a límite nuestra reflexión; aquélla que, con la máxima simplicidad, nos inclina a la unidad frente al caos y la dispersión; aquélla que, con lúcido entusiasmo y creíble convicción, nos hace dar de sí lo que, en realidad, somos. Éste es comportamiento connatural, genético, más allá de lo biológico o procesual: es el comportamiento ontológico o místico que, codificado en el espíritu humano, Rielo analiza con empeño metodológico. Pero sólo puede tener “buena fe” quien hace todo lo que está en sus posibilidades: Facienti quod est in se, optimam fidem habet. No tener “buena fe” no significa, por otra parte, tener necesariamente “mala fe”, sino sencillamente “no hacer todo lo posible” o no estar dispuesto a “hacer todo lo que se puede”. La “buena fe” tampoco es de aquel que, subjetiva o sicológicamente, cree hacer todo lo posible. Esto es debido, según Rielo, a la “mentira sicológica” que dimana de las tendencias oscuras y poderosas que surgen de la misma base del siquismo, de los estados complejos de inconsciencia con sus invasiones clandestinas, con sus ocultaciones, con sus disfraces, con sus sustituciones, y, en general, con las contaminaciones que derivan de la cultura, mentalidad y sensibilidad de la época, cuando éstas se asumen superficialmente o responden a seudonecesidades inconscientes o disimuladas del siquismo temperamental o emocional.

Si llevar nuestra reflexión a límite significa proyectar nuestras vivencias en un yo que es reflejo de nuestro yo, sea éste subjetivo o intersubjetivo, nos habríamos quedado en los límites exiguos de nuestra consciencia individual o colectiva sin salir de nuestro propio yo; esto es, nos habríamos quedado a mitad de camino, habríamos decidido por lo convencional o consensuado, habríamos puesto topes arbitrarios a nuestra reflexión abierta al infinito, lo habríamos relativizado todo, y, en definitiva, habríamos caminado a la deriva. Nunca conseguiríamos, sin la “buena fe”, dar con la metafísica como ciencia; esto es, como interpretación última y sistemática “bien formada” de la realidad. Habríamos optado no por la metafísica como ciencia, sino que nos habríamos dejado influir por una de tantas filosofías a imagen y semejanza de un yo versátil, mistificado, incapaz de abrirse más allá de su propia subjetividad o intersubjetividad proyectiva.

Para conseguir el propósito de la metafísica como ciencia, Rielo propone como único modelo su concepción genética del principio de relación. Piensa él que la visión bien formada de este modelo puede venir dada, experiencialmente, por el imperativo ontológico de llevar nuestra reflexión a límite, cuando ésta se empeña en la mejor forma de “elevación a absoluto” y la exigencia del compromiso radical cuando éste está formado por el amor. Y esto por una sencilla constatación experiencial: la inteligencia humana y todo nuestro ser se perciben disposicionalmente abiertos al infinito del absoluto. Nadie puede negar esta experiencia connatural a todo ser humano que, con dirección y sentido, le interpela, le impele y le exige, motivacional y libremente, transcenderse, superarse, ir más allá de sí mismo; es lo que Fernando Rielo denomina “experiencia extática”. Se podrá cambiar de nombre a esta experiencia genética, se podrá rebajar su importancia, tenerla como resultado cultural, y, en resumidas cuentas, podrá ser sometida a multitud de interpretaciones. Pero ahí permanece esta experiencia primigenia del ser humano que, distinguiéndole de los demás seres impersonales, le hace un ser singular, personal, al cual no puede renunciar. Este hecho explica, a su vez, otro hecho universal: el afán absolutizante del ser humano porque su yo, proclive a llevar todo a límite, busca la ABSOLUTIZACIÓN; esto es, “unirse” con ese absoluto que cree haber hallado.

El pensamiento rieliano detecta estos hechos, pero no se queda en análisis más o menos cultos, más o menos sugerentes, sobre ellos. No se trata de que nuestro yo posea una potencia absolutivadora, verdadera potencia de unión, sino de saber la forma de utilizarla; esto es, debemos preguntarnos qué es lo que absolutizamos, a qué es a lo que nos unimos, y también plantearnos el cómo, el por qué y el para qué lo absolutizamos y nos unimos. Esta actitud nos obliga a ponernos en guardia porque toda la historia de la filosofía ha sido un claro ejemplo de ABSOLUTIZACIÓN de axiomas o principios que, con vocación a interpretar y transformar la realidad, fueron asumidos como modelos absolutos. Estas absolutizaciones, dispares según la filosofía en cuestión, han sido extraídas:

a) de un dato material como el agua, el fuego, la materia, dando como resultado las diversas formas del cosmologismo, positivismo o materialismo;

b) de un hecho de evidencia como el movimiento, el devenir, el fenómeno, dando como resultado las diversas formas de la dialéctica, de la hermenéutica o de la fenomenología;

c) de una acción genérica como el ser, el pensar, el existir, el vivir, dando como resultado las diversas formas del esencialismo, racionalismo, existencialismo o vitalismo;

d) de un concepto expresivo como la idea, la sustancia, el yo, la relación, dando como resultado las diversas formas del idealismo, objetivismo, subjetivismo o relativismo. Etc., etc.

Rielo no niega la parte de verdad que corresponde a cada uno de los sistemas filosóficos por una razón muy sencilla que le dicta su propio modelo: no puede existir el error absoluto. Por la misma razón, tampoco la “ABSOLUTIZACIÓN” puede ser absoluta. Hay una inclinación ineluctable a la verdad como también la hay a la ABSOLUTIZACIÓN: cuando creemos que algo es verdad, propendemos a absolutizarlo y lo hipostasiamos en conceptos, en juicios o en raciocinios para intentar convencernos y convencer a los demás mediante el discurso o la sistematización. Estas tendencias son puestas de manifiesto, de modo especial, por los filósofos. Descartes, por ejemplo, creyó que su “pienso luego existo” era la primera verdad clara y distinta; por eso, la convirtió formalmente en un absoluto irrenunciable. ¿Qué filósofo escapa de convertir su verdad primera en un absoluto?

La constatación de esta actitud filosofal debe llevarnos a sustituir la actitud absolutizadora por otra actitud que resulte “bien formada”. Rielo denomina a esta actitud “bien formada”, tendente al absoluto, “actitud absolutivadora”. La primera actitud esconde el peso de la incomunicación identitática. Pongamos el ejemplo cartesiano del cogito: el “pienso luego existo” es simplemente “pienso luego existo”, pues, tomado como verdad absoluta, ya no se puede ir ni más allá ni más acá; en el “pienso luego existo” cree Descartes encontrar toda carga semántica, cultural, existencial; ya nada se puede decir, sino explicar toda la realidad desde este «“yo” pienso», un yo inmanente, cerrado, que es, en última instancia, el supuesto y la referencia última de interpretación de la realidad. Ésta ha sido la actitud de todas las filosofías hasta el presente: una proyección del yo en la que cualquier interpretación de la realidad no puede ir más allá de ser a imagen y semejanza de ese yo, de esa subjetividad fluctuante del filósofo. Resulta, de este modo, que lo que la filosofía ha creído ser su verdad absoluta puede, en última instancia, resolverse en un “yo” que no sólo se dice, como afirma Aristóteles del “ser”, de muchas maneras, sino que, sobre todo, se proyecta de muchas maneras. El ser de Aristóteles no es más que una objetivación reflexiva a imagen y semejanza de un yo que concibe lo abstracto en lo concreto, lo universal en lo particular. La tendencia taxonómica de Aristóteles con los animales y las plantas le lleva a concebir un mundo de estructuras donde la metafísica, más que ciencia, se hace una especie de lógica y una especie de metodología formales de un universal “ser en cuanto ser” que, estructura de la realidad, no puede sino decirse de muchas maneras y hallarse particularizado en un “ser en cuanto ser esto o ser aquello”. La realidad es, de este modo, una proyección abstracta de un yo racional que, concibiendo desde sí mismo lo universal en lo particular, describe la realidad que cree haber mediante géneros, especies e individuos.

Nuestra experiencia del yo, sin embargo, es finita, pero es una finitud abierta a la infinitud del absoluto. No existe, por tanto, un finito “yo absoluto”, pero sí tenemos experiencia de un finito yo abierto al infinito del absoluto. ¿Qué quiere decir esto? Que el absoluto está presente en el vivir del ser humano; pero no está presente de cualquier modo. El ser humano habla del absoluto, tiende al absoluto, concibe el absoluto, aunque esta “constitutividad absolutiva” sea desviada por el propio ser humano en tal grado que éste puede pasarse la vida “absolutizando” a su imagen y semejanza o proyectando en “otra cosa” su potencia absolutivadora. La presencia del absoluto no es, pues, como otra presencia cualquiera; es una presencia esencial, constitutiva de nuestro ser personal. Es una presencia que, lejos de esa enfermedad proyectiva de un yo ensimismado que no puede salir de sí, nos lleva a una verdadera comunicación dialogal con el modelo absoluto que, codificado en nuestro yo como presencia inhabitante de un principio absoluto de relación que nos define como personas, se nos tiene que presentar constituido, genéticamente, por personas divinas que se definen metafísicamente entre sí. No puede existir, según la concepción rieliana, un absoluto solipsista: éste no sería sino una proyección del yo cerrado, inmanente, incomunicado e incomunicable; sería, en realidad, una antropomorfización del absoluto. La codificación del principio genético en el ser humano hace que el ser humano posea un estado de ser personal que le capacita para concebir este principio genético de relación y poseer el modo de comportamiento que marca su código. Pero el principio genético no hace del ser humano un absoluto, sino persona capax absoluti; esto es, lo hace, más allá de un yo cerrado e inmanente, persona abierta al absoluto.

Que la persona humana sea capax absoluti no significa que su comportamiento genético sea la ABSOLUTIZACIÓN. Rielo distingue entre “ABSOLUTIZACIÓN” y “ABSOLUTIVACIÓN”. La elevación a absoluto no debe ser una ABSOLUTIZACIÓN de algo previo que se transforma en modelo; en este caso, sería un constructo, una tautología, un concepto cerrado, idéntico a sí mismo; en definitiva, una ABSOLUTIZACIÓN de algo a imagen y semejanza de un yo concipiente. La elevación a absoluto debe incluir el qué y el cómo de la elevación, la ruptura de la identidad o huida de la abstracción y el remonte sobre el ámbito cuantificacional. Sólo así puede convertirse la elevación a absoluto en una constatación experiencial del modelo, en una verdadera “ABSOLUTIVACIÓN”. Para ello, concibe Rielo una metodología que venga codificada e impulsada por el propio modelo. De este modo, el disposicional genético, más que biológico, más que procesual, es, sobre todo, metafísico y ontológico. La metodología experiencial comienza cuando, proponiéndonos la vía de acceso a la realidad incuantificacional, encontremos su función primada en la vivencia del modelo, sea éste implícito o explícito a nuestra reflexión. Pero la función vivencial no puede separarse de la función epistemológica de llevar nuestra reflexión a límite; no puede separarse tampoco de la función lógica, que incluye en su formalidad la presencia del modelo como tertio incluso; y, además, no puede prescindir de la función sistemática en la que la metafísica encontraría como ciencia su consistencia, completitud y decidibilidad.

Nuestro yo no estaría abierto al absoluto si el absoluto no estuviera constituyéndonos disposicionalmente con su divina presencia. Esta divina presencia del absoluto es, evidentemente, “más” (“+”) que nuestro yo, pero al mismo tiempo lo define. De aquí la importancia metodológica que adquiere la ruptura de la identidad en el sistema rieliano. Rielo sustituye la fórmula identitática “yo soy yo” por la concepción genética que viene expresada en un “yo soy yo y algo + que yo”. Este “+” es el estado de ser en que deja, constitutivamente, la divina presencia del absoluto a nuestro yo. Es el patrimonio ontológico o místico en virtud del cual nuestra personalidad cobra dirección y sentido al infinito del absoluto. El absoluto es, pues, nuestro atractor. Ahora bien, la forma de relación del absoluto y mi yo no puede ser absoluta porque un término, mi yo, aunque finito abierto al infinito, posee, sin embargo, el límite de la finitud. Ésta es vivencia ineludible del ser humano: la experiencia de su finitud. Pero esta experiencia de la finitud no queda ahí, en su finitud, sino que es experiencia fundamental y primigenia de una finitud abierta a la infinitud del absoluto. Por eso, nuestra relación con el absoluto no puede ser absoluta; esto es, no puede constituirse en el absoluto. Y si esta relación no puede ser absoluta, sí en cambio es una relación abierta al absoluto por codificación, por presencia del propio absoluto en el ser humano. A partir de aquí, Rielo se centrará en el absoluto como modelo: un modelo que la persona humana puede conocer porque la presencia de aquél la está constituyendo como tal persona.

Rota la identidad “yo soy yo” por la congeneticidad del “yo soy yo y algo + que yo”, podemos observar inmediatamente nuestra constitución relacional: el “+ que yo” es el estado de ser en que deja a nuestro yo la divina presencia constitutiva del absoluto. La forma, pues, de nuestra relación con el absoluto todo lo preside espiritual, unitiva, intelectiva y volitivamente.

Es ahora cuando podemos tener una verdadera actitud disposicional para formar bien la relación elevada a absoluto. No es cualquier relación: no es la relación del hombre con la naturaleza, ni del hombre con lo indeterminado, ni del hombre con el otro —sea este “otro” otro hombre o Dios—, lo que debe elevarse a absoluto. Ya lo hemos visto: no podemos elevar a absoluto ni siquiera nuestra relación con Dios, porque ésta, inmersos en nuestra experiencia de finitud, es una relación, aunque abierta al infinito, finita.

Una cosa es cierta: si el absoluto me constituye en relación es porque el absoluto es también relación. Lo codificado está de modo sumo en el codificante. ¿En qué consiste esta relación absoluta? ¿Cómo podemos concebirla? La ruptura de la identidad “yo soy yo”, mejor dicho, la concepción genética de un “yo+” definido por la divina presencia constitutiva del absoluto, nos hace concebir que tampoco hay identidad absoluta en el absoluto. La relacionalidad del “yo+” nos tiene que llevar necesariamente a la relacionalidad del absoluto. He aquí que estamos ya en las mejores condiciones de formar bien esa regla metodológica de la elevación a absoluto. ¿Qué elevamos a absoluto? La respuesta es muy sencilla: la relación del absoluto. Pero no existe ni el concepto de “la relación es la relación” ni el concepto de “el absoluto es el absoluto”, sino un absoluto que no soy yo, pero que, constituyéndome “relacionalmente”, tiene que ser relación independientemente de mí, una relación que, elevada a absoluto y rota la identidad, nos es “videnciada” por dos seres personales en inmanente complementariedad intrínseca: no menos de dos, porque habríamos incurrido en la identidad absoluta de un ser en su ser imposibilitando toda relación; no más de dos, porque un tercer ser personal es, racionalmente, un excedente metafísico. Son, por último, seres porque la nada no puede constituir relación, y son, además, seres personales porque la persona es la suprema expresión del ser. ¿Qué es el absoluto? El absoluto no es “absoluto en cuanto absoluto”, sino el “sujeto absoluto” constituido por, al menos, dos seres personales en inmanente complementariedad intrínseca. Es “sujeto” absoluto porque las personas divinas son: ad intra, “sujeto absoluto” de sí mismas; y ad extra, sujeto absoluto de todo lo que no son “sí mismas”.

Sólo el diálogo de amor de, al menos, dos seres personales que constituyen única esseidad o congeneticidad, puede ser, exigitivamente, el referente absoluto de una divina presencia que nos constituye, ontológica o místicamente, como seres personales abiertos a la infinitud constituida por las personas divinas. Rielo hace así una diferencia importante entre metafísica y ontología o mística:

.- la metafísica es la ciencia del sujeto absoluto ad intra constituido por personas divinas;

.- la ontología o mística es la ciencia de la divina presencia constitutiva de este sujeto absoluto en la persona finita supuesta la libre creación de ésta por aquél.

La presencia en nosotros del principio absoluto, constituido por personas divinas, es presencia que, a su vez, constituye nuestro “ser persona” porque sólo la persona puede ser, ontológicamente, persona entre personas. Esta divina presencia constitutiva del sujeto absoluto en nosotros es, pues, el atractor que nos hace transcender o salir de nosotros mismos para comunicarnos transverberativamente como personas con las personas divinas, con las personas finitas y, en general, con la naturaleza. El modelo absoluto, modelo constituido por personas divinas, hace que no exista el concepto de persona en cuanto persona, sino que la persona se define, metafísicamente, por otra persona. La razón es sencilla: nada hay superior ni inferior al concepto de persona que pueda definir a la persona. La persona, por tanto, no puede ser definida, metafísicamente, por sí misma, sino por otra persona realmente distinta. En caso contrario, habríamos incurrido, absurdamente, en la petitio principii o en la carencia de sentido sintáctico, lógico y metafísico de todo concepto, expresión o análisis tautológicos o identitáticos.

Ello es evitado, metafísicamente, por la concepción genética del principio de relación, porque ésta hace imposible la identidad absoluta: ad intra, del ser en cuanto ser por la congeneticidad de dos seres personales en inmanente complementariedad intrínseca; ad extra, de la nada en cuanto nada por la genética posibilidad de todo lo que no es el sujeto absoluto, en virtud de la cual el sujeto absoluto puede crear libremente los seres y las cosas. Por eso, afirma Rielo que sólo si hay posibilidad genética de ser, establecida a priori por imposibilitación de la nada absoluta, puede darse la libre creación de seres y cosas por el sujeto absoluto.

La sustancia de la persona humana es, conforme al modelo, una relación de congeneticidad mística porque las personas divinas son, metafísicamente, congenéticas constituyendo único principio de relación, esto es, única geneticidad absoluta. De este modo, el sujeto absoluto transmite con su divina presencia su patrimonio, su riqueza personal, al ser humano constituyendo a éste como persona capaz de libertad, de verdad, de bien, de hermosura; capaz, en fin, de continua riqueza mística a vivir, a desarrollar, a expresar. El ser humano ha sido constituido, de este modo, mística u ontológica deidad a imagen y semejanza de la divina o metafísica Deidad. ¿Qué quiere decir esto? Que si las personas divinas crean con libertad absoluta, omnisciente y omnipotentemente, a la persona humana a su imagen y semejanza, la libertad de la persona humana es, a imagen y semejanza de la libertad divina, mística libertad de la divina libertad; pero una mística libertad que tiene como funciones la mística omnisciencia y omnipotencia de la divina omnisciencia y omnipotencia. La libertad humana posee, no obstante, dos límites: formal, la condición de su finitud sujeta a la ignorancia y a la impotencia; transcendental, la apertura a la infinitud de la omnisciencia y omnipotencia divinas.

Salvado el condicionante de su finitud por el que puede degradar su libertad, la persona humana posee en su ser y en su actuar carácter teantrópico; esto es, el divino ACTO ABSOLUTO ad extra de las personas divinas en el místico ACTO ONTOLÓGICO de la persona humana hace que toda acción mística de la persona humana sea acción sinérgica porque es acción de las personas divinas en la persona humana con la persona humana. El enunciado que define nuestro carácter teantrópico es sencillo: las personas divinas se constituyen en acción agente en la acción receptiva de la persona humana.

Hasta aquí el pensamiento rieliano ha intentado fundamentar, con su definición mística del ser humano, un ecumenismo cultural y religioso aportado por el modelo a la ratio intellectus. Todas las filosofías, todas las culturas, todas las religiones e, incluso, las actitudes agnósticas y ateas, adquieren sentido y fundamento dentro de este dialogal genético, que se presenta abierto en “grado de suficiencia”.

Pero lo mejor de la concepción genética del principio de relación lo va a aportar la ratio fidei. Para Rielo, esta ratio fidei es necesariamente cristológica. Cristo, el metafísico por excelencia, nos revela tres hechos fundamentales y decisivos, otorgados a nuestra inteligencia abierta al absoluto, para entender en “grado de satisfacibilidad” el modelo: primero, que Él es una de las dos personas divinas que constituyen la concepción genética del principio de relación; segundo, que Él es el Hijo encarnado en una naturaleza humana para redimir y salvar al ser humano, y la otra persona divina es el Padre eterno; tercero, que existe, además, una tercera persona divina, que denomina Espíritu Santo. Si para la ratio intellectus el modelo era “BINIDAD”, para la ratio fidei el modelo es “Trinidad”. En fin, la aportación cristológica, trinitaria y eclesial del pensamiento rieliano, además de servir de fundamentación a las ciencias experienciales y posibilitar el diálogo con todas las culturas y religiones, es, quizás, la mejor —prefiero no quedarme corto— contribución de nuestro tiempo.

Un Congreso de Metafísica sólo puede tener éxito si se propone como finalidad esencial ofrecer, por medio del empeño dialogal y del trabajo en equipo, una buena profilaxis y una buena terapia intelectual para docentes y discentes universitarios en las disciplinas humanísticas. Ninguna disciplina, ninguna ciencia, debe excluirse de su apertura a la metafísica; incluso el científico experimental puede encontrar su fuente de inspiración en la metafísica, porque el metafísico auténtico es amante de la ciencia, de toda ciencia, como lo es también de toda cultura, mentalidad, sensibilidad y religión. Y es, precisamente, la aperturidad a la metafísica lo que —por desidia, por inhibición o por la barrera del prejuicio— se intenta ocultar hoy en la enseñanza universitaria. Se hace necesario que sepamos descubrir, desarrollar y testimoniar la vocación del ser humano a la metafísica, aunque sólo sea para “formar bien” nuestra visión del mundo y nuestro compromiso consecuente, factores imprescindibles del sentido de la vida, del progreso y del bienestar del ser humano como persona y sociedad.